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Cooperar para crecer. Francisco Zariquiey BiondiЧитать онлайн книгу.

Cooperar para crecer - Francisco Zariquiey Biondi


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estar con los padres está aún tan acentuada? ¿Cómo pensarán en ayudar a otros si están inmersos en la tarea de construirse a sí mismos? ¿Cómo pedirles que aprendan con los demás, que los ayuden y les permitan formar parte de su mundo afectivo, si todavía no experimentan el placer de compartir juegos, palabras y aprendizajes entre sí?

      Los grupos de niños en las primeras edades son una especie de racimos de individualidades. Cada uno va siguiendo sus propias motivaciones, curiosidades e intereses. Su relación principal no es con los “iguales”, sino con la maestra, reproduciendo la díada madre-hijo, padre-hijo, o cuidador-bebé, que es la manera de relacionarse que conocen y que han vivido. De esta confiada relación de apego familiar que les proporciona la seguridad que necesitan, pasan a otra, semejante en algún sentido, que será establecer un nuevo apego, esta vez con su maestra o maestro. Y hasta que la trama no esté urdida y clara, no podrán avanzar hasta el posterior paso de interesarse por los demás.

      Poco a poco, cada niño o niña se va fijando en que en el aula hay alguien más, además de la maestra y de ellos mismos, y va incorporando sus voces, sus caras, sus costumbres y sus preferencias. Hasta que un buen día descubre la alegría que da ver al compañero reírse, asombrarse o asustarse al mismo tiempo que ellos, o siente admiración al verlos correr, bailar o lanzar los coches por la rampa. Un horizonte nuevo se abre entonces, y al entrar a clase por las mañanas, además de buscar la mirada de la maestra, busca la del recién encontrado compañero que le proporciona un placer desconocido hasta el momento. Es entonces cuando se inicia una relación. Porque para querer compartir algo con otro hay que poder pensar que es parecido a nosotros y en este momento tan narcisista solo se llega a la valoración de los otros a partir de la curiosidad, del descubrimiento y del propio interés, ya que los congéneres nos ofrecen oportunidades, diversión, conocimiento y placer. Como se puede ver aquí, en uno de los momentos del proceso de Candela, una niña de cuatro años. “¿Sabes qué? Le he regalado a Jorge una estampa. Yo la tenía repetida y además estaba un poco estropeada, pero él la quería y se la he dado. ¡Se ha puesto muy contento! Y yo también…”

      Los autores del libro nos dicen que los maestros tendremos que ir apuntalando los edificios en construcción que son cada uno de nuestros alumnos y ejercer de modelos socializadores, mostrándoles cómo colaboramos en el seno del equipo de maestros y con los padres. Que tendremos que ejercer de mediadores entre el mundo impulsivo que mueve a los niños a actuar “barriendo para adentro” y el mundo social que les mostrará las ventajas de vivir aprendiendo y relacionándose desde el apoyo y la colaboración. Y que, además, tendremos que ser “contagiadores” del deseo de estar con las otras personas, con la seguridad de que podremos aportarlas lo que tengamos y recibir de ellas lo que tengan. Serán esos intercambios útiles, agradables e ilusionantes los que invitarán a seguir aprendiendo y a compartir emociones, vivencias y amistades.

      En el transcurrir desde el vínculo especial que los maestros forjamos con cada niño y cada niña hasta el momento de ir entusiasmándolos por vivir la cotidianidad, las relaciones y el aprendizaje con los compañeros y a crear vínculos duraderos entre ellos, hay todo un trecho a recorrer, que es precisamente el que se cuenta en este libro, en el que los autores animan, explican y aconsejan con todo lujo de detalles tanto la necesidad de incluir las diferentes subjetividades, las emociones, los valores y el tratamiento de los conflictos, como el modo de organizar lugares, agrupaciones, roles, tareas y normas para sensibilizar a los pequeños y motivarlos a compartir sus aprendizajes con los demás niños. Pero todo esto se tendrá que hacer despacio porque no es tan sencillo, ya que este proceso va a requerir acompañamiento, escucha, observación, conocimiento de cada niño, ley, afecto y palabras. Se tendrá que hacer despacio, pero con la confianza puesta en que podrá lograrse la cooperación deseada. Se tendrá que hacer despacio, porque lo humano tiene sus leyes y una de ellas es dar tiempo a los procesos.

