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Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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por el que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después tendría en su propio destino y en el de los demás.

      Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su caballo, con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.

      Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera obstruida por un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido en ella, sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la corriente movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e intentó por todos los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la situación más peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos circundantes, y éstos inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse sujeta a la silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas, encontrando así una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse su cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y tostada por el sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.

      —Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura —dijo respetuosamente a la joven su providencial salvador.

      Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y riendo con franqueza repuso:

      —¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener tanto miedo de un montón de vacas?

      —Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura —contestó el hombre con gesto grave.

      Se trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.

      —Debe ser usted la hija de John Ferrier —añadió—; la he visto salir a caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.

      —¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —apuntó ella con recato.

      El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros refulgió una chispa de contento.

      —Lo haré —dijo—, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza no es a propósito para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como estoy.

      —Es su deudor, igual que yo —replicó la joven—. Me tiene un cariño extraordinario; si esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte, creo que habría muerto él también.

      —Y yo —añadió el jinete.

      —¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera somos amigos!

      La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.

      —No me entienda mal, ¡ea! —dijo—. Ahora sí que somos amigos. No le queda más remedio que venir a vernos... En fin, he de seguir camino, porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi padre recado alguno. ¡Adiós!

      —¡Adiós —repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre la mano de la damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.

      El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno. Habían recorrido las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para la exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que los del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e indómito corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un amor fugaz de adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del hombre de férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta, mientras de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.

      Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la siguiente y a la otra también, hasta convertirse en visitante asiduo y conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo diario, había tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo en torno durante los últimos doce años. De él le daba noticias Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región de rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido explorador, trampero, ranchero, buscador de plata... No existía aventura emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol de las mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su recóndita causa.

      Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima de la cerca y tomó el camino de la casa.

      —He de marcharme, Lucy —dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que la miraba tiernamente a los ojos—. No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?

      —¿Vas a tardar mucho? —repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.

      —No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá interponerse entre nosotros dos.

      —¿Qué dice mi padre?

      —Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para


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