Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.
en esta situación. —Whit no picó el anzuelo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dispuesta a ayudarlo.
—No necesito su ayuda.
—Es bastante rudo, ¿sabe?
Se resistió a quedarse boquiabierto.
—Me han noqueado, me han atado y he despertado en un carruaje desconocido.
—Sí, pero debe admitir que los acontecimientos han tomado un giro interesante, ¿no? —Ella sonrió, el hoyuelo de su mejilla derecha era imposible de ignorar.
—Bien —añadió ella viendo que él no respondía—, entonces, me parece que está en un aprieto, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo divertida que puedo llegar a ser, incluso en un aprieto? —añadió.
Mientras, él manipulaba las cuerdas de sus muñecas. Apretadas, pero ya estaban aflojándose. Eludibles.
—Veo lo imprudente que puede ser.
—Algunos me encuentran encantadora.
—No encuentro nada encantador en esta situación —contestó mientras continuaba manipulando las cuerdas, preguntándose qué le llevaba a discutir con aquella charlatana.
—Es una lástima. —Parecía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocurriera qué responder, ella siguió hablando—. No importa. Aunque no lo admita, necesita ayuda y, como está atado y yo soy su compañera de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera perfectamente normal, y desató las cuerdas con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bastante buena con los nudos.
Gruñó su aprobación, estirando las piernas en el reducido espacio cuando se notó liberado.
—Y tiene otros planes para su cumpleaños.
Dudó. Se ruborizó ante aquellas palabras.
—Sí.
—¿Qué clase de planes? —White nunca entendería qué le hacía seguir presionándola.
Los ridículos ojos, de un color imposible y demasiado grandes para su cara, se entrecerraron.
—Planes que, por una vez, no implican arreglar el desastre que lo haya dejado aquí atado.
—La próxima vez que me dejen inconsciente, trataré que sea en un lugar que no se interponga en su camino.
Ella sonrió, el hoyuelo en la mejilla apareció como una broma privada.
—Bien pensado. —Y ella continuó antes de que pudiera responderle—. Aunque supongo que no será un problema en el futuro. Claramente no nos movemos en los mismos círculos.
—Esta noche sí.
Sus labios se convirtieron en una lenta y franca sonrisa, y Whit no pudo evitar perderse en ella. El carruaje comenzó a disminuir la velocidad, y ella apartó la cortina para asomarse.
—Ya casi hemos llegado —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de acuerdo en que ninguno de nosotros tiene interés en que lo descubran.
—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuerdas ya no ejercían presión sobre sus muñecas.
—No puedo arriesgarme a que se vengue. —Negó con la cabeza.
Él se enfrentó a su mirada sin dudarlo.
—Mi venganza no es un riesgo. Es una certeza.
—No tengo ninguna duda al respecto. Pero no puedo arriesgarme a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la manilla de la puerta, hablándole al oído por encima del ruido de las ruedas y de los caballos—. Como he dicho…
—Tiene planes —terminó, volviéndose hacia ella, incapaz de resistir su aroma, como la dulce tentación de una tarta de almendras.
—Sí. —Ella lo miró fijamente.
—Cuénteme su plan y la dejaré ir. —La encontraría.
Esa preciosa sonrisa de nuevo.
—Es usted muy arrogante, señor. ¿Debo recordarle que soy yo quien lo está dejando ir?
—¡Dígamelo! —Su orden sonó ruda.
Vio que algo cambiaba en ella. Vio cómo la indecisión se convertía en curiosidad. En valentía. Y entonces, como un regalo, susurró:
—Tal vez debería mostrárselo.
«¡Dios, sí!».
Ella lo besó, presionando sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inexperto; sabía como el vino, tentadora como el infierno. Le llevó el doble de tiempo liberar sus manos. Quería mostrar a esta extraña y curiosa mujer lo que estaba dispuesto a hacer para conocer sus planes.
Ella lo liberó primero. Notó un tirón en sus muñecas y las cuerdas se soltaron con un ligero chasquido antes de que Hattie retirara los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pequeña navaja en su mano. Ella había cambiado de opinión. Lo había soltado.
Para que pudiera abrazarla. Para reanudar el beso. Sin embargo, como le había advertido, tenía otros planes.
Antes de que pudiera tocarla, el carruaje se detuvo al doblar una esquina, y ella abrió la puerta.
—Adiós.
El instinto hizo que Whit girara mientras caía, agachó la barbilla, protegió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:
«Se está escapando… ».
Chocó contra la pared de una taberna cercana dispersando al grupo de hombres que había delante de ella.
—¡Eh! —gritó uno saliendo a su encuentro—. ¿Todo bien, hermano?
Whit se puso de pie sacudiendo los brazos, echó los hombros hacia atrás, se estiró para comprobar músculos y huesos y se aseguró de que todo funcionaba bien, antes de sacar dos relojes de su bolsillo y ver qué hora era. Las nueve y media.
—¡Vaya! Nunca he visto a nadie recuperarse tan rápido de algo así —dijo el hombre, extendiendo la mano para darle una palmada en el hombro. Sin embargo, se detuvo antes de llegar a su objetivo, cuando los ojos se posaron en la cara de Whit, ensanchándose inmediatamente en señal de reconocimiento. La calidez se convirtió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.
—Bestia…
Whit levantó la barbilla al escuchar su nombre, la realidad lo golpeó.