El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana. Caroline AndersonЧитать онлайн книгу.
se le aceleraba el corazón. La nieve caía furiosamente alrededor del coche, cegándola prácticamente e impidiéndole la visión.
¡Esto no tendría que estar sucediendo todavía! No hasta que ellos estuvieran a salvo en casa de sus padres, calentitos y bien alimentados. Y no bajo las inclemencias del tiempo, en un camino estrecho que no iba a ninguna parte. Si hubiera salido un poco antes...
Comprobó el teléfono y gruñó. No había señal. Fabuloso. Más le valía no quedarse atrapada entonces. Aspiró con fuerza el aire y siguió conduciendo con cuidado.
Con demasiado cuidado. El implacable viento estaba levantando la nieve del suelo y llevándola hacia la derecha. El estrecho camino quedaría muy pronto bloqueado. Se dio cuenta de que si no se daba prisa no llegaría, así que tragó saliva y apretó un poco el acelerador. Al menos sobre la nieve recién caída tenía más tracción, y no era probable que se cruzara con alguien que viniera de frente. Le quedaba menos de un kilómetro para llegar a la otra carretera. Podía hacerlo.
Un alto muro de ladrillo apareció a la izquierda, cubierto por arriba de nieve como si fuera una tarta helada. Georgia sintió una oleada de alivio. Ya casi estaba. El antiguo muro rodeaba el camino hasta casi el final.
Y a mitad del muro la vio, sobresaliendo entre la neblina. La entrada a un mundo oculto, situada entre dos pilares imponentes coronados por dos criaturas mitológicas de piedra. Y entre ellas, las ornamentales puertas de hierro que no cerraban bien.
Aunque ahora estaban perfectamente cerradas.
También las habían pintado, y al acercarse más despacio y parar el coche, se dio cuenta de que ya no estaban torcidas. Siempre quedaba un resquicio abierto, suficiente para colarse dentro, y aquel hueco había sido un reclamo irresistible para una niña aventurera que salía a pasear en bicicleta con su hermano mayor, igual de temerario que ella.
Las criaturas de la entrada les habían asustado, bestias mitológicas con cabeza y alas de águila y cuerpo de león, pero aun así habían entrado, y al otro lado del muro encontraron un patio de juegos secreto que superaba cualquier expectativa. Acres de jardín salvaje con escondrijos y lugares abiertos, enormes árboles y un millón de sitios donde esconderse.
Y en medio de todo, la joya de la corona: la casa más bonita que Georgia había visto en su vida. La enorme puerta de entrada estaba encastrada bajo un pórtico sujeto con pilares y rodeado por nueve elegantes ventanas de guillotina.
Aunque no todas las ventanas se veían. La mitad de ellas estaba cubierta de glicina, que colgaba por el frente e invadía el tejado, y el aroma de las flores lila resultaba embriagador.
Llevaba años vacía. Con el corazón en la boca, Jack y ella encontraron el modo de entrar a través de la ventana de la bodega y recorrieron las vacías habitaciones con su decadente grandeza, asustándose el uno al otro con historias de miedo sobre la gente que podría haber vivido y muerto allí.
Años más tarde, cuando su hermano empezó a ir con Sebastian, Georgia también le llevó allí. Sebastian había ido a su casa a buscar a Jack, pero no estaba, así que fueron a dar una vuelta en bicicleta. No era una auténtica cita, pero a sus dieciséis años, a ella se lo parecía. Así que se llevó a Sebastian a la casa vacía. A él también le fascinó. Exploraron cada rincón tratando de imaginar cómo sería vivir allí ahora. Incluso fantasearon con los muebles: una mesa de comedor tan larga que no se podría ver a la persona que estuviera sentada al otro extremo, un piano de cola en lo que tendría que haber sido la sala de música, y en la habitación principal, una enorme cama con dosel.
En la fantasía personal de Georgia, la cama era lo suficientemente grande como para acogerlos a los dos y a todos sus hijos. Y habría muchos, el comienzo de una dinastía. Llenarían la casa de niños, todos concebido en aquella maravillosa cama vestida con almohadas de pluma y sábanas de fino algodón egipcio.
