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Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia JamesЧитать онлайн книгу.

Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James


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de pensar, alargó la mano para buscar lo que más oculto estaba y sonrió al ver cómo la joven arqueaba la espalda. Desde luego era una cortesana con ciertas habilidades, tenía que reconocerlo, pero sus músculos estaban más cerrados de lo que deberían estarlo los de una prostituta. Con un cuidado que a él mismo le sorprendió comenzó a acariciarla con el objetivo de que su placer fuera similar al suyo propio y que su cópula fuese algo completamente distinto al encuentro rápido y animal que seguramente Beraud tenía en mente. Cerró los ojos para no ver los afeites de su profesión y su falsa peluca, y fácilmente consiguió imaginarse otras cosas… cosas que eran ciertas y buenas y que pertenecían a un mundo que antes era suyo, antes de que sus pecados lo cambiasen.

      Voló a aquel momento, años de vida en París concentrados en sus manos, acariciando con cadencia y vigor, buscando su respuesta, provocándola, empujándola a alzar las caderas.

      Algo le estaba pasando, algo pavoroso, exquisito y carnal. Ya no podía seguir inmóvil y tensa cuando todas las fibras de su ser gritaban de necesidad.

      Mal. Todo aquello estaba mal, pero una fuerza incontenible la arrastraba.

      Más. Quería que se moviera más, que llegara más dentro, y no pudo contener el gemido que se le escapó entre los labios ni el pálpito de su piel donde él la tocaba. Un maestro interpretando música en su cuerpo, borrando la rigidez del miedo y reemplazándolo con serenidad y deseo. Todo. Sin retener nada. Rendición incondicional.

      —Sh…

      Intentaba mantenerla inmóvil, pero ella no podía calmarse, necesitaba llegar al final de su necesidad.

      «No os detengáis».

      Con los ojos cerrados se dejó llevar por la sensación que desbarataba todo lo demás, abandonándose a la exigencia que la hundía en el colchón y que le arrancaba la vida y el honor.

      La sintió culminar, sintió que sus músculos le rodeaban espesos por el éxtasis, sin aliento. ¡Agotada y repleta!

      Ahora era suya. Dios, Beraud le había medido bien, pensó mientras se desabrochaba los pantalones y se preparaba para montarla. Estaba húmeda y lista, entregada a él de una manera que despertaba un apetito insaciable en él. Se colocó sobre sus piernas abiertas y abrió sus labios para penetrarla.

      El calor del interior de su cuerpo le llegó hasta el alma misma, pero tropezó con una barrera que de ninguna manera había esperando descubrir allí.

      ¿Virgen?

      La noción fue como un fogonazo que no sirvió para detenerle, aunque lo hubiera pretendido, y la semilla que casi nunca depositaba en mujer alguna se derramó caliente en su vientre.

      Una prostituta virgen. Un engaño. Sus pensamientos despertaron al salir de ella, dejando el líquido de su sexo sobre su piel.

      La muchacha se había vuelto de costado con los ojos cerrados en lánguido abandono, que en él iba cobrando visos de ira. La corrupción de una inocente le hizo maldecir.

      ¿Quién diablos era aquella mujer? ¿Quién demonios le había hecho algo así… a él, y a ella?

      Dios bendito… después de llevar años trabajando para los servicios de inteligencia, ¿era capaz de caer en algo así? Una oleada de culpa y arrepentimiento le sacudió al comprender que no había contado con el consentimiento sagrado en cualquier relación. Él jamás había empleado la fuerza para yacer con una mujer y la virginidad era un don que debía protegerse y entregarse con pleno conocimiento. Volvió a maldecir, insultando a Beraud por haberle enviado una prostituta virgen y empapada en coñac que desconocía por completo aquel negocio.

      Más preguntas acudieron a su mente al ver brillar de pronto un medallón en la almohada, un colgante de oro que había quedado al descubierto al retirarse el cabello. Se lo quitó del cuello y acudió con él a la luz, y de inmediato supo que el pasado acababa de darle caza.

