La luz del Oriente. Jesús Sánchez AdalidЧитать онлайн книгу.
alegró de veras, pero brindó y felicitó a su hermano como los demás.
Yo, lleno de satisfacción, me dije: «Ahora tendrán que tragarse todo lo que piensan de ella».
Mi futura tía se sentó entre Hiberino y yo. Pude sentir su perfume, y la suavidad de su piel cuando mi antebrazo rozó su costado, por el vestido sin costuras laterales.
—Mi pequeño —dijo—, me has hecho feliz esta tarde, en el circo.
—Entonces, ¿estabas allí?
—Desde que te vi salir a la pista supe que vencerías.
Durante la cena me di cuenta de que ya no me ruborizaba que ella fuera tan cariñosa conmigo. Suponía que su ternura y su solicitud hacia mí eran por causa de la pérdida de mi madre. Pero yo sentía una sensación extraña, algo que era nuevo y desconocido.
Por momentos deseaba que solo estuviéramos los dos en la sala. Aunque también me di cuenta de que los demás, incluso las mujeres, no dejaban de mirarla. Ella, en cambio, solo hablaba a quien quería; con los otros era distante, áspera incluso.
Avanzó la noche. El vino y la música fueron bañando en sopor la reunión. Mi padre fue el primero en marcharse, excusándose como siempre cuando creyó llegada una hora prudente. Lico escapó con él, aprovechando la oportunidad, después de avisarme con disimulo. Supe adónde iba en cuanto lo miré a los ojos; en ellos brillaba el deseo de aventuras, pero con la libertad que se siente en la calle de las tabernas.
—Me quedo —le dije al oído.
—Haz lo que quieras; hoy es tu noche. Pero pienso que estarías mejor entre gente más joven.
Nadie habría podido arrancarme de allí; mi alma se había unido a las ninfas y mi cuerpo flotaba. Los demás se fueron marchando y me encontré aún más a gusto.
Cuando quedaron tan solo mis tíos y algunos amigos de confianza, Hiberino saltó al medio de la habitación e intentó torpemente iniciar una danza con los bailarines, pero perdió el equilibrio y rodó por los suelos. Cuando lo levantamos y lo echamos sobre el diván pudimos comprobar que estaba totalmente ebrio; no se le entendía lo que hablaba, babeaba y se le cerraban los ojos. Eolia despidió entonces a los músicos y, ayudada por los criados, subió a mi tío a sus aposentos. Los que quedaban en la estancia se marcharon para seguir la fiesta en otra parte, y yo me encontré solo entre el desorden de las mesas y los platos. Cuando estaba a punto de irme también, Eolia me llamó desde el alto.
—¡Eh! ¿Y los demás?
—Como tardabas, se han marchado. Yo también me voy ya, estoy cansado. —No lo estaba, pero no encontraba otra cosa mejor que decir; pensaba que ella quería retirarse.
—De eso nada —dijo entonces, echándose la capa a los hombros—. Deseaba que fuéramos todos al templo de Atis, para contemplar a los coribantes a partir de la medianoche. ¿Vamos?
—Pero… ya sabes cómo se pone la gente en esa celebración. Hay borrachos y fanáticos, y gente frenética por todas partes.
—¿Y qué? Voy con un hombre… ¿O no?
—¡Vamos! —dije mientras arrancaba la lacerna de la percha.
Ya en la calle, se apreciaba el aroma de los humos sagrados. La gente que estaba en las tabernas o en sus casas se encaminaba hacia el templo de Atis. Cuando llegamos, nos encontramos con la procesión de los coribantes haciendo su entrada en la explanada. Eolia me tomó de la mano y me arrastró entre la multitud hasta el mismo pórtico del templo. Extendió su vaso y solicitó el vino sagrado que repartían los sacerdotes sin dar abasto. Los tímpanos redoblaban frenéticamente y los bailarines se movían a su ritmo, haciendo sonar los cascabeles. Mi tía estaba como transformada, con los ojos perdidos, y no paraba de beber. Yo la seguía, pero no acababa de comprender todo aquel asunto. Bebí también, sin mesura, y me vi envuelto en la barahúnda de aquella celebración cargada de ansiedad y locura. Cuando ella se incorporó a la danza, sentí que una mano me sujetaba por el brazo: era Lico.
