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Viajes a los confines del mundo. Денис ДжонсонЧитать онлайн книгу.

Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон


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¿A alguien le importa?

      HIPPIES

      A PESAR DE TODO, presentía que la International podía aguantar un último viaje. Dos de los amortiguadores habían reventado, el bastidor tenía grietas y gran parte del sistema eléctrico no funcionaba. El trasto era de 1970 y llevaba una temporada sin rodar, pero de algún modo presentía que le quedaba un último viaje. Y Joey decía que esa gente a la que había conocido en Austin lo recogería en Long Beach de camino al Encuentro Arcoíris en un bosque nacional del centro-norte de Oregón. Antes lo llamaban el Encuentro de las Tribus: decenas de miles de hippies en un bosque, siete días de Paz y Amor. Más de seiscientos kilómetros hasta mi destino: una distancia seguramente al alcance de la International, que a lo mejor hasta podría cubrir el trayecto de vuelta a casa. Se sentía que le quedaba un último viaje.

      ¡Paz y Amor! En los setenta, aquel tipo alto, enclenque y miserable de Iowa City tenía un póster con el signo de la paz en el que se veía una Y del revés, el símbolo de la paz, a la que con un rotulador le había pintado las aspas de una esvástica y en cuyo lema de Paz y Amor podía leerse ahora: PAZ EN LA ACCIÓN/AMOR AL DINERO. Jamás lo olvidaré… Yo, que tanta paz y tanto amor he tenido, y que nunca he acabado de creer ni en una cosa ni en la otra.

      El Misterioso Mensaje Mágico para ir al Arcoíris me había llegado a través de un par de personas, no solo de Joey y nuestro pasado adolescente. Mike O, un amigo mío del norte de Idaho, llevaba tiempo insistiéndome para que fuera. Mike O, la viva imagen de míster Natural: Mike el Descalzo, Mike el Subterráneo, uno de los originales, ya casi sesentón; su pelo blanco no ha visto una tijera ni un peine desde sus años mozos y su barba blanca parece dotada de vida propia. ¿En qué momento nos hicimos tan viejos? Seguramente la culpa la tiene todo ese tiempo que estuvimos riéndonos de nuestros mayores.

      ¿Cuánto hacía que no veía a Joey? Él y yo nos habíamos pegado juntos nuestro primer viaje de ácido: Carter B y él, y yo y Bobby Z. Con Carter llevábamos casi treinta años sin vernos. Con Joey, desde… buf, desde el 74. Yo ese verano estaba con Miss X. Bobby Z y Joey se presentaron en aquella caja calorífica donde vivíamos, situada en una segunda planta. Me debían una visita intempestiva, por lo menos Joey, ya que Bobby y yo habíamos invadido su casa dos años antes, cuando vivía en las laderas de Hollywood y estudiaba —o quizá ya trabajaba— para ser una especie de peluquero.

      —¿Qué queréis? —dije al abrir la puerta—. Aquí no podéis quedaros.

      El piso solo tenía un dormitorio, una cocina del tamaño de un baño y un baño del tamaño de un armario. Y no había armarios.

      Miss X y yo siempre estábamos a la gresca. Cada vez que alguien llamaba a la puerta teníamos que dejar de gritar y poner buena cara.

      —Es que estamos economizando espacio —dije cuando vi quién era esta vez.

      —Se nota —dijo Bobby.

      Joey tenía el estuche de la guitarra de pie a su lado y el brazo apoyado encima, como si fuera un hermano pequeño. Miss X estaba detrás de mí, resollando fatigosamente y con el rímel corrido por las mejillas, radiante de lágrimas y furia, con las pestañas húmedas como estrellas a punto de estallar.

      Resumiendo: tres o dos o una semana más tarde monté una escena durante la cual lancé vagas acusaciones que obedecían sobre todo al calor de agosto. La cosa terminó con Bobby Z y Joey dirigiéndose al norte, hacia Minnesota, llevándose con ellos a Miss X.

      Yo estaba ocupado rasgando el estor de la ventana con un par de tijeras cuando bajaron por la escalera de atrás, y no volví a ver a Bobby hasta hace cinco años, en Virginia, enfermo en su lecho de muerte; a Joey no lo he visto desde entonces.

      Tiene gracia, pero Joey me llamó anoche desde Huntington Beach —dos años después de este viaje con los hippies que me propongo describir— nada más que para saludar, en parte, y en parte porque su banda se ha separado y se ha metido en Alcohólicos Anónimos y ha empezado a medicarse para la depresión y necesita un sitio donde quedarse, porque no tiene casa. Mencionó que había recibido noticias de Carter B. Carter le dijo que tiene hepatitis C y que cree que a lo mejor yo también, porque debió de pillarla tiempo atrás, cuando compartíamos agujas de chavales. Yo me encuentro bien. No me siento enfermo. Pero tiene gracia. Pueden pasar treinta años, y las decisiones del pasado nunca dejan de amenazarnos.