      Engañado. Expuesto. Otro eslabón de la cadena que le ataba allí, lejos de la buena sociedad y marcado para siempre por la vergüenza.

      Eleanor sintió que flotaba en un extraño desequilibrio y abrió las manos para agarrarse a la sábana blanca sobre la que descansaba.

      Desnuda. Estaba desnuda, aunque tal consideración no era nada comparada con la certeza absoluta y repentina de lo que había ocurrido. Seguía manteniendo los ojos cerrados y deseó no volver a abrirlos jamás.

      —Sé que estáis despierta —oyó decir en francés.

      A pesar de no querer hacerlo, volvió la cabeza.

      —¿Por qué llevabais esto?

      Lo encontró sentado en una silla con las piernas estiradas delante y el medallón de su abuelo colgando de los dedos. El labrado del metal reflejaba la luz de la vela y creaba un arcoíris en el techo. Tenía los pantalones y la camisa desabotonados, y a pesar de la situación no pudo dejar de contemplar la imagen nueva para ella del pecho de un hombre.

      Retazos de lo ocurrido en la última hora le llegaban a la memoria y sintió que las mejillas le ardían, y aunque le vio mirar la unión de sus piernas supo que el único sentimiento que provocaba en él en aquel momento era ira.

      —¿Quién diablos sois?

      Una ramera. ¡Habían hecho de ella una ramera!

      Cristo le puso una mano en el estómago y a pesar de todo, a pesar del espanto de aquella situación, sintió que todas las fibras de su ser volvían a despertarse con aquel gesto.

      —Pero ser una mujer sin experiencia os mostráis sorprendentemente bien dispuesta.

      Eleanor volvió la cara. Desde lo que debía ser la planta baja llegaban gritos, copas que caían sobre superficies duras a resultas de la embriaguez.

      Un burdel.

      Estaba en la cama de un burdel con el hombre que la había desflorado.

      Una lágrima solitaria se deslizó por la mejilla y fue a desaparecer en el terciopelo burdeos de la almohada. Su ristra de maldiciones en francés le confirmó que él también lo había visto.

      ¿Lady Eleanor Bracewell-Lowen? Inglaterra y el rancio mundo de la buena sociedad quedaban lejos, muy lejos de allí.

      Dos

      —¿Quién sois? —repitió Cristo, sosteniendo el medallón en la mano y con la voz incierta. Detestaba el miedo que estaba viendo en su rostro. Ojalá la hubiera dejado allí y se hubiera limitado a salir hasta que se marchara. Pero la vida había dejado de ser sencilla para él. Beraud se la había llevado. ¿Y si aquella mujer sabía algo de su pasado? Durante años había mantenido a salvo sus secretos, pero tras haberse apoderado de su doncellez sentía que le debía algo.

      Pasó otro minuto y otro más, pero ella seguía sin hablar, y la furia goteaba como el pus de una herida infectada.

      Decidió valorar sus opciones.

      No parecía dispuesta a hablar y él ya no sentía necesidad de conseguir que lo hiciera. Temblaba porque el fuego se había apagado hacía rato y el frío de aquellos primeros días del noviembre parisino se había colado en su cámara.

      Desplegó un edredón de plumas de ganso que tenía en una silla y la cubrió con él. Un pie se le quedó fuera y lo cubrió.

      Las primeras luces del alba empezaban a despejar la habitación y las campanas del Sacré Coeur reverberaban en aquellas almas que aún creían en la bondad de Nuestra Señora. Rascó una cerilla para encender un puro y sus volutas de humo ascendieron por la rácana claridad, otro recordatorio más de en qué se había convertido.

      —Mon Dieu, et quel bordel tout ceci.

      «Dios mío, en qué lío de mil demonios estoy metido».

      Vio que el edredón se movía. La joven intentaba incorporarse.

      —¿Seríais tan amable de darme algo


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