Resistir Buenos Aires. María CarmanЧитать онлайн книгу.
de proyección comunitaria y con objetivos sociales se contrapuso a la visión oficial de los parques como espacios ordenados y cercados, cuya naturaleza se domestica para ciertos usos y disfrutes.
La violencia institucionalizada con que estos y otros “sectores innobles” fueron expulsados también se vuelve inteligible en el marco de las políticas de omisión o exceso[8] de la gestión macrista hacia sectores populares, tales como la expulsión del asentamiento de cartoneros del Bajo Belgrano en 2008, las amenazas de desalojo a la Villa 31 –junto con la prohibición de ingresar materiales para la construcción–, la represión en el conflicto del Parque Indoamericano en 2010, y la expulsión del asentamiento La Veredita de Villa Soldati durante el invierno de ese mismo año. No fue simplemente un discurso xenófobo o de mayor intransigencia respecto de los usos en apariencia ilegítimos del espacio público lo que habilitó el aumento de los desalojos de sectores populares porteños en el período analizado, sino también los nuevos instrumentos políticos y jurídicos instituidos ad hoc. En particular, los desalojos fueron favorecidos por leyes que abreviaron los tiempos de la ejecución (Verón, 2017).
Como observamos, las amenazas, el uso de la violencia o las políticas de abandono hacia residentes de villas y complejos habitacionales no fueron excepciones, errores o abusos por parte del Estado local, sino parte estructural de un modus operandi en torno a los sectores más vulnerables que se vio replicado, con matices, en diversas gestiones del período analizado.
Las medidas coercitivas impulsadas demuestran cuán profundamente la presencia de determinados sujetos en espacios emblemáticos de la ciudad desafiaba cierta moral implícita sobre los usos del espacio. Como señala Butler (2017: 22), la prescindibilidad o el carácter desechable de las personas y de sus prácticas se reparte de manera desigual en nuestras sociedades.
Con el traspaso de mando en el gobierno porteño a fines de 2015,[9] las intervenciones estatales en las villas y los asentamientos porteños cobraron mayor protagonismo. Las luchas de sus pobladores durante décadas se tornaron una demanda imposible de ser soslayada, y el jefe de gobierno Rodríguez Larreta presentó la integración sociourbana de las villas a la ciudad como una de las políticas urbanas centrales de su gestión. En efecto, durante distintos actos públicos, el jefe de gobierno mencionó que cada uno de estos barrios pasaría a ser uno más en la ciudad a partir del proceso de integración con todos los vecinos (Noticias Urbanas, 10 de agosto de 2016), para que no haya diferencias (Infobae, 23 de agosto de 2016).
De la gran cantidad villas de la ciudad de Buenos Aires, esta integración se está llevando adelante exclusivamente en la Villa 31, la Villa Rodrigo Bueno, el Playón de Chacarita y la Villa 20.[10] No azarosamente, estas cuatro villas están localizadas en zonas demandadas desde hace años por los capitales inmobiliarios o bien en las proximidades de proyectos de renovación urbana, tales como la Villa 20 –próxima a la Villa Olímpica– o la Villa Rodrigo Bueno, en las inmediaciones del barrio Solares de Santa María.
Esta política pública valoriza el suelo de los entornos con las obras de urbanización, al tiempo que incorpora las tierras de las villas al mercado inmobiliario, sin generar reaseguros para la tenencia de las viviendas. El incremento en el costo del suelo inevitablemente impacta en los costos de vida de sus habitantes: a los servicios asociados a la nueva vivienda se les sumarán impuestos locales e inmobiliarios. En efecto, uno de los temores compartidos por organismos defensores, ONG locales y habitantes de esos territorios es que se produzca un desplazamiento silencioso de los pobladores, ya que difícilmente puedan afrontar los costos de vivir en un barrio formal y renovado de la ciudad.
Este novedoso escenario nos invita a reflexionar tanto sobre las políticas públicas involucradas en la integración sociourbana como sobre los sentidos que asumen ciertas categorías aparentemente inequívocas –como urbanización, reurbanización e integración–, que organizan el discurso público de distintos actores –funcionarios, legisladores, organizaciones sociales, habitantes populares, académicos– acerca del deber estatal hacia las villas. Lejos de constituir un corpus indiscutible de conceptos y lineamientos, tales categorías funcionan como un significante vacío (Laclau, 2006) bajo el cual se aglutinan intereses, reclamos y demandas construidos desde posicionamientos políticos, jurídicos y morales dispares.
