Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
que utilizaba Hugo Baskerville cuando estaba borracho bastarían para fulminar al hombre que las pronunciara. Finalmente, impulsada por el miedo, la muchacha hizo algo a lo que quizá no se hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, porque gracias a la enredadera que cubría (y todavía cubre) el lado sur de la casa, descendió hasta el suelo desde el piso alto, y emprendió el camino hacia su casa a través del páramo dispuesta a recorrer las tres leguas que separaban la mansión de la granja de su padre.
Sucedió que, algo más tarde, Hugo dejó a sus invitados para llevar alimento y bebida junto, quizá, con otras cosas peores a su cautiva, encontrándose vacía la jaula y desaparecido el pájaro. A partir de aquel momento, por lo que parece, el carcelero burlado dio la impresión de estar poseído por el demonio, porque bajó corriendo las escaleras para regresar al comedor, saltó sobre la gran mesa, haciendo volar por los aires jarras y fuentes, y dijo a grandes gritos ante todos los presentes que aquella misma noche entregaría cuerpo y alma a los poderes del mal si conseguía alcanzar a la muchacha. Y aunque a los juerguistas les espantó la furia de aquel hombre, hubo uno más perverso o, tal vez, más borracho que los demás, que propuso lanzar a los sabuesos en persecución de la doncella. Al oírlo Hugo salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a sus criados que le ensillaran la yegua y soltaran la jauría; después de dar a los perros un pañuelo de la doncella, los puso inmediatamente sobre su pista para que, a la luz de la luna, la persiguieran por el páramo.
Durante algún tiempo los juerguistas quedaron mudos, incapaces de entender acontecimientos tan rápidos. Pero al poco salieron de su perplejidad e imaginaron lo que probablemente estaba a punto de suceder. El alboroto fue inmediato: quién pedía sus armas, quién su caballo y quién otra jarra de vino. A la larga, sin embargo, sus mentes enloquecidas recobraron un poco de sensatez, y todos, trece en total, montaron a caballo y salieron tras Hugo. La luna brillaba sobre sus cabezas y cabalgaron a gran velocidad, siguiendo el camino que la muchacha tenía que haber tomado para volver a su casa.
Habían recorrido alrededor de media legua cuando se cruzaron con uno de los pastores que guardaban durante la noche el ganado del páramo, y lo interrogaron a grandes voces, pidiéndole noticias de la partida de caza. Y aquel hombre, según cuenta la historia, aunque se hallaba tan dominado por el miedo que apenas podía hablar, contó por fin que había visto a la desgraciada doncella y a los sabuesos que seguían su pista. “Pero he visto más que eso —añadió—, porque también me he cruzado con Hugo Baskerville a lomos de su yegua negra, y tras él corría en silencio un sabueso infernal que nunca quiera Dios que llegue a seguirme los pasos”.
De manera que los caballeros borrachos maldijeron al pastor y siguieron adelante. Pero muy pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron el ruido de unos cascos al galope y enseguida pasó ante ellos, arrastrando las riendas y sin jinete en la silla, la yegua negra de Hugo, cubierta de espuma blanca. A partir de aquel momento los juerguistas, llenos de espanto, siguieron avanzando por el páramo, aunque cada uno, si hubiera estado solo, habría vuelto grupas con verdadera alegría. Después de cabalgar más lentamente de esta guisa, llegaron finalmente a donde se encontraban los sabuesos. Los pobres animales, aunque afamados por su valentía y pureza de raza, gemían apiñados al comienzo de un hocino, como nosotros lo llamamos, algunos escabulléndose y otros, con el pelo erizado y los ojos desorbitados, mirando fijamente el estrecho valle que tenían delante.
Los jinetes, mucho menos borrachos ya, como es fácil de suponer, que al comienzo de su expedición, se detuvieron. La mayor parte se negó a seguir adelante, pero tres de ellos, los más audaces o, tal vez, los más ebrios, continuaron hasta llegar al fondo del valle, que se ensanchaba muy pronto y en el que se alzaban dos de esas grandes piedras, que aún perduran en la actualidad, obra de pueblos olvidados de tiempos remotos. La luna iluminaba el claro y en el centro se encontraba la desgraciada doncella en el lugar donde había caído, muerta de terror y de fatiga. Pero no fue la vista de su cuerpo, ni tampoco del cadáver de Hugo Baskerville que yacía cerca, lo que hizo que a aquellos juerguistas temerarios se les erizaran los cabellos, sino el hecho de que, encima de Hugo y desgarrándole el cuello, se hallaba una espantosa criatura: una enorme bestia negra con forma de sabueso pero más grande que ninguno de los sabuesos jamás contemplados por ojo humano. Acto seguido, y en su presencia, aquella criatura infernal arrancó la cabeza de Hugo Baskerville, por lo que, al volver hacia ellos los ojos llameantes y las mandíbulas ensangrentadas, los tres gritaron empavorecidos y volvieron grupas desesperadamente, sin dejar de lanzar alaridos mientras galopaban por el páramo. Según se cuenta, uno de ellos murió aquella misma noche a consecuencia de lo que había visto, y los otros dos no llegaron a reponerse en los años que aún les quedaban de vida.
Ésa es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso que, según se dice, ha atormentado tan cruelmente a nuestra familia desde entonces. Lo he puesto por escrito, porque lo que se conoce con certeza causa menos terror que lo que sólo se insinúa o adivina. Como tampoco se puede negar que son muchos los miembros de nuestra familia que han tenido muertes desgraciadas, con frecuencia repentinas, sangrientas y misteriosas. Quizá podamos, sin embargo, refugiarnos en la bondad infinita de la Providencia, que no castigará sin motivo a los inocentes más allá de la tercera o la cuarta generación, que es hasta donde se extiende la amenaza de la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución, que os abstengáis de cruzar el páramo durante las horas de oscuridad en las que triunfan los poderes del mal.
(De Hugo Baskerville para sus hijos Rodger y John, instándoles a que no digan nada de su contenido a Elizabeth, su hermana.)»
Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella singular narración, se alzó los lentes hasta colocárselos en la frente y se quedó mirando a Sherlock Holmes de hito en hito. Este último bostezó y arrojó al fuego la colilla del cigarrillo que había estado fumando.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Le parece interesante?
—Para un coleccionista de cuentos de hadas.
El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.
—Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más reciente, publicada en el Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es un breve resumen de la información obtenida sobre la muerte de Sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.
Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más atenta. Nuestro visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:
«El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid-Devon para las próximas elecciones, ha entristecido a todo el condado. Si bien Sir Charles había residido en la mansión de los Baskerville durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes lo trataron. En estos días de nuevos ricos es consolador encontrar un caso en el que el descendiente de una antigua familia venida a menos ha sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar luego a la tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, se enriqueció mediante la especulación sudafricana. Más prudente que quienes siguen en los negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos, Sir Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias. Han pasado sólo dos años desde que estableciera su residencia en la mansión de los Baskerville y son de todos conocidos los ambiciosos planes de reconstrucción y mejora que han quedado trágicamente interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida suya, de su buena fortuna, y serán muchos los que tengan razones personales para lamentar su prematura desaparición. Las columnas de este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus generosas donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.
No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por completo las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles, pero, al menos, se ha hecho luz suficiente como para poner fin a los rumores a que ha dado origen la superstición local. No hay razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el fallecimiento no obedezca a causas naturales.