Los chicos siguen bailando. Jake ShearsЧитать онлайн книгу.
seria, mi cara era en su totalidad folículos y poros. Teniendo una vista tan mala como tenía, fui bendecido, gracias a mis gafas, con un nuevo tipo de visión mutante y una exquisita atención al detalle. Los recodos de los brazos de los chicos, el hueco en la clavícula, el grosor de algunas pantorrillas flexionadas, todo ello se magnificaba para mí y me hacía transpirar nuevas clases de sudores. Y cuando miraba mi reflejo sabía que ya no había vuelta atrás: ya no era guapo.
Los siguientes años fuimos de aquí para allá, constantemente. Arriba y abajo, desde Arizona a la isla, a merced de los caprichos de mi padre. Había empezado a diseñar y construir botes anfibios, llamados así porque podían funcionar en el agua y en la tierra. A finales de sexto, mis padres me dijeron que nos volvíamos a Mesa. Mi hermana Windi, que ya se había reconciliado con la familia, se iba a venir con nosotros e iba a buscar un trabajo y a conseguir su propio apartamento. Yo iba a echar de menos las reflexiones de la hora de la comida con Ms. Dyer y coger a escondidas sidra de la fuerte con Ryan Smith, pero volveríamos a la isla durante el verano.
Mesa había crecido hasta convertirse en una metrópolis, pero quizá nos lo parecía porque nos habíamos pasado los últimos tres años viviendo en una isla remota. Todo lo que parecía haber eran videoclubs Blockbuster y tiendas de yogur helado fuertemente climatizadas, con ese blanquecino olor a polvos de arco iris. Nos mudamos a una casa de una sola planta en un callejón sin salida, con un patio trasero polvoriento, donde las escuelas públicas cercanas eran mucho más grandes que a las que yo estaba acostumbrado. Ser el niño nuevo entre miles de alumnos era aterrador, así que mamá y papá encontraron un instituto modesto llamado Redeemer Christian School.
Éramos cristianos —por lo menos, mi madre lo era—, pero nunca habíamos sido superreligiosos. Mi padre no era del tipo que va a la iglesia, y el coraje de mi madre tenía preferencia sobre cualquier charla acerca de un infierno de fuego y azufre. Un instituto cristiano parecía menos estresante; su pequeño tamaño era tentador. Supuse que podría manejar mejor el drama asociado a la época del instituto en un lugar con tan solo veinticinco niños en cada curso.
Había un código de vestimenta muy poco entusiasta: las niñas tenían que llevar faldas y los niños camisas con cuello. Los chicos se las ingeniaban para darle la vuelta al código y vestían camisetas con marcas, y después se ponían una camisa de manga corta con cuello por encima. Me mortificaba Educación Física. Teníamos que jugar al baloncesto en el equipo de “con camiseta” o en el equipo de “sin camiseta”. A mí me avergonzaba tener que quitarme la camiseta porque era pequeño y flacucho.
Las clases se parecían a lo que imaginaba que sería la educación en casa. La primera cosa que hacíamos por la mañana era el estudio de la Biblia, que básicamente era examinar con detenimiento el salvajismo del Antiguo Testamento: bebés y corderos sacrificados, langostas, gente lapidada hasta la muerte. Todos nuestros libros de texto estaban basados en la fe cristiana, y eran inintencionadamente graciosos. Había un póster en la pared con un cavernícola que estaba al lado de un brontosaurio, y se podía leer: «Hombre y dinosaurios: viviendo en harmonía».
La evolución y el entretenimiento secular se veían con malos ojos, pero, por encima de ello, la homosexualidad era la mayor transgresión. Normalmente se describía el sida como un castigo. En clase teníamos todo tipo de conversaciones acerca de cómo a los gais les encantaba hacer cosas asquerosas y horribles, como mear y cagar unos encima de otros, expandir enfermedades y reclutar a niños. Y, sin embargo, no me parecía algo contra lo que rebelarme. Después de todo, no me percataba de que estaban hablando de mí. Así que simplemente me esforzaba por encajar y mostraba mi acuerdo: «Sí, los gais son asquerosos. Eh».
En Redeemer había cierta jerarquía social. Yo sabía que los otros chicos me consideraban un empollón, principalmente debido a las pintas que llevaba y a mi amor por los libros. Pero aun así era mucho más guay y conocía mucho más mundo que aquellos niños cristianos protegidos de la periferia. Los que venían de familias estrictas estaban en el escalafón más bajo, incapaces de contribuir a cualquier conversación sobre cultura secular. Me gustaba encontrarme en esa línea en la que no era el más popular, pero tampoco se me rechazaba.
