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El hombre que fue jueves - G. K. Chesterton


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      El hombre que fue jueves

Editorial

      El hombre que fue jueves (1908) G. K. Chesterton

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Enero 2021

      Imagen de portada: Portrait of an unknown man with cigar (1909) print in high resolution by Samuel Jessurun de Mesquita.

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Prólogo

      Atendamos a las siguientes palabras: el sinsentido y la fe “son las dos afirmaciones simbólicas supremas de la verdad”. ¿Qué nos dicen? Que en el campo de lo simbólico puede haber otras verdades, pero incapaces de competir con la grandeza de las estipuladas. Por otro lado, no niegan que en la vertiente de lo no simbólico existen y funcionan otras verdades, para quienes las prefiera. La cita incluye una paradoja: ¿cómo puede el sinsentido expresar la verdad? o si se prefiere ¿de qué modo la expresa? Cuando entramos en el terreno del sinsentido, entramos en uno de los campos literarios atendidos con especial cuidado por la literatura inglesa. Se le considera un género menor, puesto en boga sobre todo en los últimos 150 años. No hay mucha complicación en su mecanismo: con ayuda de expresiones crentes de lógica, entregar una idea que tiene mucha lógica, afirmación ya en sí paradójica. en cuanto a la fe, por su propia naturaleza convierte en verdades lo que expresa.

      Pero afirmamos que había en todo esto una paradoja y entonces la inquietud brota por sí misma: ¿qué es una paradoja? Recurramos a la definición de J. A. Cuddon: “una afirmación que en apariencia se contradice a sí misma revela, tras un examen más minucioso, contener una verdad que concilia a los elementos opuestos enfrentados en conflicto”. Es uno de los mecanismos literarios de mayor eficacia cuando el texto se basa en la ironía y es, desde luego, una invitación al lector para que ejerza su inteligencia en el desentrañamiento del acertijo. En Inglaterra lo emplearon con provecho Alexander Pope (1688-1744 ), George Bernard Shaw (1856- 1950) y, desde luego, Gilbert Keith Chesterton.

      Chesterton es el autor de la cita iniciadora de este prólogo y es el autor de la novela que están ustedes por leer. Mediante la cita expresó su posición ante el mundo y ante la literatura. Bien estará entresacar de dicha novela una definición de paradoja que redondee lo dicho hasta el momento: “... una paradoja puede alertar a los hombres a una verdad marginada”. Se diría que, a lo largo de su abundante obra escrita, Chesterton puso empeño en ir enfrentándonos a ciertas opiniones que eran para él sus verdades. En razón de lo mismo fue un verdadero polemista, que por décadas aprovechó ensayos y artículos periodísticos para expresar opiniones, se tratara de las personales o las expresara como desacuerdo con las ajenas. En vida, reunió parte de esta producción en tres libros: El defensor (1901), Doce tipos (1902) y Heréticos (1905), a los que se fueron agregando varios más cuando la publicación de las obras completas.

      Desde luego, Chesterton no limitó su producción al periodismo. Poco se lo recordaría de haber ocurrido así. Se le considera un un crítico literario muy respetable, que en libros como Robert Browning (1903), Charles Dickens (1906) y su perceptiva La época victoriana en su literatura (1913) dejó constancia de sabiduría, de finura para deducir de las obras examinadas el sabor, el pensar, el vivir de una época. Pero acaso la religión sea el tema que con mayor asiduidad frecuentó nuestro autor. Nacido en Londres el 29 de mayo de 1874, coincide con el grupo de escritores que, desde el inicio de siglo, estableció modificaciones de importancia, por no llamarlas definitivas, en la literatura inglesa. Desde luego, al lado de creadores como Thomas Hardy, D. H.Lawrence y Virginia Woolf, la estatura de Chesterton es menor en cuanto a la narrativa se refiere, pero si la mediación se hace a partir de la totalidad de lo escrito, esta estatura crece considerablemente.

