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Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.

Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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era un medio para un fin.

      Así que… La cama estaba allí.

      «¿Debo acos­tar­me en ella?».

      Eso pa­re­cía bas­tan­te atre­vi­do, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás des­pués de que, meses atrás hu­b­ie­ra bus­ca­do el 72 de Shel­ton Street y hu­b­ie­ra en­gan­cha­do el bir­lo­cho esa noche. A eso se añadía que había cru­za­do cual­q­u­ier límite al besar a un des­co­no­ci­do en el ca­rr­ua­je.

      Por un mo­men­to sal­va­je, no fue un al­mi­ran­te sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te. Con una cara her­mo­sa. Con rasgos per­fec­tos, ojos de ámbar, cejas os­cu­ras y labios que eran más suaves de lo que ella había ima­gi­na­do que podían ser unos labios.

      Se aclaró la gar­gan­ta y apartó esa idea, vol­v­ien­do a la pre­gun­ta en cues­tión. Acos­tar­se sería un error, al igual que sen­tar­se con los to­bi­llos cru­za­dos en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose se­duc­to­ra de algún tipo?

      Argg…, si no había sido se­duc­to­ra en su vida…

      Se situó en la es­q­ui­na menos ilu­mi­na­da de la cama y se re­cli­nó hacia atrás, ro­de­an­do el poste con un brazo para man­te­ner­se firme, de­se­an­do pa­re­cer­se al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma ha­bi­t­ual. Una se­duc­to­ra que co­no­cía sus deseos y sus pre­fe­ren­c­ias. Al­g­u­ien que en­ten­día ex­pre­s­io­nes como «su­ma­men­te mi­nu­c­io­so».

      Y, en­ton­ces, la puerta se abrió y el co­ra­zón latió con fuerza cuando entró una gran figura en­v­uel­ta en som­bras; no lle­va­ba som­bre­ro de al­mi­ran­te ni uni­for­me. Nada tan re­mo­ta­men­te se­duc­tor. Iba ves­ti­do de negro. De pies a cabeza.

      Ya dentro, la luz ilu­mi­nó su rostro per­fec­to con un cálido y dorado res­plan­dor.

      Su co­ra­zón se detuvo y se puso rígida de golpe, per­d­ien­do el eq­ui­li­br­io hasta casi caerse de la cama.

      Él se movía con gracia sin­gu­lar, como si no hu­b­ie­ra estado in­cons­c­ien­te en el ca­rr­ua­je una hora antes. Como si ella no lo hu­b­ie­ra em­pu­ja­do a la calle. Hattie posó la mirada en él, bus­can­do ras­gu­ños o mo­ra­to­nes, do­lo­res o mo­les­t­ias por la caída. Nada.

      —Tú no eres Nelson —dijo, tra­gan­do saliva con di­fi­cul­tad y agra­de­ci­da por la poca luz.

      Él no res­pon­dió. La puerta se cerró a su es­pal­da.

      Es­ta­ban solos.

      Capítulo 4

      En­con­trar­la de­be­ría de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella de­be­ría haber de­sa­pa­re­ci­do.

      Ten­dría que haber sido sido una más entre las miles de mu­je­res, en miles ca­rr­ua­jes, co­rr­ien­do como es­cor­p­io­nes por los rin­co­nes más os­cu­ros de Lon­dres, oculta a la vista de los hom­bres or­di­na­r­ios.

      Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre or­di­na­r­io. Era un Bas­tar­do Ba­rek­nuck­le, un rey de las som­bras de Lon­dres, con de­ce­nas de espías apos­ta­dos en la os­cu­ri­dad, y en su te­rri­to­r­io no ocu­rría nada sin que él lo su­p­ie­ra. Había sido ri­dí­cu­la­men­te fácil para su amplia red de vigías en­con­trar el único ca­rr­ua­je negro que se di­ri­gía hacia la os­cu­ri­dad.

      Lo habían estado si­g­u­ien­do antes de que él se su­b­ie­ra a los te­ja­dos. Ob­tu­v­ie­ron su ubi­ca­ción tan rápido como él pidió la in­for­ma­ción. El car­ga­men­to que con­du­cía había de­sa­pa­re­ci­do, los es­col­tas que habían sido ata­ca­dos es­ta­ban vivos, y sus ata­can­tes se habían es­fu­ma­do. Sin iden­ti­fi­car.