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre venir con esa mujer? ¿Has olvidado que nadie atrae las complicaciones como ella? —dijo.
—¿Qué pasa, tienes celos? —gritó Eolia, que se había percatado.
—¡Más vale que vayas a cuidar a Hiberino en vez de manipular al muchacho! —respondió Lico furioso.
Entonces salté sobre él y lo empujé fuertemente hacia atrás.
—¡Déjame en paz! ¡No soy un niño! En la pista puedes mandar en mí, pero aquí no.
—No des explicaciones, no tienes por qué —dijo Eolia—. ¡Vámonos a seguir la fiesta! Él solo entiende de putas taberneras.
Dicho esto, me arrastró de nuevo y se fue abriendo paso a codazos entre la gente. Cuando salió de nuevo para danzar, comprobé que todo el mundo la miraba. Bebimos aún más y yo empecé a perder la noción de las cosas. Entonces comenzaron las mutilaciones: los danzarines sacaron sus dagas y se dispusieron a herirse en diversas partes del cuerpo. Vi que Eolia se hacía con uno de los cuchillos y se disponía a abrirse una herida en el antebrazo, ayudada por uno de los sacerdotes. De un empujón, aparté a aquel hombre y tiré de ella para alejarla, pero sentí que por detrás me asían varías manos. Me vi envuelto entre aquellos fanáticos enfurecidos y de pronto algo me pellizcó en el vientre; al mirarme, vi a uno de ellos extraer un puñal de mi cuerpo. Me apartaron violentamente de allí y caminé con pasos vacilantes entre la gente, sintiendo que la sangre se escapaba de mi abdomen y corría, caliente, a lo largo de mis piernas.
Como la túnica era negra, la misma que había vestido en los juegos, nadie se daba cuenta. Entonces vi el rostro de Lico y me abrí paso hasta él.
—¡Ayúdame, me desangro! —dije con un hilo de voz.
Pero él miró mis manos ensangrentadas y, para angustia mía, creyó que me había infligido uno de aquellos cortes rituales.
—Pero… ¿cómo se te ha ocurrido? ¿Te has vuelto loco?
—¡No, escucha, me han dado una puñalada…!
—¿ Quién ha sido?
—Un coribante —dije, sin fuerzas ya.
Lico corrió hacia los danzarines, y lo último que recuerdo es el tumulto de la pelea que se formó. Después sentí que alguien me sujetaba y perdí el conocimiento.
12
Desperté en una habitación amplia, pintada de azul pálido, cuyas paredes no guardaban proporción. Supe que estaba junto a un jardín, pues por la única ventana que había entraban los cantos de los pájaros. Me encontré desnudo, cubierto por una sábana, en un lecho bajo y de colchón apretado. Mi mente buscó en la memoria para ubicar aquella estancia en alguna casa conocida, pero se encontró con el vacío. Cuando intenté incorporarme, sentí el agudo dolor en el vientre y me llevé la mano en un acto reflejo. Sobre la piel había una venda de lino que sujetaba un emplasto húmedo.
Entonces recordé súbitamente la noche anterior y, entre brumas, la herida sangrante, pero nada más.
—¡No te muevas! —dijo una voz.
En la puerta había una mujer joven, mirándome con gesto asustado. Salió y regresó al momento con un hombre delgado, de barba y cabellos canosos.
—He cosido yo mismo la herida y he aplicado una pomada curativa. Es mejor que permanezcas quieto, hasta que lo dañado empiece a sanar.
—Pero ¿dónde estoy?
—Soy médico, sacerdote de la casa de Mitra. Te trajeron anoche aquí para que me ocupara de ti pues conozco la física. Mi nombre es Menipo.
—¿Quién me trajo?
—Lo siento, pero no puedo decírtelo; la persona que se apiadó de ti cuando te desangrabas me pidió que le ahorrara complicaciones.