Nosotras presas políticas. Группа авторовЧитать онлайн книгу.
por 9 convivíamos en ese momento 67 mujeres con 12 niños de pecho. Seguimos insistiendo en nuestros reclamos ante el director del penal, Prefecto Suppa, a quien le mandábamos cientos de pedidos de audiencias con el mismo fin. Pero no teníamos respuesta. Entonces, ya cansadas, decidimos una vez más expresar nuestra protesta negándonos al recuento. Esto significaba que cuando las celadoras ingresaban al pabellón a contarnos, en vez de quedarnos quietas, nos movíamos constantemente, algo que hacía imposible una labor tan simple. Mantuvimos esta protesta todo el tiempo que pudimos.
Pero aun así nuestras condiciones de vida todavía seguían lejos de mejorar…
Una tarde de agosto, después del recuento, inexplicablemente empezamos a sentir que un gas lacrimógeno invadía el pabellón, el olor era inconfundible y el aire enrarecido nos ahogaba, nos hacía llorar. Tomamos presurosas a los niños y los llevamos al lugar más alejado de la reja de ingreso al pabellón, los pusimos en el piso, les cubrimos las caritas con paños mojados, sobre todo los ojos y la boca, se los hacíamos chupar para evitar que respiraran ese gas, pero era imposible. Así estuvimos horas. Los chiquitos lloraban, se ahogaban y a nosotras nos desesperaba no poder darles alivio, no poder protegerlos de esa “locura”. De a poco el aire enrarecido se fue alejando y pudimos ponernos de pie y observar el desastre: agua en el piso, frazadas empapadas, algunas sentadas contra la pared dándose aire con pantallas improvisadas, tosiendo. Y las mamás intentando calmar como podían a sus niños.
Cuando pudimos comunicarnos con los compañeros, nos contaron que personal de la sección Requisa había ingresado al primer piso de Planta 6 y, mientras proclamaban a viva voz pertenecer al “Comando Valenzuela” que se “haría cargo de la represión a los presos políticos”, arrojaron granadas de gases lacrimógenos en varios pabellones y en el pasillo común del piso, golpearon a varios compañeros, y uno de ellos recibió el impacto de una granada en el cuerpo.
La proximidad del pabellón 49 había permitido que los gases llegaran hasta nosotras.
Este “Comando” fue una fuerza de choque, constituida ilegalmente y conformada por personal penitenciario. Se dedicaba a castigar y maltratar a los compañeros que ingresaban de las cárceles del interior del país, como así también a los que, en cualquier circunstancia, eran llevados fuera del penal.
Se acrecentaba en nosotras una sensación de endurecimiento, de violencia en el entorno, y hubo nuevas restricciones. Empezamos a tener menos días de visitas, ya no podríamos tener correspondencia irrestricta sino sólo con nuestros familiares, quienes debían comprobar el vínculo. Prohibieron las visitas con nuestros compañeros y esposos –presos en Devoto–. La capilla dejó de ser el lugar de encuentro familiar y Carlota no volvió a ver a Ángel.
Tampoco podíamos escribirnos con ellos, aunque sí podíamos hacerlo con compañeras de otras cárceles. Así que las que éramos trasladadas hacia Devoto nos escribíamos con las que no lo habían sido, podíamos contarles cómo era nuestra nueva vida y seguíamos sabiendo cómo estaban. Era asombroso que nos permitieran esta comunicación intercárcel en el paulatino ajuste de la situación.
En cambio resultó ya muy difícil comunicarse con los esposos que estuvieran en libertad. Era un verdadero riesgo escribirles o que nos visitaran.
Un día hicieron movimientos internos. A los compañeros los llevaron a la planta 5 de celulares y a nosotras nos sacaron del pabellón 49 y nos distribuyeron en 8 pabellones de la planta 6, ubicándonos de a 10 o 15 por pabellón. Si bien se terminó el hacinamiento, no mejoraron las demás condiciones y seguíamos conviviendo con cucarachas, piojos, ratas, y las famosas y rebeldes chinches.
