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Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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en las Antillas. El de la casaca azul y el rollo de documentos es Sir William Baskerville, presidente de los comités de la Cámara de los Comunes en tiempos de Pitt.

      —¿Y el que está frente a mí, el partidario de Carlos I con el terciopelo negro y los encajes?

      —Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es la causa de nuestros problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso en movimiento al sabueso de los Baskerville. No es probable que nos olvidemos de él.

      Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.

      —¡Caramba! —dijo Holmes—, parece un hombre tranquilo y de buenas costumbres, pero me atrevo a decir que había en sus ojos un demonio escondido. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de aire más rufianesco.

      —No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por detrás del lienzo se indican el nombre y la fecha, 1647.

      Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del juerguista de otros tiempos parecía fascinarle, y no apartó los ojos de él durante el resto de la comida. Tan sólo más tarde, cuando Sir Henry se hubo retirado a su habitación, pude seguir el hilo de sus pensamientos. Holmes me llevó de nuevo al refectorio y alzó la vela que llevaba en la mano para iluminar aquel retrato manchado por el paso del tiempo.

      —¿Ve usted algo especial?

      Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los largos rizos que caían sobre las sienes, el cuello blanco de encaje y las facciones austeras y serias que quedaban enmarcadas por todo el conjunto. No era un semblante brutal, sino remilgado, duro y severo, con una boca firme de labios muy delgados y ojos fríos e intolerantes.

      —¿Se parece a alguien que usted conozca?

      —Hay algo de Sir Henry en la mandíbula.

      —Tan sólo una pizca, quizá. Pero, ¡aguarde un instante! Holmes se subió a una silla y, alzando la luz con la mano izquierda, dobló el brazo derecho para tapar con él el sombrero y los largos rizos.

      —¡Dios del cielo! —exclamé, sin poder ocultar mi asombro.

      En el lienzo había aparecido el rostro de Stapleton.

      —¡Ajá! Ahora lo ve ya. Tengo los ojos entrenados para examinar rostros y no sus adornos. La primera virtud de un investigador criminal es ver a través de un disfraz.

      —Es increíble. Podría ser su retrato.

      —Sí; es un caso interesante de salto atrás en el cuerpo y en el espíritu. Basta un estudio de los retratos de una familia para convencer a cualquiera de la validez de la doctrina de la reencarnación. Ese individuo es un Baskerville, no cabe la menor duda.

      —Y con intenciones muy definidas acerca de la sucesión.

      —Exacto. Gracias a ese retrato encontrado por casualidad, disponemos de un eslabón muy importante que todavía nos faltaba. Ahora ya es nuestro, Watson, y me atrevo a jurar que antes de mañana por la noche estará revoloteando en nuestra red tan impotente como una de sus mariposas. ¡Un alfiler, un corcho y una tarjeta y lo añadiremos a la colección de Baker Street.

      Holmes lanzó una de sus infrecuentes carcajadas mientras se alejaba del retrato. No le he oído reír con frecuencia, pero siempre ha sido un mal presagio para alguien.

      A la mañana siguiente me levanté muy pronto, pero Holmes se me había adelantado, porque mientras me vestía vi que regresaba hacia la casa por la avenida.

      —Sí, hoy vamos a tener una jornada muy completa —comentó, mientras el júbilo que le producía entrar en acción le hacía frotarse las manos—. Las redes están en su sitio y vamos a iniciar el arrastre. Antes de que acabe el día sabremos si hemos pescado nuestro gran lucio de mandíbula estrecha o si se nos ha escapado entre las mallas.

      —¿Ha estado usted ya en el páramo?

      —He enviado un informe a Princetown desde Grimpen relativo a la muerte de Selden. Tengo la seguridad de que no los molestarán a ustedes. También me he entrevistado con mi fiel Cartwright, que ciertamente habría languidecido a la puerta de mi refugio como un perro junto a la tumba de su amo si no le hubiera hecho saber que me hallaba sano y salvo.

      —¿Cuál es el próximo paso?

      —Ver a Sir Henry. Ah, ¡aquí está ya!

      —Buenos días, Holmes —dijo el baronet—. Parece usted un general que planea la batalla con el jefe de su estado mayor.

      —Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome órdenes.

      —Lo mismo hago yo.

      —Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según tengo entendido, con nuestros amigos los Stapleton.

      —Espero que también venga usted. Son unas personas muy hospitalarias y estoy seguro de que se alegrarán de verlo.

      —Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.

      —¿A Londres?

      —Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que aquí.

      Al baronet se le alargó la cara de manera perceptible.

      —Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el final de este asunto. La mansión y el páramo no son unos lugares muy agradables cuando se está solo.

      —Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y hacer exactamente lo que yo le diga. Explique a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarlo, pero que un asunto muy urgente nos obliga a volver a Londres. Esperamos regresar enseguida. ¿Se acordará usted de transmitirles ese mensaje?

      —Si insiste usted en ello...

      —No hay otra alternativa, se lo aseguro.

      El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy afectado porque creía que nos disponíamos a abandonarlo.

      —¿Cuándo desean ustedes marcharse? —preguntó fríamente.

      —Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por Coombe Tracey, pero mi amigo dejará aquí sus cosas como garantía de que regresará a la mansión. Watson, envíe una nota a Stapleton para decirle que siente no poder asistir a la cena.

      —Me apetece mucho volver a Londres con ustedes —dijo el baronet—. ¿Por qué he de quedarme aquí solo?

      —Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su palabra de que hará lo que le diga y ahora le estoy ordenando que se quede.

      —En ese caso, de acuerdo. Me quedaré.

      —¡Una cosa más! Quiero que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego devuelva el cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone regresar andando.

      —¿Atravesar el páramo a pie?

      —Sí.

      —Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha pedido usted siempre que no haga.

      —Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total confianza en su serenidad y en su valor no se lo pediría, pero es esencial que lo haga.

      —En ese caso, lo haré.

      —Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo siguiendo exclusivamente el sendero recto que lleva desde la casa Merripit a la carretera de Grimpen y que es su camino habitual.

      —Haré exactamente lo que usted me dice.

      —Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del desayuno, con el fin de llegar a Londres a primera hora de la tarde.

      A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar cómo Holmes le había dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaba al día siguiente. No se me había pasado por la imaginación, sin embargo, que quisiera llevarme con él, ni entendía tampoco


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