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Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek PopovЧитать онлайн книгу.

Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov


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como fuego por pajar y alcanzó la tienda de Medved. El comandante levantó la cabeza y frunció el ceño. En ese momento estaba ocupado apuntando algo en su cuadernillo. La lona de la entrada se apartó y en la abertura asomó la cara redonda de su ordenanza, Stoycho:

      —Camarada kombrig, ¡permítame reportar!

      —¿Qué?

      —Acaban de llegar los nuevos partisanos.

      —¿¡Qué!? —repitió Medved, que se incorporó pesadamente.

      No lo habían informado de la incorporación de nuevos partisanos. Solo sabía que debía llegar un militante de la Unión de las Juventudes Obreras, familiar de Lenin, porque en su grupo se había producido un fallo operativo. El bullicio en la pradera iba en aumento. No le gustó. Se echó por los hombros el chaleco de lana y salió.

      El destacamento —ahora ya batallón de la comandancia central— no recordaba semejante excitación desde que Medved apareciera ante los partisanos con su equipo de combate completo. Ahora el destacamento contaba con cuarenta y cuatro personas, ni una más ni una menos. El abandono se consideraba deserción y se castigaba con mano firme. La única mujer del grupo era la comisaria política Extra Nina, pero por varias razones sus camaradas la consideraban una igual. También había un pope, Tijón, enclaustrado en el monasterio de Cherepish por pecado dogmático y que más tarde había huido al monte. Era un hombre enorme, con una sotana andrajosa bajo la que no había nada más que espeso vello. Iba armado con un palo y un revólver Nagant antediluviano, aunque su arma más temible era su risa atronadora. Así, todas estas criaturas peludas y mugrientas, que anhelaban una caricia o al menos una mirada, habían salido a la pradera y rodeado a las gemelas. Las devoraban con los ojos, se embriagaban con su presencia. A la vista de sus rizos rubios muchos estallaron en carcajadas infantiles, como si les hicieran cosquillas en los talones. Otros musitaban cosas incomprensibles. También los hubo que comentaron algo en voz alta, intentando ocultar su timidez. Desde hacía una semana en su menú predominaban la cebolla y el ajo, que hacían su aliento más mortífero que el fuego que escupe un dragón de tres cabezas.

      Las chicas miraban asustadas mientras el círculo a su alrededor se estrechaba. De su anterior confianza no quedaba ni rastro. Lenin y el Enterrador sonreían con malicia a su lado. Lozán intentaba explicar algo en vano. Nadie le hacía caso.

      —¡Ay, mis cabritillas! —farfullaba Tijón, que agitaba su sotana andrajosa como si intentara sacudirle las pulgas.

      —¿Qué ocurre? —preguntó una voz alta y ligeramente chillona.

      Los hombres se apartaron. Medved pasó entre ellos empujando a unos cuantos empeñados en no moverse. Su mirada se posó por un instante en el estudiante y luego se deslizó hacia las chicas. Se quedó boquiabierto y una preocupación que rayaba el pánico contrajo su rostro. Pero esto solo demostraba que el comandante era humano como los demás. Aunque por poco tiempo…

      Medved carraspeó y dijo en voz más baja:

      —¡Camaradas! ¿Puedo saber dónde están vuestras armas?

      Los partisanos empezaron a mirar a su alrededor sobresaltados. Sus miradas se dirigieron a las fogatas donde hasta hacía poco se alzaban las pilas de armas. Ya no estaban. Alguien se puso a cantar alegremente desde el otro extremo de la pradera:

      —¡El partisano se prepara para el combaaate!

      Stoycho estaba sentado debajo de un árbol, sobre un montón de armamento variopinto.

      —¡Se os entregarán las armas por orden de lista! ¡En marcha! —ordenó Medved.

      Cabizbajos y avergonzados, los hombres hicieron cola. Medved hizo una seña al estudiante para que esperara junto a Lenin y al Enterrador. Las chicas poco a poco volvían en sí. Les lanzó una mirada hosca y preguntó con aspereza:

      —¿Por qué habéis venido?

      —¿Perdón?

