La luz del Oriente. Jesús Sánchez AdalidЧитать онлайн книгу.
probando el carro y los caballos. Primero subió mi padre y dio una vuelta templada alrededor de la casa. Tucio también lo intentó y los hizo correr un rato. Pero, cuando yo salté sobre el carro, el ímpetu y los nervios me hicieron perder las riendas y caí para atrás al primer arranque de los caballos. Desde el suelo miré a mi padre —temí que se arrepintiera de su regalo, ante mi torpeza—, pero él y Tucio reían a carcajadas.
—Esto requiere tiempo. Eres fuerte y no pesas mucho —dijo mientras me ayudaba a levantarme y me retiraba el polvo de la cara—. Llegarás a ser el mejor de Emerita.
Agradecí a los dioses aquella solicitud por parte de mi padre. O se estaba haciendo viejo o empezaba a verme como un hombre.
Mi madre había contemplado desde su ventana cómo mi padre me entregaba la biga. Subí de dos en dos los escalones para comunicarle la noticia, pero mi entusiasmo chocó con su expresión fría y su indiferencia.
—Voy a correr en los juegos de mayo —dije—. ¿No te alegras?
—Tu padre quiere engolosinarte con sus asuntos de los caballos para separarte de mí —contestó.
No estaba dispuesto a que estropeara mi alegría y no quise atender a sus razones.
—Te has empeñado en amargarte la vida y lo vas a conseguir —le respondí.
Cerré la puerta y volví otra vez a las cuadras para asegurarme de que el carro y los caballos estaban allí.
Durante la noche no pude pegar ojo. En los días siguientes, mi padre viajó a Emerita para buscarme una escuela y apalabrar todo lo necesario para mi formación. Mientras, mi madre hizo todo lo posible para convencerme de que era ella quien tenía la razón en la disputa que ambos mantenían.
Una tarde, antes de que oscureciera, estaba yo sentado en los escalones del atrio, trenzando unas correas y aprendiendo con Tucio a preparar los arneses. Mi madre salió y pasó a nuestro lado sin decir nada, acompañada por una de las criadas. Llevaban las vestiduras de lino y se habían peinado en la forma adecuada para acudir al culto de Isis.
Tucio alzó la vista y las siguió con la mirada. Yo hice lo mismo. Tomaron el sendero que conduce hacia el bosquecillo donde solían reunirse en torno a la imagen de la diosa.
—Algo traman —dijo Tucio entre dientes—. Esta tarde ha estado aquí tu tío Silvano, con ese sacerdote calvo y algunas de las mujeres que solían venir antes de que tu padre prohibiera las ceremonias en la hacienda.
—Déjalos —repuse—, no hacen nada malo. Mientras mi padre no esté en la casa pueden hacer lo que quieran.
—Sí, pero tu padre me ha ordenado que esté atento, y tendré que informarle cuando regrese.
—¡Bah! Estará fuera dos semanas o más. ¡Qué importará lo que haya pasado después de tanto tiempo!
Sabía que Tucio era absolutamente fiel a mi padre, pero me daba cuenta de que él, como yo, no quería que se disgustara. Si ambos permanecíamos callados podríamos evitar muchas complicaciones.
Cuando oscureció, se levantó el aire y aparecieron nubes en el horizonte, iluminadas por la luna llena. Más tarde se vio el resplandor de algunos relámpagos y el viento sopló con fuerza. Era el final del verano y el día había sido bochornoso; la tormenta se nos venía encima.
Salí a la terraza y miré hacia el río: resplandecían las hogueras que se solían preparar las noches dedicadas al culto de Isis. Los árboles se agitaban y los truenos eran cada vez más fuertes. Gruesas bolas de hielo comenzaron a golpear con fuerza los tejados y las losas de las terrazas y, al momento, aquella lluvia de piedras blancas hizo imposible permanecer a la intemperie. Corrí al interior y fui cerrando los postigos que chocaban furiosos contra los marcos de las ventanas.