No era tímido; a menudo abría la boca simplemente para hacer reír y me deleitaba cuando las miradas y los oídos se centraban en mí. Sentía la necesidad de saltar encima de mi pupitre y empezar a cantar y a mover los brazos. Quería disfrazarme, llenarme de rollos de papel de cocina y zapatear. Enérgico e hiperactivo, corría por ahí durante la hora de la comida, acosando a los demás niños con mis emocionantes actuaciones. Un día, una niña un año mayor que yo —estaba en octavo— rompió a llorar frente a uno de los profesores. Me señaló; su cara se arrugó en un sollozo, como si ella fuera la única capaz de reconocer que yo era un monstruo. «Es terrible, ¿no lo ves? Él es simplemente… ¡muy feliz!».
Una vez a la semana teníamos una clase de Arte, que impartía una glamorosa chica de veintiséis años llamada Jennifer Lebert. Pude ver que constituía un material perfecto en cuanto a una mujer-amiga, así que me pegué a ella como una lapa enseguida. Solo era cuestión de tiempo, hasta que mis padres tuvieran que irse de la ciudad y, por supuesto, propuse a Jennifer y a su marido, Mat, para que se quedaran en casa y me cuidaran. Jennifer y yo nos convertimos en íntimos, y aunque era una cristiana devota, nunca sentí que su actitud fuera crítica o represiva hacia mí. Ella era una de las guais. A los dos nos encantaban las películas, siempre teníamos un montón de cosas sobre las que cotillear y me descubrió sus bandas de música favoritas: OMD, The Phychedelich Furs y The Cure.
Jennifer y Mat trabajan en múltiples empleos. Durante el día él vendía casas móviles en Mesa. Por la noche trabajaba en un restaurante temático llamado Bobby McGee’s, donde servía las mesas y tenía que disfrazarse como un curandero llamado Mel Practice, o como Drácula. También eran vendedores de Amway, que me parecía un esquema piramidal que vendía de todo, desde pasta de dientes hasta aspiradoras, a sus amigos y vecinos.
Cuando estaba con Jennifer, hablábamos de cultura pop e íbamos a lugares a los que no podría haber ido nunca con un amigo de mi edad. El mundo a nuestro alrededor parecía mucho más sencillo: comíamos en drive-thrus[10] y ojeábamos los contenedores de las tiendas de discos, veíamos películas de miedo en el cine de un dólar, bebíamos Big Gulps[11], celebrábamos fiestas del pijama y nos quedábamos despiertos hasta tarde viendo cintas VHS.
Soñaba con tener amigos de verdad, pero eso me parecía imposible. Pensé que quería un hermano. Yo ya tenía un medio hermano, por supuesto, pero tenía veinte años más que yo y tampoco es que tuviéramos muchas cosas en común. A veces, el marido de Jennifer intentaba sacarme de casa para hacer cosas masculinas, como asistir a un espectáculo de acrobacias en el aire o ir a jugar al golf. Pero era evidente que yo me sentía aburrido, distraído y que deseaba estar en alguna otra parte.
Una tarde, mi madre me llevó al centro comercial Fiesta y deambulé por la librería B. Dalton. Estaba buscando algún título en la sección de terror cuando un chico joven, en la veintena, apareció delante de mí y me preguntó acerca del libro que estaba mirando, un libro de bolsillo pulp de Dean Koontz. Empezamos a hablar sobre escritores, acerca de quiénes nos gustaban y qué libros no habíamos leído aún. Él eligió uno que le recomendé, Curfew, de Phil Rickman, y me dio las gracias por ello. Vi desde la otra parte de la tienda cómo pagó el libro y se marchó.
Durante el trayecto de vuelta a casa con mi madre, me sentí imbuido por un nuevo tipo de tristeza. Apesadumbrado, supe que nunca volvería a ver a ese chico. Un chico mayor que tenía interés en las cosas que yo decía, y que conocía a los escritores de los que yo hablaba sin parar. Y ahora se había marchado, nunca lo volvería a ver. Observé cómo se marchaban también las plazas de aparcamiento de la iglesia y los puestos de comida rápida. Una ola de dolor se apoderó de mí. Debió de ser la primera vez que sentí que me rompían el corazón.
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Tras haber convencido a mi madre para que dejara que mi prima Jackie Sue me hiciera la permanente en la parte frontal del pelo, empecé octavo con estilo. La nueva camisa de cachemira que mi madre