Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
de la mano soltó el pomo de la puerta, y Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava del sendero.
Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e incierto sobre cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue bastante para revelarle que había escuchado la conversación.
—No lo pude evitar —dijo ella, en respuesta a su mirada—. Su voz atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?
—No te asustes —contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano grande y fuerte por el cabello castaño de la joven—. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del padre, se redujo la respuesta de Lucy.
—No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen chico y de un cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones. Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que le hagan saber el trance en que nos hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía no ha alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le producían.
—Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que me inquieta. Una oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al Profeta: siempre sufren percances espantosos.
—Aún no nos hemos opuesto a nadie —repuso el padre—. Tiempo tenemos de mirar por nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero que nos hallemos lejos de Utah.
—¡Lejos de Utah!
—Qué remedio...
—¿Y la granja?
—Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no es ésta la primera vez que semejante idea se me cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie, menos aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas avanzando en sentido contrario.
—Pero no nos dejarán marchar —objetó la joven.
—Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para hacerlo. Entre tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro ninguno.
John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada confianza, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual las puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces había colgado de la pared de su dormitorio.
4. La huida
A la mañana siguiente, después de su entrevista con el Profeta de los mormones, acudió John Ferrier a Salt Lake City, donde, tras ponerse en contacto con un conocido que había de seguir el camino de Nevada, entregó el recado para Jefferson Hope. En él se explicaba al joven lo inminente del peligro a que estaban expuestos, y lo necesaria que se había hecho su vuelta. Cumplidas estas diligencias, pareció sosegarse el anciano y, ya de mejor talante, volvió a su casa.
Cerca de la granja, observó con sorpresa que a cada uno de los machones laterales de la portalada había atado un caballo. La sorpresa fue en aumento cuando al entrar en su casa se echó a la cara dos jóvenes, cómodamente instalados en el salón. Uno era de faz alongada y pálida, y estaba arrellanado en la mecedora, extendidas las piernas y puestos los dos pies sobre la estufa. El otro, un mozo de cuello robusto y tosco y mal dibujadas facciones, permanecía en pie junto a la ventana. Con las manos en los bolsillos, se entretenía silbando un himno entonces muy en boga. Ambos saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de cabeza, después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la conversación:
—Quizá no sepas quiénes somos —dijo—. Este de aquí es hijo del viejo Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, uno de tus compañeros de peregrinación en el desierto cuando el Señor extendió su mano y se dignó recibirte entre los elegidos.
—Como recibirá a las restantes naciones del mundo en el instante por Él previsto —añadió el otro con acento nasal—; lentamente trenza su red el Señor, mas los agujeros de ésta son finísimos.
John Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de nuevas la identidad de sus visitantes.
—Por indicación de nuestros padres —prosiguió Stangerson—, hemos venido a solicitar la mano de tu hija. Vosotros determinaréis a cuál de los dos corresponde. Dado que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras que el hermano Drebber posee siete, me parece que reúno yo más títulos para ser el elegido.
—Ta, ta, hermano Stangerson —repuso aquél—, no se trata de cuántas mujeres tengamos, sino del número de ellas que podamos mantener. Mi padre me ha traspasado sus molinos, por lo que soy más rico que tú.
—Pero me aguarda a mí un futuro más holgado —respondió su rival, vehementemente—. Cuando el Señor tenga a bien llevarse a mi padre, entraré en posesión de su casa de tintes y su tenería. Además, soy mayor que tú, y por lo mismo estoy más alto en la jerarquía de la Iglesia.
—A la chica toca decir la última palabra —replicó el joven Drebber, mientras sonreía a la propia imagen reflejada en el vidrio de la ventana—. Que sea ella quien decida.
Durante todo el diálogo había permanecido John Ferrier en el umbral dándose a los demonios y casi tentado a descargar su fusta sobre las espaldas de los visitantes.
—Un momento —dijo al fin, acercándose a ellos—. Cuando mi hija os convoque, podréis venir, pero hasta entonces no quiero ver vuestras caras por aquí.
Los dos jóvenes mormones le dirigieron una mirada de estupefacción. A sus ojos, el forcejeo por la mano de la hija suponía un máximo homenaje, no menos honroso para ésta que para su padre.
—Hay dos caminos que conducen fuera de la habitación —gritó Ferrier—, la puerta y la ventana. ¿Cuál preferís?
Su rostro moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos un tan amenazador ademán, que los dos visitantes saltaron de sus asientos, emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les siguió hasta la puerta.
—Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado —dijo con sorna.
—¡Recibirás tu merecido! —chilló Stangerson, lívido de ira—. Has desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Materia tienes de arrepentimiento para el resto de tus días.
—El Señor asentará sobre ti su pesada mano —exclamó a su vez el joven Drebber—; ¡por Él serás fulminado!
—¡Si ha de ser así, comencemos ya! —dijo Ferrier, furioso, y se hubiera precipitado escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo Lucy por un brazo para impedir los efectos de su furia. Antes de que pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo sobre el camino medía ya la distancia que habían puesto por medio sus enemigos.
—¡Mequetrefes hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—. Prefiero verte en la tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de ellos.
—Yo también, padre —repuso ella vehementemente—; pero Jefferson estará pronto de vuelta con nosotros.
—Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué