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Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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de precipitación podría echarlo todo a perder.

      —¿Y ahora? —pregunté.

      —Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía. Será una satisfacción para su majestad recuperarla con sus propias manos.

      —¿Y cuándo piensa ir?

      —A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey sin perder tiempo.

      Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:

      —Buenas noches, señor Holmes.

      Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado con impermeable que había pasado de prisa a nuestro lado.

      —Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada

      —Me pregunto quién demonios podrá ser.

      Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la habitación.

      —¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos.

      —Aún no. —Pero ¿tiene esperanzas? —Tengo esperanzas. —Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia. —Tenemos que conseguir un coche. —No, mi carruaje está esperando. —Bien, eso simplifica las cosas. Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa

      Briony. —Irene Adler se ha casado —comentó Holmes.

      —¿Se ha casado? ¿Cuándo? —Ayer. —Pero ¿con quién? —Con un abogado inglés apellidado Norton. —¡Pero no es posible que le ame!

      —Espero que sí le ame. —¿Por qué espera tal cosa? —Porque eso libraría a su majestad de todo temor a futuras

      molestias. Si ama a su marido, no ama a su majestad. Si no ama a su majestad, no hay razón para que interfiera en los planes de su majestad.

      —Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido!

      Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche.

      —El señor Sherlock Holmes, supongo —dijo.

      —Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida.

      —En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.

      —¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?

      —Para no volver.

      —¿Y los papeles? —preguntó el rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido!

      —Veremos.

      Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a “Sherlock Holmes, Esq. Para dejar hasta que la recojan”. Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente:

      “Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego, no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que si el rey contrataba a un agente, ése sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar en sospechas, se me hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.

      “Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.

      “Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él.

      El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo sólo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima.

      Irene Norton, née Adler”.

      —¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase?

      —Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de usted, majestad —dijo Holmes fríamente—. Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de su majestad a una conclusión más feliz.

      —¡Al contrario, querido señor! —exclamó el rey—. No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado.

      —Me alegra que su majestad diga eso.

      —He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo... —se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.

      —Su majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo Holmes.

      —No tiene más que decirlo. —Esta fotografía. El rey se le quedó mirando, asombrado. —¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea.

      —Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearle un buen día.

      Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos. Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.

      II · La liga de los pelirrojos

      Un


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