Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
en el que estaba escrita.
—El hombre que la ha escrito es, probablemente, una persona acomodada —comenté, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Esta clase de papel no se compra por menos de media corona el paquete. Es especialmente fuerte y rígido.
—Especial, ésa es la palabra —dijo Holmes—. No es en absoluto un papel inglés. Mírelo contra la luz. Así lo hice, y vi una e grande con una g pequeña, y una p y una g grandes con una t pequeña, marcadas en la fibra misma del papel.
—¿Qué le dice esto? —preguntó Holmes.
—El nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
—Ni mucho menos. La g grande con la t pequeña significan Gesellschaft, que en alemán quiere decir “compañía”; una contracción habitual, como cuando nosotros ponemos “Co.”. La p, por supuesto, significa papier. Vamos ahora con lo de eg. Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Continente —sacó de una estantería un pesado volumen de color pardo—. Eglow, Eglonitz..., aquí está: Egria. Está en un país de habla alemana... en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. “Lugar conocido por haber sido escenario de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal y papel”. ¡Ajá, muchacho! ¿Qué saca usted de esto?
Le brillaban los ojos y dejó escapar de su cigarrillo una nube triunfante de humo azul.
—El papel fue fabricado en Bohemia —dije yo.
—Exactamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la curiosa construcción de la frase “Estas referencias de todas partes nos han llegado”? Un francés o un ruso no habría escrito tal cosa. Sólo los alemanes son tan desconsiderados con los verbos. Por tanto, sólo falta descubrir qué es lo que quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a que se le vea la cara. Y aquí llega, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.
Mientras hablaba, se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que rozaban contra el bordillo de la acera, seguido de un brusco campanillazo. Holmes soltó un silbido.
—Un gran señor, por lo que oigo —dijo—. Sí —continuó, asomándose a la ventana—, un precioso carruaje y un par de purasangres. Ciento cincuenta guineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menos hay dinero en este caso, Watson.
—Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes.
—Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete ser interesante. Sería una pena perdérselo.
—Pero su cliente...
—No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda, y también puede necesitarla él. Aquí llega. Siéntese en esa butaca, doctor, y no se pierda detalle.
Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído en la escalera y en el pasillo, se detuvieron justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y autoritario.
—¡Adelante! —dijo Holmes.
Entró un hombre que no mediría menos de dos metros de altura, con el torso y los brazos de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se habría considerado rayano en el mal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban las mangas y el delantero de su casaca cruzada, y la capa de color azul oscuro que llevaba sobre los hombros tenía un forro de seda roja como el fuego y se sujetaba al cuello con un broche que consistía en un único y resplandeciente berilo. Un par de botas que le llegaban hasta media pantorrilla, y con el borde superior orlado de lujosa piel de color pardo, completaba la impresión de bárbara opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha, y la parte superior de su rostro, hasta más abajo de los pómulos, estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer acababa de ponerse, ya que aún se lo sujetaba con la mano en el momento de entrar. A juzgar por la parte inferior del rostro, parecía un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un mentón largo y recto, que indicaba un carácter resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación.
—¿Recibió usted mi nota? —preguntó con voz grave y ronca y un fuerte acento alemán—. Le dije que vendría a verle —nos miraba a uno y a otro, como si no estuviera seguro de a quién dirigirse.
—Por favor, tome asiento —dijo Holmes—. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson, que de vez en cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—Puede usted dirigirse a mí como conde von Kramm, noble de Bohemia.
He de suponer que este caballero, su amigo, es hombre de honor y discreción, en quien puedo confiar para un asunto de la máxima importancia. De no ser así, preferiría muy mucho comunicarme con usted solo.
Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a sentarme de nuevo.
—O los dos o ninguno —dijo—. Todo lo que desee decirme a mí puede decirlo delante de este caballero.
El conde encogió sus anchos hombros.
—Entonces debo comenzar —dijo— por pedirles a los dos que se comprometan a guardar el más absoluto secreto durante dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento, no exagero al decirles que se trata de un asunto de tal peso que podría afectar a la historia de Europa.
—Se lo prometo —dijo Holmes. —Y yo. —Tendrán que perdonar esta máscara —continuó nuestro extraño visitante—. La augusta persona a quien represento no desea que se conozca a su agente, y debo confesar desde este momento que el título que acabo de atribuirme no es exactamente el mío.
—Ya me había dado cuenta de ello —dijo Holmes secamente.
—Las circunstancias son muy delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para sofocar lo que podría llegar a convertirse en un escándalo inmenso, que comprometiera gravemente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.
—También me había dado cuenta de eso —dijo Holmes, acomodándose en su butaca y cerrando los ojos.
Nuestro visitante se quedó mirando con visible sorpresa la lánguida figura recostada del hombre que, sin duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el agente más energético de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.
—Si su majestad condescendiese a exponer su caso —dijo—, estaría en mejores condiciones de ayudarle.
El hombre se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, presa de incontenible agitación. Luego, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara de la cara y la tiró al suelo.
—Tiene usted razón —exclamó—. Soy el rey. ¿Por qué habría de ocultarlo?
—¿Por qué, en efecto? —murmuró Holmes—. Antes de que su majestad pronunciara una palabra, yo ya sabía que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de Cassel-Falstein y rey hereditario de Bohemia.
—Pero usted comprenderá —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose la mano por la frente blanca y despejada—, usted comprenderá que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a un agente sin ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle.
—Entonces, consúlteme, por favor —dijo Holmes cerrando una vez más los ojos.
—Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante una prolongada estancia en Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le resultará familiar.
—Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes, sin abrir