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Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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bondad de sentarse en uno de esos cajones y no interferir?

      El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón, con cara de sentirse muy ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar atentamente las rendijas que había entre las losas. A los pocos segundos se dio por satisfecho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo.

      —Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no pueden hacer nada hasta que el bueno del prestamista se haya ido a la cama. Entonces no perderán ni un minuto, pues cuanto antes hagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar. Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encontramos en el sótano de la sucursal en la City de uno de los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección y le explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de Londres se interesen tanto en su sótano estos días.

      —Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos tenido varios avisos de que pueden intentar robarlo.

      —¿Su oro francés?

      —Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras reservas y, por este motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de treinta mil napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia de que no hemos tenido tiempo de desembalar el dinero y que éste se encuentra aún en nuestro sótano. El cajón sobre el que estoy sentado contiene dos mil napoleones empaquetados en hojas de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de oro son mucho mayores que lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores se sienten intranquilos al respecto.

      —Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora, es el momento de poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento empezará dentro de una hora. Mientras tanto, señor Merryweather, conviene que tapemos la luz de esa linterna.

      —¿Y quedarnos a oscuras?

      —Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había pensado que, puesto que somos cuatro, podría usted jugar su partidita después de todo. Pero, por lo que he visto, los preparativos del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz encendida. Antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy osada y, aunque los cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo me pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquéllos. Cuando yo los ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson, no tenga reparos en tumbarlos a tiros.

      Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera detrás de la que me había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sorda y nos dejó en la más negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo jamás había experimentado. Sólo el olor del metal caliente nos recordaba que la luz seguía ahí, preparada para brillar en el instante preciso. Para mí, que tenía los nervios de punta a causa de la expectación, había algo de deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la bóveda.

      —Sólo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que consiste en volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones.

      —Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta.

      —Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.

      ¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que sólo había durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi toda la noche y que por encima de nosotros debía estar amaneciendo ya. Tenía los miembros doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo que no sólo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones, de las notas suspirantes del director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.

      Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de piedra. Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer, que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpe como había aparecido, y todo volvió a oscuras, excepto por el débil resplandor que indicaba una rendija entre las piedras.

      Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo intenso.

      —No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!

      Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido metálico sobre el suelo de piedra.

      —Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene usted ninguna posibilidad.

      —Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—. Confío en que mi colega esté a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta.

      —Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes.

      —¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle.

      —Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más original y astuta.

      —Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es más rápido que yo saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.

      —Le ruego que no me toque con sus sucias manos —––dijo el prisionero mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá ignore usted que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre “señor” y “por favor”.

      —Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita contenida—. ¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en el que llevar a su alteza a la comisaría?

      —Así está mejor —dijo John Clay serenamente.

      Nos saludó a los tres con una inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por el policía.

      —La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras salíamos del sótano tras ellos, no sé cómo podrá el banco agradecerle y recompensarle por esto. No cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la manera más completa uno de los intentos de robo a un banco más audaces que ha conocido mi experiencia.

      —Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que espero que el banco me reembolse, pero aparte de eso me considero pagado de sobra con haber tenido una experiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y con haber oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos.

      —Como ve, Watson —explicó


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