En un lugar de Argentina de cuyo nombre no quiero acordarme. Eduardo Héctor Hernández CabreraЧитать онлайн книгу.
El destino quiso que encontrara un amigo para compartir luego una dolorosa experiencia.
Pese a que una gran parte de sus habitantes se han exiliado como consecuencia de la dictadura, Uruguay conserva aún características de su reciente pasado democrático liberal.
La institución familiar tradicional no ha sido destruida y la juventud presenta rasgos típicos de modelos basados en el afecto y la estabilidad familiar, propia de un país que fue estable política y socialmente. La población no tiene hábitos consumistas, pues las empresas multinacionales eligieron países más ricos como Venezuela, Brasil y Argentina para desarrollar sus mercados o más pobres como Colombia, Centroamérica y Bolivia para implantar sus lacras.
Uruguay mantiene a grandes rasgos su carácter agroexportador y un buen nivel cultural, logrado en las épocas en las que se lo conocía como la Suiza de América.
El uruguayo medio está muy apegado a sus raíces y a sus hobbies: leer, pintar, hacer artesanías y escribir.
Entre sus vicios, se cuentan a lo sumo fumar algún tabaco fuerte y económico, tomar cañita brasileña de cuando en cuando y tomar mate, infusión que tiene el carácter de bebida nacional.
En Uruguay, no es común la droga. Es una sociedad pequeña, con códigos sociales fuertes, donde aún es importante la opinión del vecino y de la comunidad.
Cualquier persona que me conociera realmente, se habría reído bastante si le hubieran comentado que se nos acusaba de traficar con drogas.
Sin embargo, esto que parece tan ridículo para los que nos conocen fue lo que efectivamente sucedió.
En 1980, yo tenía 24 años. Me faltaban aún dos años para licenciarme como arquitecto. Estaba quizá, sin saberlo, en un momento crítico de mi vida. Aún vivía con mis padres y, pese a mi relativa independencia económica, pues trabajaba en el sector de la arquitectura desde el comienzo de mi carrera, aún no había crecido lo suficiente como para superar la barrera que separa la adolescencia de la edad adulta.
No tenía objetivos ni proyectos propios claramente definidos. Mi vida sentimental transcurría sin excesivo entusiasmo.
Afectivamente, vivía un poco de prestado: mi vida se reducía a la casa de mis padres, mis hermanos y mis sobrinos.
Mi relación de pareja, iniciada al comienzo de la vida universitaria, estaba desgastándose poco a poco, sin que yo fuera demasiado consciente de ello, y finalizaría definitivamente dos años después.
Mis viajes constituían quizá el único espacio propio de mi vida. En ellos, reflexionaba, observaba costumbres diferentes, me separaba un poco del etnocentrismo familiar y crecía. Por suerte para mis ganas de viajar, se vivía una época de relativo auge económico que, aunque ilusorio, me permitía cada tanto realizar mis aspiraciones viajeras.
Luego de estudiar Historia Colonial en América, me quedé fascinado con conocer Perú y su cultura precolombina.
Un grupo de la facultad organizaba un viaje por Perú. Yo me uní en forma independiente. Salí a dedo desde La Teja, junto con mi pareja, un poco a regañadientes, ya que tenía más ganas de viajar solo. Llegamos a Gualeguaychú y luego continuamos en tren.
Entramos por La Paz (Bolivia) y luego nos dirigimos hacia el lago Titicaca para llegar a Perú desde el sur. En La Paz, nos encontramos con gente de la generación de 1975 de la Facultad de Arquitectura de Uruguay.
La zona de Cuzco y Machu Picchu fue la más importante de nuestro viaje. Ahí conocimos a los hermanos Flores de Lima, a Masatoshi Hiroura de Japón y a Fernando Altshul de Buenos Aires.
Luego que el grupo retornó, yo fui con Fernando a Lima a la casa de los Flores.
Una vez que Fernando regresó a su casa de Buenos Aires, viajé, ya en solitario, hacia el norte a Chavín de Huántar. Luego regresé a Lima y de ahí hacia el sur para visitar Arequipa. Desde ahí, continué hacia Puno, donde, poco después, conocí a Eduardo, quien sería mi último compañero de ruta.