Entonces me preocupé por mi madre. Me eché sobre los hombros un manto y corrí al exterior, pero la luna se había ocultado y la oscuridad me impidió seguir adelante. No puedo precisar el tiempo que estuve indeciso, esperando a que cesara la granizada. Después empezó a llover con fuerza, y el agua corrió enseguida por delante de la casa. Al cabo de un rato, se oyeron voces a lo lejos, pero no se distinguía lo que decían. Entonces apareció Tucio, que llegaba desde su casilla, junto a las caballerizas.
—¡En la casa estoy yo solo! —grité—. Mi madre y las criadas están todavía junto al río.
—¡Por Ceres! Esta tormenta es muy fuerte, espero que no hayan cruzado hacia el bosquecillo de la isla.
Tucio entró en la casa y encendió antorchas, pero, cuando intentábamos ir hacia el río, el viento las apagaba. Los dos permanecimos esperando, bajo el pórtico, sin saber qué hacer.
Entonces se oyeron voces de nuevo y llegó entre la oscuridad mi tío Silvano, corriendo, empapado y con aspecto angustiado.
—¡Se ha ido por el río! Ayudadnos. No vemos nada —gritó entre sollozos.
—¿Quién? —preguntamos a la par.
Nos precipitamos a oscuras por el camino que baja hasta el río, resbalando y enfrentados a la lluvia que azotaba con furia. Cuando llegamos junto a las alamedas la oscuridad era aún mayor.
Yo corrí impotente en una y otra dirección de la orilla y me topé varias veces con Tucio y con los demás que, desconcertados, se gritaban unos a otros ante la imposibilidad de hacer nada.
—¿Por dónde? ¿Por dónde se ha caído? —oí gritar a Tucio.
—Iba en la barca —contestó una de las mujeres.
—¡Dormida, estaba dormida! —dijo otra llorando—. ¡Se habrá ahogado!
—¡Hay que seguir la dirección de las aguas! —dijo uno de los criados que se había sumado a la búsqueda.
Durante un buen rato estuvimos corriendo en la dirección de la corriente. Cuando la luna aparecía tras las nubes, iluminaba el río y se veía la fuerza con la que corrían las aguas; saltaban por encima de los islotes y transportaban troncos y ramas.
No había ni rastro de la barca. Luchamos hasta el agotamiento contra la oscuridad y la tormenta. Cuando por fin empezó a amanecer, nos dimos cuenta de que las aguas iban muy crecidas y turbias e invadían las orillas más allá de los límites del cauce.
El sol estaba ya alto y todavía no habíamos dado con ninguna señal que nos devolviera la esperanza, por lo que empezamos a desfallecer.
Corrimos de un lado a otro, oteando cada entrante del río y cada objeto que flotara. Tucio se acercó a mí y me sujetó por los hombros.
—¡Habrá que ir a las haciendas vecinas para buscar más gente! —dijo.
El cielo estaba despejado y el aire llevaba ya largo tiempo calmado, pero el agua corría aún turbia y con fuerza. Estaba a la vista lo difícil que era encontrar algo en el río.
Llegó gente de todos los alrededores para ayudarnos en la búsqueda y partió un criado hacia Emerita para buscar a mi padre.
En torno al mediodía, apareció la barca, semioculta y derecha entre los materiales que había arrastrado la corriente. Perdimos entonces toda esperanza de encontrar a mi madre con vida, y nos dispusimos a buscar el cuerpo en el barro de las orillas.
Mi padre llegó de madrugada. Nos encontró en el río, porque ni de noche interrumpimos la tarea. Lo acompañaban mi tío Hiberino y algunos de sus compañeros. Lo primero que hizo al descender del caballo fue agarrar a Silvano por el cuello y arrastrarlo hasta el agua para ahogarlo (el sacerdote de Isis había desaparecido hacía algunas horas sin que nadie le viera marcharse). Entre todos sujetamos a mi padre y Silvano salvó su vida. Después, aterrorizado, contó todo lo que había sucedido la noche de la tormenta: él y el sacerdote habían llegado a media mañana con algunas sacerdotisas para preparar el rito; limpiaron el ara y colocaron la imagen de madera que tenían guardada en un escondite. Mi madre se había propuesto ofrecerse a la diosa y para ello había que realizar un Navigium Isidis. El rito consistía en adornar una barca y colocar