      —¿Por qué habéis venido aquí? —repitió Medved nervioso.

      —Hubo un problema en el instituto —informó una de ellas—. Nuestro grupo llevó a cabo un acto subversivo con motivo del Primero de Mayo. Resultó fenomenal; tuvo una amplia repercusión política entre los alumnos y los profesores. Vino la policía a investigar. Pero la camarada Silva, Letizia Pirónkova, nos falló. Supimos que había ido a la dirección a delatarnos. El camarada Lozán nos ayudó a pasar a la clandestinidad y después nos trajo al destacamento.

      —¿Qué acto subversivo? —preguntó Medved entornando los ojos.

      —Pintarrajeamos el retrato del zar que está colgado en la escalera principal —dijo la otra, que puntualizó—: ¡con pintura roja!

      —¡Por el amor del Partido! —exclamó Medved, e hizo un gesto a Lenin y al Enterrador, que seguían la conversación con interés, aunque su contenido se les escapaba—. ¡Estas niñas tienen que volver inmediatamente!

      —Ya os decía yo —masculló el Enterrador.

      —¿Qué decías? ¡No dijiste nada! —estalló Lenin.

      —¡Camarada Medved! Si vuelven, esos desgraciados las arrestarán y las torturarán. ¿Es eso lo que quiere? —gritó Lozán.

      —¡Imbécil! —graznó Medved—. Nadie las arrestaría por esa broma. Como mucho las echarán del instituto.

      —Pero nosotras pensábamos también dinamitar el Ministerio del Interior, está justo al lado de nuestro instituto —repuso una de las chicas—. Hay un viejo canal por el que se puede llegar. Aquella chivata seguramente se lo ha dicho…

      —¡Caramba! —El comandante apretó el puño—. Pero no lo habéis dinamitado, ¿verdad? Pueden tomarlo como una… fantasía pueril.

      —Dejemos este asunto para mañana, ¿qué os parece, camaradas? —propuso Lenin mirando al cielo—. Ya se ha hecho tarde.

      —Parece que no te enteras, ¿o es que te estás haciendo el loco? Cuanto más tiempo pasen aquí, más difícil será hacerlas volver.

      —Así es —intervino una voz ronca—. Tenemos que tomar la decisión ahora.

      La voz era de una mujer delgada y fibrosa con el pelo liso, completamente blanco, recortado en forma de bol. Tenía el tórax ligeramente hundido y en la comisura de sus labios humeaba un cigarrillo liado a mano. Había llegado al destacamento siendo Nina, pero pronto habían empezado a llamarla Extra Nina por su puntería. Además de ser una excelente tiradora, era la que más sabía de política. Los camaradas compartían muchas veces con ella sus preocupaciones ideológicas. Era capaz de llegar a la esencia del problema y arrancaba sus dudas pequeñoburguesas como muelas podridas. A Extra Nina no le gustaba hablar de su pasado. Parecía mayor de lo que era en realidad. Se sabía que había sido maestra en la región de Vratsa antes de tomar la senda de la revolución profesional. Corrían rumores de que su pelo se había vuelto blanco por las torturas de la policía.

      —Señoritas… —se dirigió a las chicas.

      —¡Somos camaradas! —la interrumpieron ellas al unísono.

      —Vale, camaradas. Esto no cambia el hecho de que habéis actuado de manera muy poco prudente. La vida de los partisanos no es para cualquiera. Desde la perspectiva de la ciudad puede que parezca muy romántica, pero dudo que la realidad os guste. Aparte de Lozán, ¿quién más sabe que estáis aquí?

      —Nuestros padres… —dijo bajando la cabeza la chica que insistía en ser Gabriela.

      —Les dejamos una nota para que no se preocuparan —añadió Mónica, que no quería ser Mónica—. No pusimos nada en concreto. Solo que nos vamos al monte y que volveremos tras la victoria. Y que si morimos, que no lloren.

      —¡Caramba! Seguro que ya las están buscando con la policía.

      —¡Eso me temía! —exclamó Extra Nina—. Han pasado por toda la cadena. Si las arrinconan, lo cantarán todo. Empezarán los


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