      Así pues, lo religioso. Es de recordar que sus estudios iniciales los llevó a cabo en St. Paul’s School, escuela donde las cuestiones religiosas eran tema de importancia. Por tanto, examinar el significado de la presencia del espíritu cristiano en el mundo fue una de sus preocupaciones y, no lo dudemos, también aquí mostró su capacidad para la polémica. Si Ortodoxia (1909) establece ya su creencia en un cristianismo apegado a las Escrituras, su conversión al catolicismo en 1922 lo fortalece en tal posición, y a partir de esa fecha publica los libros como La iglesia católica y la conversión (1926) o Santo Tomás de Aquino (1933). No sobra el comentar que por esas fechas pasaron al catolicismo otros dos escritores ingleses: T. S. Eliot y Graham Greene. Una de las explicaciones dadas a este fenómeno es que, concluida la Primera Guerra Mundial, una sensación de fracaso y futilidad surgió en el ánimo de muchas personas, que en el catolicismo buscaron respuestas a las dudas que las sacudían. En palabras del historiador Michel Bell, el cristianismo daba “una base para creer en un destino moral lleno de significado en la sujeción a una entidad mayor”, interpretable como Dios, idea que bien pudiéramos aplicar a la novela que nos ocupa.

      Porque a Chesterton le era imposible mantener esas inquietudes espirituales fuera de su narrativa, que es la otra variedad de literatura por él atendida. Sin duda lo más destacable de ella fueron sus abundantes cuentos policiacos, para los cuales ideó un atractivo protagonista: el Padre Brown, un sacerdote de fina inteligencia que aprovechaba los casos resueltos para hacer una apología del cristianismo. La visión aplicada en estos cuentos se atiene a la línea llamada “de acertijo”, inaugurada en el siglo XIX por Edgar Allan Poe y llevada a uno de sus momentos culminantes por Sir Arthur Conan Doyle. El primer volumen de la serie aparece en 1911 (La inocencia del Padre Brown) y el último en 1935 (El escándalo del Padre Brown), que están acompañados por tres volúmenes más. Sin embargo, Chesterton escribe asimismo otro libro de cuentos (El club de los oficios extraños 1905), donde no aparece su sacerdote, y dos novelas: El Napoleón de Nothing Hill (1904) y El hombre que fue jueves (1908).

      Esta última conquistó de inmediato el interés de los lectores y se ha mantenido desde su aparición como uno de los libros más populares de la narrativa inglesa. Si indagamos en las razones de tal fortuna, varias encontraremos que hacen comprender lo sucedido.

      Atendamos a Maise Ward, una certera biógrafa de nuestro autor. Después de mencionar que Chesterton publica en vida por encima de cien libros, agrega que esta producción es “la tranquila y decidida práctica que de la libertad hace una mente libre”. El comentario resulta iluminador porque habla de algo muy sencillo, quizás ya insinuado en nuestro prólogo: Chesterton aprovechaba la literatura para el examen de algunas cuestiones filosóficas y religiosas que le preocupan sobremanera. Por tanto, ningún riesgo hay en afirmar que su narrativa atiende al examen de dichas cuestiones. Digámoslo sin rebozo: es literatura de ideas. Así pues, no debe esperar el lector un texto donde el examen minucioso de estos o aquellos sentimientos humanos forme el hilo conductor de la historia, No hay en Chesterton la preocupación de Henry James por disecar el alma de sus protagonistas mediante un exhaustivo viaje por el interior de la misma. De aquí la inteligente observación de Graham Greene en uno de sus ensayos: las novelas de Chesterton “prueban que no es un psicólogo”.

      Pensamos que no buscó serlo. La literatura es una mansión con muchas habitaciones, cada una de las cuales satisface la necesidad específica de quien llega para habitarla. Chesterton extendió su necesidad de polémica hacia la narrativa, y dejó un núcleo de cuentos y novelas dedicado a expresar su concepto de universo. El hombre que fue jueves participa de esto. Cuando se especifica que una novela es de ideas, casi inevitablemente surge en la mente del lector la sombra del aburrimiento. Cuesta trabajo unir ambos conceptos: narrar una historia y entregar un mensaje. Desde luego, si la novela de ideas se transforma en panfleto ideológico, el aburrimiento y el rechazo son consecuencias inevitables. Pero se da la bellísima paradoja de que todos los grandes libros tienen mensaje, pero lo disimulan bajo el vestido espléndido de los recursos narrativos, de modo que el lector lo absorbe sin mucho darse cuenta. Así con la obra que nos ocupa.

      Hemos


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