Y entonces Sebastian la besó.
Habían estado jugando al escondite, bromeando y coqueteando con la tontería propia de los adolescentes. Él la encontró en el armario del dormitorio y la besó.
Georgia se enamoró completamente de él en aquel instante, pero pasaron casi dos años hasta que la relación avanzó y la realidad y la fantasía comenzaran a converger.
Sebastian se marchó a la universidad, pero se veían todas las vacaciones, pasaban cada minuto juntos, y los besos se volvieron más urgentes, más osados, mucho más adultos.
Y entonces, el fin de semana que ella cumplía dieciocho años, Sebastian la llevó a la casa. No le dijo para qué, solo que se trataba de una sorpresa. Entonces la subió a la habitación principal, abrió la puerta y Georgia se quedó maravillada.
Había preparado el escenario: velas parpadeantes en la chimenea, una gruesa manta extendida sobre la moqueta apolillada y cubierta con pétalos de la glicina de la ventana. Sebastian le dio de comer delicados sándwiches de salmón ahumado y caviar y fresas con chocolate, y brindaron con champán rosado servido en pequeñas tacitas de cartón decoradas con corazones rojos.
Y entonces, lenta y tiernamente, dándole su tiempo aunque eso seguramente le mataría, le hizo el amor.
Georgia le entregó encantada su virginidad. Habían estado cerca muchas veces, pero él siempre había parado. Aquel día no. Aquel día le había hecho por fin el amor, le había dicho que la amaría siempre y ella se lo había creído porque también lo amaba. Seguirían juntos, se casarían, tendrían los hijos que ambos querían, se harían viejos juntos al calor de su familia. No importaba dónde vivieran ni si eran ricos o pobres, todo iba a ser perfecto porque estarían juntos.
Pero dos años después, guiado por la ambición y por algo más que Georgia no fue capaz de entender, Sebastian cambió, se convirtió en alguien que ella no conocía y todo se rompió. Su sueño se convirtió en una pesadilla y le dejó, pero se quedó destrozada.
No había vuelto allí en los últimos nueve años, pero justo antes de que Josh naciera se enteró de que Sebastian había comprado la casa y la había salvado de la ruina.
David y ella estaban en una fiesta, y alguien de Patrimonio Nacional comentó:
–Tengo entendido que un tipo rico ha comprado Easton Court, por cierto. Sebastian no sé qué –comentó.
–¿Corder? –sugirió Georgia con todo el cuerpo paralizado.
–Ese –asintió el hombre–. Le deseo buena suerte. Va a necesitarla, y también tendrá que invertir mucho dinero.
La conversación continuó por otros derroteros mientras ella trataba de encontrarle sentido a la adquisición de Sebastian. Cuando volvían a casa, David le preguntó por él.
–¿De qué conoces a ese tal Corder?
–Era amigo de mi hermano –respondió ella con una naturalidad que no sentía–. Su familia vivía en la zona.
No era mentira, pero tampoco era toda la verdad y se sintió un poco culpable. Lo cierto era que se había llevado una gran sorpresa. Pensaba que se había alejado de todo lo relacionado con aquel tiempo, y al darse cuenta de que no era así se sentía desconcertada. Asombrada, fascinada y horrorizada, todo al mismo tiempo, porque aquello estaba muy cerca de su casa, muy cerca de sus padres.
Demasiado cerca como para sentirse cómoda.
Pero unos días más tarde nació Josh, y pocas semanas después David murió, todo su mundo se vino abajo y olvidó el asunto. Olvidó todo, en realidad, excepto tratar de mantenerse fuerte por Josh.
Pero a partir de entonces, cada vez que visitaba a sus padres evitaba aquel camino, tal y como había hecho en aquella ocasión... hasta que no le quedó más opción.
El corazón le latía con fuerza contra las costillas. ¿Estaría él allí ahora, detrás de aquellas intimidatorias y renovadas puertas? ¿Solo? ¿O compartiendo la casa con alguien más, alguien que no compartía el sueño de...?
Detuvo sus pensamientos en seco. No quería ir por ahí. Ya