      «Pero no por mucho tiempo».

      Aq­ue­lla mujer lo lle­va­ría hasta su ene­mi­go, un ad­ver­sa­r­io que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le lle­va­ban meses bus­can­do.

      Si Whit estaba en lo cierto, se tra­ta­ba de un ene­mi­go que co­no­cí­an desde hacía años.

      No le mo­les­ta­ba que sus chicos es­tu­v­ie­ran vi­gi­lan­do todas las en­tra­das al burdel. Des­pués de todo, un her­ma­no pro­te­gía a una her­ma­na, in­clu­so cuando la her­ma­na en cues­tión era lo su­fi­c­ien­te­men­te po­de­ro­sa como para poner a una ciudad de ro­di­llas. In­clu­so cuando su her­ma­na se es­con­día de lo único que podía des­po­jar­la de ese poder.

      Whit había en­con­tra­do sin pro­ble­mas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas de­te­ner­se, solo lo ne­ce­sa­r­io para des­cu­brir dónde se en­con­tra­ba aq­ue­lla mujer sin ni si­q­u­ie­ra nom­brar­la. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shel­ton Street se debía a su dis­cre­ción in­fle­xi­ble: guar­da­ban los se­cre­tos de todos y no los re­ve­la­ban a nadie, ni si­q­u­ie­ra a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.

      Por eso no pre­s­io­nó a Zeva. En su lugar, la empujó, ig­no­ran­do cómo se ar­q­ue­a­ron sus cejas os­cu­ras, con si­len­c­io­sa sor­pre­sa. Si­len­c­io­sa por el mo­men­to; Zeva era la mejor de los lu­gar­te­n­ien­tes y sabía guar­dar se­cre­tos…, pero no ocul­ta­ba nada a su jefa. Y cuando Grace, co­no­ci­da en todo Lon­dres como Dahlia, re­cu­pe­ra­ra su le­gí­ti­mo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no du­da­ría en pedir ex­pli­ca­c­io­nes al res­pec­to.

      No había cu­r­io­si­dad tan im­pla­ca­ble como la de una her­ma­na. Pero, por ahora, Grace no lo mo­les­ta­ría. Solo exis­tía la mis­te­r­io­sa mujer del ca­rr­ua­je, con toda la in­for­ma­ción, la última pieza del me­ca­nis­mo de re­lo­je­ría que había estado es­pe­ran­do a po­ner­se en marcha. El último re­sor­te. Ella sabía los nom­bres de los hom­bres que habían dis­pa­ra­do a su car­ga­men­to, de los que habían dis­pa­ra­do a sus mu­cha­chos. Los nom­bres de los hom­bres que es­ta­ban ro­ban­do a los Bas­tar­dos. Los nom­bres de los hom­bres que tra­ba­ja­ban para su her­ma­no de­sa­pa­re­ci­do. Su ene­mi­go. Y ella estaba allí, en el burdel de su her­ma­na, en un te­rri­to­r­io que per­te­ne­cía al propio Whit.

      Es­pe­ran­do a que un hombre la com­pla­c­ie­se.

      Ignoró el tor­be­lli­no de ex­ci­ta­ción que lo re­co­rría al pen­sar­lo y el hilo de irri­ta­ción que lo seguía. Se tra­ta­ba de tra­ba­jo, no de placer. Era el mo­men­to de los ne­go­c­ios.

      La vio nada más entrar, sus ojos la en­con­tra­ron posada en el borde de la cama, aga­rra­da a un poste en la os­cu­ri­dad. Al dejar que la puerta se ce­rra­ra tras él, le con­su­mió una idea sin­gu­lar: allí sen­ta­da, en uno de los bur­de­les más ex­tra­va­gan­tes de la ciudad, di­se­ña­do para fé­mi­nas de gusto exi­gen­te, un burdel que pro­me­tía la máxima dis­cre­ción, aq­ue­lla mujer no podía pa­re­cer más fuera de lugar.

      Debía sen­tir­se como en casa, te­n­ien­do en cuenta que lo había ex­ci­ta­do, que había man­te­ni­do una con­ver­sa­ción con él como si fuera algo com­ple­ta­men­te normal y, luego, lo había arro­ja­do a la calle desde un ca­rr­ua­je en marcha. Des­pués de be­sar­lo.

      El hecho de que se di­ri­g­ie­ra allí pa­re­cía estar en con­so­nan­c­ia


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