      A lo largo del texto se habla de inclusión, de pertenencia, de diversidad, de heterogeneidad, de dinámica grupal, de cooperación, de vínculos. Conceptos todos ellos importantes. El pedagogo Skliar propone para pensar la diversidad: “Comprender que estamos hechos de diferencias que habrá que sostener en su inquietante extrañeza”. Y propone las “Pedagogías de las diferencias, que son pedagogías plurales, de las singularidades y las multiplicidades, lo cual posibilita que los diversos puntos del entramado estén interconectados, sin necesidad de homogeneizarlos”. Trabajar según las Pedagogías de las diferencias supondría, pues, aceptar que cada cual sea diverso, aprovechar los aportes de la mezcla de unos y otros, aunar las singularidades en proyectos comunes, cuidar lo genuino, respetar lo particular.

      En la escuela el esfuerzo por dar lugar a los deseos de cada niño, por hacerle sitio a cada identidad en crecimiento, por incluir lo individual en la trama del grupo, será un vaivén desde lo de cada cual hacia lo del colectivo, porque el niño se presenta en el grupo con su bagaje de experiencias, de saberes, de afectos, de deseos, de inseguridades, de vacíos, y necesita perentoriamente sentirse dentro, sentirse uno con los otros, sentirse aceptado, incluido, aun siendo diferente a los demás.

      Me ha gustado que en el texto haya, además de abundantes propuestas prácticas, una parte teórica explicada y argumentada, porque considero que es imprescindible que lo que se hace se fundamente en lo que se piensa. Es decir, en una teoría que inspire y que esté suficientemente explicitada para entender por qué se eligen unas opciones u otras. Hablar de teoría es hablar de reflexiones hiladas y organizadas, de hipótesis que se enuncian intentando explicar algo, y que se exponen a ser contrastadas con la realidad. Es estar ante especulaciones que buscan ser comprobadas. La práctica alude a la aplicación de la teoría para comprobar su autenticidad y validez. Es algo así como poner a funcionar en la realidad aquellos pensamientos para ver si responden a lo esperado. Una sin la otra, no son mucho. Una sin la otra, pierden su razón de ser. Una sin la otra, quedan huecas, cojas, ciegas y hasta inútiles. Como dice la psicóloga Silvia Bleichmar: “Una práctica sin teoría deja a la gente totalmente desprotegida para pensar”. A lo que podríamos añadir: “Y una teoría sin práctica nos deja limitados a desconocer si hay alguna verdad o no en la formulación de los planteamientos”.

      En este caso, hay teoría y hay práctica. Se hace un recorrido histórico sobre la evolución de los criterios pedagógicos que han dado pie a diversas metodologías y que resulta útil para comprender el momento presente. Se describen algunas líneas teóricas con sus correlatos pedagógicos, y se contrastan varios modelos educativos, sobre todo el escogido por los autores, que se decantan por el estilo constructivista y cooperativo (Piaget, Vigotsky, Bruner, Bandura, los hermanos Johnson), que incluye el respeto a las subjetividades, la aceptación de la heterogeneidad, la valoración de la interacción entre iguales, la inclusión en el contexto social, el impulso hacia la actividad y el avance que se produce al trabajar juntos cooperativamente con las miras puestas en que nadie se quede atrás, en aprovechar los recursos y en luchar contra las dificultades.

      Toman los autores el concepto de andamiaje de Bruner y lo aplican al aprendizaje cooperativo, en el que el niño que hace de tutor construye un “andamio” con sus explicaciones y ayudas, sobre el cual el niño que hace de alumno, elaborará su propio aprendizaje. Y por esas asociaciones libres que te trae el pensamiento, a mí esto me ha hecho recordar a Álvaro, un niño de cuatro años, apasionado por los números, que organizaba al lado de la pizarra de la clase una especie de escuelita particular. Colocaba una gran caja de maderas en el suelo y les pedía a los que se acercaban a su rincón, que cogieran las maderas correspondientes al número que él escribía en la pizarra. Les decía algo así: “Si pongo un 8, hay que coger 8 maderas, y para no equivocarte, las tienes que contar. Pero si pongo 18, hay que poner más maderas, porque si el número 8 va con un 1 delante, es que va más cargado de maderas”.

      Un día vi que Álvaro escribió los números del 1 al 20 en la pizarra y les hizo contar a sus alumnos en voz alta. Como le miré con cara de extrañeza, me dijo: “Es que algunos amigos se lían al contar y los he puesto a practicar”. Así de sencillamente. La verdad es que era muy bonito ver las caras alegres de los participantes y la de su pequeño maestro alentándolos con su actitud animosa. Todo un disfrute colectivo, del cual destaco: la espontaneidad de Álvaro, su buen trato a los compañeros (tanto si lo hacían bien, como si no) y su modo de explicar los números, que era simple, pero efectivo. Yo miraba


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