El viaje fue hermoso. Desde comer ceviche (pescado crudo preparado con ajo, cebolla, tomate y abundante limón) obtenido directamente de las aguas del Pacífico hasta sentir la inmensidad ancestral de Machu Picchu y las casas brillando al sol con el fondo del Illimani en La Paz, toda la naturaleza maravillosa. En contraste, el paisaje humano era desolador. Los descendientes del inca poblaban aquellas tierras ricas en minerales, viviendo en la más absoluta pobreza.
Mis ojos de uruguayo de clase media miraban asombrados: al lado de los más modernos automóviles extranjeros, las cholas de piel marrón rojizo como la tierra, con sus rostros inmutables e inexpresivos, podían estar tres horas esperando el próximo ómnibus, sentadas sobre la bolsa de papas que irían a vender al mercado.
Estaba empezando a conocer el verdadero rostro de América Latina, una cara que, de tanto sufrimiento, había terminado por convertirse en una máscara inescrutable que, casi sin pestañear, miraba el paisaje sabiendo que ya no le pertenecía.
Viajando por el altiplano, las penurias de Uruguay me parecían de juguete.
Uruguay, con su clase media en decadencia, su democracia perdida, junto con sus ridículas pretensiones de Suiza latinoamericana, y el hambre que comenzaba a golpear muchas puertas, era el comienzo del sufrimiento.
El altiplano era el sufrimiento definitivamente instalado, con todas las fuerzas, la ausencia de proyectos de futuro, la carencia de presente y los recuerdos ancestrales de un remoto pasado en el que la miseria y la humillación habían comenzado un día para quedarse luego, aparentemente, para siempre.
Cuando empecé mi viaje, había cobrado recientemente 1000 dólares por un trabajo de arquitectura y proyectaba que me duraran dos meses.
Llevaba ropas livianas y de abrigo apropiadas para afrontar los cambios de temperatura característicos de la cordillera de los Andes. Iba con muchas ganas de disfrutar con alegría y libertad de mi nueva aventura. Para mi desgracia, también llevaba en mi equipaje un frasco con un polvo blanco de acción digestiva, comprado por mi madre en una conocida farmacia de Montevideo. Yo no sufría de problemas digestivos y mis neuronas funcionaban lo suficiente como para que, en cualquier eventualidad, yo mismo hubiera podido comprar un producto similar.
Pero era necesario para mi madre demostrar sus cuidados más allá de las fronteras, por lo que decidió que el mencionado frasquito fuera parte indispensable de mi equipaje (siempre tan previsora mi querida madre, aunque no tanto como para imaginarse esta situación en la que estoy sumido).
Madre no hay más que una, como dijo Woody Allen, si hubiese dos, uno no contaría el cuento.
Con mi típica comodidad (bien cara me iba a salir esta vez), acepté el frasquito, abrigos, sugerencias, consejos y despedida. Emprendí raudo el camino con mis sueños y mis culpas a cuestas. En la familia, yo era el que estaba destinado a cumplir los sueños que los demás no habían alcanzado. Ya se había proyectado que yo iba a convertirme en un próspero profesional y que iba a viajar, con la condición de que luego transmitiera mis experiencias y colmara todas las expectativas de aquellos que no lo habían hecho.
Si llegaba a olvidarlo, allí estaría mi madre para encargarse inmediatamente de recordármelo.
Así estaban establecidas las cosas y, por el momento, yo no parecía desconforme ni intentaba cambiarlas.
Pasados dos meses de haber salido de Montevideo, cuando ya viajaba solo por Perú, conocí a Eduardo, compatriota y compañero de desgracia.
Luego de intercambiar el clásico saludo y descubrir que ambos habíamos nacido no solo en el mismo país, sino en el mismo departamento geográfico, descubrimos también una gran afinidad en nuestro gusto por los viajes y apreciar hábitos y costumbres diferentes a las que nos habían inculcado en nuestro país.
Contentos de iniciar nuestra amistad, decidimos iniciar también juntos el viaje de regreso a Uruguay, pasando primero por Argentina.
Eduardo