      La International pincha un neumático en Hanford, Washington. En el asfalto hace tanto calor que se me embota la cabeza y me olvido de volver a poner las tuercas después de cambiar la rueda, con lo que la llanta se suelta y se pasa un buen rato rajando la goma, hasta que me doy cuenta de lo que está ocurriendo, me paro en el arcén y me veo obligado a empujar el trasto durante casi un kilómetro hasta que encuentro un garaje donde puedan arreglar el estropicio. El caso es que la camioneta todavía funciona. Cuando llego a las montañas, empiezo a alegrarme por haber aceptado. Nuestros vehículos, nuestros poblados y nuestro comercio parecen miniaturas a la sombra de estas montañas… ¿ERES LIBRE?: una furgoneta Volkswagen con matrícula de Minnesota en la población de Mitchell, de una sola calle, no lejos del Bosque Nacional Ochoco. Cinco jóvenes veinteañeros y un perro, repostando.

      El extremo oriental del bosque Ochoco parece bastante tranquilo, un buen ejemplo de la administración pública de la naturaleza: carreteras estrechas con el asfalto intacto y zonas llanas de acampada repartidas a los lados. La web del Encuentro Arcoíris incluye un mapa para llegar a la zona más salvaje de la montaña, donde una pista de tierra conduce hasta una nube de polvo donde cientos de camionetas, furgones y pequeños turismos destartalados han estacionado siguiendo las indicaciones de un grupo de jóvenes piratas de asilvestrado aspecto que se resguardan, con sus radios de mano, bajo un toldo de plástico y una bandera sucia e ilegible. Incluso aquí, donde los asistentes esperan a que las furgonetas-lanzadera los trasladen montaña arriba hasta el lugar del encuentro, o donde se echan las mochilas al hombro para emprender el ascenso a pie, vestidos todos con las cenizas de sus mejores prendas, largas faldas y camisetas desteñidas, como los hippies de hace treinta años, incluso aquí reina una especie de anarquía tercermundista: el cobertizo de postes y lonas, la gente con los ojos brillantes, los que se echan por el suelo, los que caminan sin rumbo, las explosiones repentinas de locura, solo que esta es una locura más alegre y festiva que furiosa o violenta. La lanzadera pasa por varios controles donde unos hippies con aire autoritario y circunspecto se aseguran de que nadie, por pereza, suba con su propio vehículo e impida el paso a otros. Pasamos el primer campamento, el Campamento A, el único lugar donde se permite el alcohol, si bien esta limitación es de carácter voluntario y nadie está dispuesto a velar por que se cumpla. Pasamos más campamentos con tipis, tiendas de campaña, cabañas hechas con ramas y lonas de plástico, y llegamos a un cartel de BIENVENIDOS A CASA que se alza al inicio de un sendero. El sendero conduce a una zona de claros y arboledas adonde un ejército de hippies, nadie sabe exactamente cuántos, han ido a celebrarse a sí mismos, básicamente, al menos por ahora, vagando de un lado para otro, sendero arriba y sendero abajo, paseándose por las cocinas instaladas bajo una serie de toldos caseros y marquesinas de tela que hacen las veces de centro de reparto de alimentos, donde quienes desean dar sirven a quienes necesitan tomar. Mike O me ha aconsejado que me lleve una gran taza esmaltada, una cuchara y un saco de dormir: para gorronear con confianza no hace falta más. Aquí el dinero no cambia de manos, o por lo menos esa es la idea, todo funciona a base de trueques. De todos modos, llevo un par de cientos de dólares en el bolsillo, pues es posible que a Joey y a mí nos dé por pillar hongos para alcanzar juntos algún tipo de comunión espiritual por la vía de los agentes químicos exóticos, como en los viejos tiempos, y la gente dirá lo que quiera pero yo nunca he visto a nadie que dé droga a cambio de nada que no sea sexo o dinero contante.

      Las cifras que se oyen varían considerablemente y para todo hay once opiniones distintas: que si estamos a 1.200, a 2.000 o a 2.400 metros de altitud. En cuanto a los asistentes, se habla de entre 10.000 y 50.000 personas. En fin, pongamos algo más de diez mil hippies deambulando por la América deshabitada, como hacíamos en Telegraph Avenue, en Berzerkely hace casi treinta años. ¡Sí! ¡Siguen igual! Siguen moviéndose y buscando, rastreando las avenidas a por amistades fugaces y buenos subidones, curtidos y sucios y demacrados, los mayores


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