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Hermanas de sangre. Тесс ГерритсенЧитать онлайн книгу.

Hermanas de sangre - Тесс Герритсен


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se dirigía ya hacia la salida. «Huye de mí, como siempre —pensó ella—. Y ahora se ha enfadado. ¿Por qué siempre acaba siendo mía la culpa?»

      Bart y ella le siguieron hasta el coche. Dwayne, en cuclillas junto a la rueda posterior derecha, sacudía la cabeza.

      —¿Te puedes creer que no se haya dado cuenta de esto? —le preguntó sorprendido a Bart—. ¡Mira esta rueda! ¡Ha destrozado el jodido neumático!

      —Oye, a veces ocurre —dijo Bart, y dirigió a Mattie una mirada de comprensión—. Escucha, le pediré a Ed que le ponga una nueva. No es ningún problema.

      —¡Pero mira la llanta! La ha echado a perder. ¿Cuántos kilómetros crees que habrá conducido de esta manera? ¿Cómo puede alguien ser tan lerdo?

      —Vamos, Dwayne —dijo Bart—. No es tan grave.

      —No me di cuenta —protestó Mattie—. Lo siento.

      —¿Y has conducido así desde la consulta del médico? —Dwayne la miró por encima del hombro, y la rabia que ella advirtió en sus ojos la asustó—. ¿Soñabas con las musarañas o qué?

      —Dwayne, no me di cuenta.

      Bart dio una palmadita en el hombro de Dwayne.

      —Quizá sea mejor relajarse un poco, ¿no crees?

      —¡No te metas en lo que no te importa! —le espetó Dwayne.

      Bart retrocedió con las manos levantadas en señal de sumisión.

      —Está bien, está bien.

      Dirigió una rápida mirada a Mattie, una mirada que decía «buena suerte, querida», y se largó.

      —No es más que una llanta.

      —Debes de haber levantado chispas por toda la carretera. ¿Cuántas personas crees que te habrán visto conduciendo así?

      —¿Y eso qué importa?

      —¡Dios! Es un BMW. Al conducir un coche como éste, transmites una imagen. La gente que ve este coche espera que el que lo conduzca sea un poco espabilado, algo más que un simple aficionado. De manera que cuando vas por ahí circulando sobre una llanta, echas a perder esa imagen. Haces que los demás conductores de un BMW se sientan mal. Y haces que yo me sienta mal.

      —Es sólo una llanta.

      —¡Deja ya de repetirlo!

      —Pero es que es así.

      Dwayne soltó un bufido de fastidio y se puso en pie.

      —Me rindo.

      Mattie reprimió las lágrimas.

      —No es por la llanta, ¿verdad, Dwayne?

      —¿Qué?

      —Esta discusión es por nosotros. Algo va mal entre nosotros. El silencio de él no hizo más que empeorar las cosas. No la miró; dio media vuelta para encararse con el mecánico que se les acercaba.

      —Eh —gritó el operario—. Ha dicho Bart que me acerque a cambiar esa rueda.

      —Sí, encárgate de esto, ¿quieres?

      Dwayne se calló. Había trasladado su atención a un Toyota que acababa de entrar en el aparcamiento. Un hombre bajó del coche y se quedó mirando un BMW. Se inclinó para leer el adhesivo del concesionario en la ventanilla. Dwayne se alisó el cabello, de un tirón se ajustó la corbata e hizo el amago de dirigirse al nuevo cliente.

      —Dwayne —le interrumpió Mattie.

      —Tengo un cliente.

      —Pero yo soy tu esposa.

      Su marido se volvió con brusquedad y le dirigió una mirada llena de odio.

      —No sigas por ahí. Déjalo ya, Mattie.

      —¿Qué tengo que hacer para llamar tu atención? —gritó ella—. ¿Comprarte un coche? ¿Es eso lo que hace falta? Porque no conozco otra forma. —La voz se le quebró—. No conozco otro sistema.

      —Entonces quizá debieras desistir de intentarlo. Porque yo no veo razón para que insistas.

      Ella le miró mientras se alejaba. Le vio detenerse un segundo para cuadrarse de hombros y adoptar una sonrisa. De repente, su voz surgió cálida y amistosa al saludar al nuevo cliente en el aparcamiento.

      —¿Señora Purvis? ¿Señora?

      Mattie parpadeó y se volvió hacia el mecánico.

      —Necesito las llaves del coche, por favor. Para meterlo en el garaje y montar esa rueda. —Le tendió la mano manchada de grasa.

      Sin decir palabra, ella le dio la llave; luego se volvió a mirar a Dwayne, pero él ni siquiera la miró. Como si fuera invisible. Como si no fuera nadie. Apenas recordaba el viaje de regreso a casa.

      De repente se encontró sentada ante la mesa de la cocina, todavía con las llaves en la mano y la correspondencia del día apilada delante de ella. Encima estaba la factura de la tarjeta de crédito, dirigida al señor y la señora Purvis. Señor y señora. Se acordó de la primera vez que la llamaron señora Purvis y de la alegría que experimentó al oír ese nombre. Señora Purvis, señora Purvis...

      «Señora Nadie».

      Las llaves resbalaron al suelo. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. Lloró mientras la criatura que llevaba dentro le daba patadas, lloró hasta que le dolió la garganta y las lágrimas empaparon el correo.

      «Quiero que vuelva a ser el de antes. Cuando me amaba.»

      A través de la confusión de los sollozos oyó el chirrido de la puerta. Procedía del garaje. Levantó la cabeza y la esperanza se le expandió por el pecho.

      «¡Está en casa! ¡Ha venido para decirme que se arrepiente!»

      Se levantó con tal celeridad que volcó la silla. Medio mareada, abrió la puerta y entró en el garaje. Desconcertada, pestañeó en la penumbra. El único coche aparcado en el garaje era el suyo.

      —¿Dwayne? —llamó.

      Una franja de luz solar le dio en los ojos. La puerta que conducía al patio lateral estaba abierta de par en par. Cruzó el garaje para cerrarla. Acababa de empujarla cuando oyó pasos a su espalda. Se quedó petrificada, mientras el corazón le latía desbocado. Y en aquel preciso instante comprendió que no estaba sola. Se volvió y, mientras lo hacía, la oscuridad salió a su encuentro.

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