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Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия ГейтсЧитать онлайн книгу.

Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс


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cierto es que ya me he acostumbrado a que me laceres con tu deliciosa lengua. Espero que no la controles nunca.

      –Si estás cerca, eso es físicamente imposible.

      Él se rio e hizo algo aún más inquietante. Le agarró una mano y se le llevó a los labios.

      Esos labios que la habían esclavizado con su posesión, que le habían enseñado la pasión y el placer que era capaz de experimentar su cuerpo. Ella apartó la mano como si la hubiera abrasado.

      –No sé a qué estás jugando…

      –Ya te he contado mi plan de juego –paró el coche y, serio, se volvió hacia ella–. Pero he tomado una decisión. Ya no me importa cómo empezara esto, solo me importa lo bien que me siento contigo. Me revitalizas. Cada una de tus palabras y miradas me da vida, y no pienso ocultarlo. Olvida por qué llegamos a esto…

      –Porque me chantajeaste.

      –… y permítete disfrutar, no lo controles ni te obligues a ocultarlo.

      –Es fácil para ti decirlo y hacerlo. No te han amenazado con meter en prisión a tu familia ni te retienen como rehén un año.

      –Eres mi pareja en un proyecto destinado a servir a mi país –la mirada se le suavizó–. Me ayudarás a acortar su distancia con el mundo para beneficiar a súbditos de generaciones venideras. Eres la prometida a quien llevo en un viaje sorpresa. Haré cuanto pueda para que lo disfrutes.

      –Esa es la fachada que oculta la fea verdad –dijo ella. Se le cerró la garganta.

      –Es la verdad, si dejas de lado los aspectos negativos.

      –¿Aspectos negativos? Bonito eufemismo para hablar de extorsión –dijo ella.

      –¿Te casarías conmigo si saco a tu familia de la ecuación? –preguntó él, pensativo.

      –¿Insinúas que podría decir que no y no los denunciarás?

      –Sí –afirmó él con expresión seria.

      –¿Es un truco para tranquilizarme? ¿Para que deje de ponértelo tan difícil como te mereces? ¿Para que deje de resistirme y acabe en tu cama?

      –Sí. No. Sin duda –al ver su confusión, se explicó–. No quiero que dejes de pincharme, estoy disfrutando tanto que he comprendido cuánta falta me hacía. Y desde luego, anhelo tenerte en mi cama –la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia su cuerpo cálido y duro, deleitándola con su aroma–. Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para que corras a ella como solías hacer.

      –¿Incluso si implica no usar tu baza ganadora? ¿Cómo puedo estar segura de que no dañarás a mi familia si digo que no?

      –¿Cómo estabas segura de que no lo haría después de que dijeras que sí? Supongo que tendrás que confiar en mí.

      –No lo hago –ya había confiado en él antes y sabía bien adónde la había llevado eso.

      –Entonces, estamos en paz.

      Ella se preguntó qué quería decir con eso. Pero antes de que pudiera expresar su desconcierto, la apretó contra sí y tomó su rostro entre las manos.

      –No digas nada ahora. Olvidémoslo todo y dejémonos llevar. Deja que te regale esta noche.

      Las palabras reverberaron entre ellos, dando al traste con la resolución de Glory. Los labios de él estaban muy cerca, intoxicándola. Odiaba anhelar su sabor, pero el deseo la estrangulaba. Bastaría con tocarlo para llenar el vacío que la desgarraba.

      Pero no pudo hacerlo. Estaba paralizada. Vincenzo le había dado la opción de dar el primer paso y no se la quitaría. Justo cuando ella habría necesitado que lo diera él. Típico, siempre hacía lo opuesto de lo que ella deseaba. Eso la irritó.

      Él, captando que no sería tan fácil conseguir un alto el fuego, le pasó un dedo por los labios y se apartó. Bajó del coche y fue a abrirle la puerta.

      Se quedó boquiabierta al comprobar que estaba junto a un enorme avión que parecía una gigantesca ave de presa. Subieron la escalerilla y, una vez dentro, se quedó atónita. Había estado en otros aviones privados, pero palidecían en comparación con ese.

      –Está claro que no te importa gastar unos cientos de millones extra cuando buscas el lujo –le espetó con sarcasmo.

      –Viajo mucho, con empleados. Celebro reuniones a bordo. Necesito espacio y comodidad.

      –Así que necesitas un castillo más en el cielo para solventar ambas necesidades, ¿eh? –rezongó ella con desdén.

      –¿Consideras el de mi familia el primero de los de tierra firme?

      –Y el segundo es tu futurística sede en Nueva York. No me extrañaría descubrir que tienes una estación espacial y un par de pirámides. Espera… –sacó su teléfono móvil.

      –¿Qué estás haciendo? –tiró de ella, apretándola contra su costado.

      –Calcular a cuántos miles de niños podría alimentar, vestir y educar durante años el coste de este enfermizo y flagrante símbolo de estatus.

      –¿Llegaré alguna vez a adivinar lo que vas a decir a continuación? –soltó una carcajada. Aún riendo, la condujo hasta una escalera de caracol que llevaba a la cubierta superior–. ¿Así que el avión te parece demasiado pretencioso? ¿Un derroche que tendría que haber destinado a buenas causas?

      –Cualquier «artículo» personal cuyo precio sea tan largo como un número de teléfono es un derroche que oscila entre lo ridículo y lo criminal.

      –¿Aunque lo utilice para ganar millones de dólares, que destino a beneficiar a la humanidad?

      –¿Fomentando la investigación, protegiendo el medio ambiente y creando puestos de trabajo? Ya. Olvidas mi experiencia laboral. He oído todos los argumentos. Y conozco los beneficios fiscales.

      –Empezaste trabajando conmigo, sabes que no me dedico a esto para ganar dinero o alardear de poder y estatus.

      –¿Ah, sí? La experiencia me ha demostrado que no sé nada de tu auténtico yo.

      Sin contestar, él abrió una puerta pulsando un dispositivo de reconocimiento de huellas digitales. Tras ella había una suite privada, pura opulencia.

      La llevó a uno de los sofás de cuero tostado e hizo que sentara con él.

      Se centró en observar la luminosa sala. Una puerta doble conducía a lo que debía de ser un dormitorio. Sintió una especie de descarga eléctrica de mil voltios. Era el roce de su dedo en su mejilla.

      –En cuanto a mi «auténtico yo», como tú lo llamas, si insistes en que no lo conoces, intentaré rectificar –se hundió más en el sofá. Sus rostros estaban tan cerca que ella podía perderse en el color increíble de sus ojos–. El auténtico yo es un pazguato que nació en una familia real y heredó montones de dinero. No ha derrochado esa fortuna gracias a los profesores que encaminaron su investigación y recursos al desarrollo de productos e instalaciones generadoras de dinero. Él nunca tuvo el temperamento ni el deseo de convertirse en un magnate corporativo.

      –Sin embargo, «él» se convirtió en uno, despiadado como el que más –denunció ella, aunque, a su pesar, sonó casi como un halago.

      –«Él», se descubrió siéndolo. Refuto que sea despiadado. Aunque gana mucho dinero, no es adoptando prácticas desalmadas. Simplemente, los métodos que le enseñaron son eficaces.

      –Nadie podría haberte ayudado a ganar un céntimo, y menos una fortuna, si no hubieras descubierto algo ingenioso y de utilidad mundial.

      –Y no habría conseguido convertirlo en realidad sin las enseñanzas de esas personas.

      A ella se le aceleró el corazón al recordar. Ella había insistido en educarlo respecto a las consecuencias del éxito y la necesidad


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