Retomemos ahora el vasto espectro de resistencias y apropiaciones populares que acontecen en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Algunos funcionarios públicos o vecinos con mayores capitales acumulados traducen ciertos usos populares del espacio urbano como inadmisibles. ¿Por qué construyeron una casa tan cerca del Riachuelo? ¿Cómo es que los huerteros ensucian y afean la plaza? ¿Cuándo llegará el día en que, finalmente, estos sectores adopten una práctica “democrática”, higiénica, auténticamente ecológica, menos atrevida… en síntesis: más pura?
La cuestión de clase suele omitirse en las lecturas de ciertas prácticas populares para dar paso a una explicación de índole moral:[11] ellos –los “indeseables” en cuestión– son oportunistas, amenazantes, sospechosos, predatorios o carentes de cultura. Parafraseando a Blaser (2009), los sectores populares urbanos pueden creer lo que quieran. El problema es lo que ellos hacen en aquellos entornos que para otros actores son inviolables: el terreno que ocupan, la plaza donde instalan una huerta comunitaria o pintan un mural. El argumento de que dañan el espacio público o la naturaleza por una supuesta brutalidad reedita la vieja creencia de que los problemas de la desigualdad deben resolverse en el ámbito de la cultura.
Dentro del repertorio de contestaciones que despliegan los sectores populares en el marco de estas contiendas territoriales y políticas, encontramos la consolidación de una lógica equivalencial de las demandas;[12] el tiempo de espera en hábitats de máxima relegación con el fin de ser considerados “merecedores” de ciertas políticas; la ocupación de espacios –inmuebles, plazas, baldíos, bajos de autopistas, terrenos ferroviarios– en tanto impugnación práctica de los modos legítimos de permanecer en la ciudad; y otras prácticas colectivas que involucran poner el cuerpo: corte de calles y autopistas, marchas a organismos y ocupaciones de oficinas públicas, participación en audiencias judiciales, sentadas en domicilios particulares de funcionarios.
A esto se suma un sinnúmero de prácticas culturales o ambientales de contestación que también involucran a sectores medios, como la realización de murales y festivales artísticos (capítulo 7) o el armado de huertas urbanas en defensa de espacios públicos (capítulo 6).
Como podrá apreciarse en este libro, los sectores más vulnerables también luchan contra la segregación procurando desmarcarse de los estigmas que pesan sobre ellos: ya sea alegando no pertenecer al grupo que los cobija o, por el contrario, reivindicando esa pertenencia; ya sea justificando las circunstancias que desembocaron en su presente o construyendo otros referentes de identidad anclados en un pasado o futuro concebidos como prósperos. Asimismo, ellos procuran su efectiva integración a la ciudad por medio del acceso a los servicios que les son retaceados por el Estado o bien a partir de la judicialización de sus demandas.
La judicialización es una estrategia que ha cobrado relevancia en la ciudad desde los primeros años del nuevo milenio, y supone el involucramiento de alguna instancia del Poder Judicial para exigir la resolución de problemáticas sociales de larga data, en las cuales solía intervenir exclusivamente el Ejecutivo. Se trata de un recurso novedoso para disputar el derecho a la ciudad que coexiste con prácticas “tradicionales” como la movilización política, el trabajo legislativo y el entramado de relaciones personales. Un proceso íntimamente ligado a la judicialización es el de la juridificación, en el cual los distintos participantes incorporan esos enunciados del derecho a su universo simbólico, a la vez que luchan por definir una u otra forma de regulación jurídica como legítima (Azuela, 2006: 14-15, 93 y 485).
En los últimos años, los habitantes de villas y asentamientos del Área Metropolitana de Buenos Aires motorizaron procesos de judicialización y juridificación de sus demandas en articulación con activistas o expertos de ONG, asesorías, defensorías y organizaciones territoriales. Esto dio lugar a un nuevo ciclo en la vinculación entre los gobiernos