“Les decíamos ‘Devotis Amiguitus’. Se batieron con nosotras en variados duelos. Entre nuestra decisión de desterrarlas y la de ellas, de mantener su territorio, lo que hicieron con ingenio y velocidad, sin duda el final se convirtió en un claro empate. Algunos domingos decretábamos limpieza y desinfección general con el objetivo de erradicarlas; limpiábamos con esmero camas, mesas, cajones y hasta vidrios. Pero de noche ellas se vengaban. Después de un largo estudio y prolongada convivencia nos fuimos conociendo mejor. Estos bichitos, altamente organizados, sabían a quién picar, no atacaban a las que teníamos sueño pesado o carácter tranquilo. De día, con la luz, se escondían en los confortables agujeros de las camas, las paredes, y con el frío no salían. Cuando aparecían siempre iban acompañadas, una chiquita con una grande. Lo mejor era matarlas con la indiferencia o con agua hirviendo. Sin gritar ni ponernos nerviosas, simplemente las observábamos displicentemente unos segundos, nos acercábamos con lentitud, y ¡plaff! Cuando no veíamos ninguna presuponíamos que nos estaban estudiando, ya que en varias oportunidades se replegaron y luego surgieron por generación espontánea. Eran realmente de temer. Nos manteníamos en estado de alerta y nos preparábamos, hirviendo varias pavas de agua, silbando bajito, cosa de que no se dieran cuenta. Sacábamos colchones y el agua caía sobres sus cabezas, como en las Invasiones Inglesas, y a la noche… sus represalias.”
LAURA
*
Y seguían las restricciones.
A partir de este momento prohibieron la entrada de paquetes con alimentos y ropa –sólo podíamos recibir ropa interior– y restringieron la lista de materiales para trabajos manuales.
Teníamos dos formas de proveernos de lo que necesitábamos: por un lado nos llegaba el famoso “paquete” que, aunque cada vez podía contener menos cosas, despertaba nuestra ansiedad y fantasía. El paquete era muy importante para nosotras. Al abrirlo y revisar su contenido, casi podíamos sentir el contacto de nuestras manos con las de nuestros familiares. Acariciábamos las prendas una y otra vez como si nuestras manos tocaran las de mamá, papá, el amigo, el familiar, el compañero que las había acomodado. Olíamos el perfume de la ropa, que nos traía el de nuestra casa. Olor que contrastaba con ese otro, tan particular, que teníamos nosotras: a encierro, a humo de cigarrillo no ventilado, a grasa de la comida carcelaria y a jabón blanco que era, al mismo tiempo, nuestro jabón de tocador, shampoo y detergente, que usábamos para toda nuestra higiene del cuerpo, ropa, platos, jarros.
Por otro lado, la otra forma de proveernos era con dinero. Los familiares, en las visitas, nos llevaban algo de plata que nosotras administrábamos.
Podíamos comprar las cosas que necesitábamos en la proveeduría o “cantina” del penal, que tenía un moderno sistema de “delivery” que consistía en un penitenciario que retiraba nuestra lista y luego nos llevaba el pedido. Pero era muy limitada, la lista de “ofertas”, con el agregado de que ellos determinaban qué vender en cada ocasión: podía escasear el kerosene un día, otro los cigarrillos, pero lo que nunca faltaba era café, el más caro del mundo, y un lujo absurdo en esas condiciones y con una dieta tan limitada.
En realidad, los dos o tres panes que nos entregaban a diario, que eran esperados con ansiedad, junto con el agua para el mate, eran indispensables para “matar el hambre” porque, en verdad, la comida que nos traían era tremenda: guisos en mal estado, malolientes, con tripas sin lavar, arroz deshecho, recocinado: un pegote. Esa “tumba” carcelaria, que muchas veces rechazábamos, era nuestro nutritivo menú diario. Catalina, como nosotras, tenía hambre, y con gran paciencia sacaba del guiso pedazos de “vaya a saber qué”, en general tripas sucias, las lavaba con agua caliente una y otra vez, y luego las freía en grasa y se las comía, ante nuestra mirada perpleja. Nosotras, con la garganta y el estómago cerrados, admirábamos su arrojo.
El desayuno, el almuerzo y la cena eran traídos en tachos, en un carro que hacía un ruido muy particular –¡cómo olvidarlo!–, mezcla de falta de grasa con queja por la carga desmesurada que tenía que transportar. Lo empujaban los contraventores, que eran homosexuales detenidos. Ellos también hacían la limpieza del pasillo exterior del pabellón. Eran buena gente. Establecimos con ellos una relación cordial y solían ayudarnos a pasar cosas de un pabellón a otro, desde libros, ropa y noticias, en una suerte de trueque en el que nosotras agradecíamos sus favores mediante algunos regalos, entre los cuales nuestra ropa interior era su favorito.
Siempre que entraban hombres al pabellón la celadora gritaba “¡Personal masculiiinooo!”, y eso nos daba tiempo para cubrirnos, o para avisar,