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Magia en el mar . Maureen ChildЧитать онлайн книгу.

Magia en el mar  - Maureen Child


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estaba haciendo ahí? ¿Y por qué no se quitaba las gafas de sol para dejarle ver esos ojos verdes que lo habían embrujado durante meses?

      Sin embargo, no le concedió ese deseo. Al contrario; sacudió la cabeza claramente disgustada y echó a andar, desapareciendo de su vista en un instante.

      Mia. Embarazada. Y ahí.

      Sam necesitaba respuestas. Salió corriendo de la habitación y bajó a la cubierta principal, donde aún había pasajeros embarcando. El sobrecargo estaba ahí, junto con dos miembros del equipo de animación, para dar la bienvenida a los viajeros al Noches de Fantasía.

      –Señor Wilson –dijo, y el sobrecargo se giró.

      –Señor Buchanan. ¿Puedo ayudarle en algo?

      –Sí. ¿Se ha registrado una mujer llamada Mia…? –estuvo a punto de decir «Buchanan», pero entonces recordó que su exmujer usaría su apellido de soltera–. ¿Mia Harper?

      Rápidamente, el hombre comprobó la lista de pasajeros.

      –Sí, señor. Así es. Hace media hora. Ha…

      Así que sí era Mia. Y una Mia embarazadísima.

      –¿En qué suite está?

      Sabía que tenía una suite porque todos los camarotes del Noches de Fantasía eran suites. Algunas estaban decoradas y equipadas con más lujos que otras, pero todas eran espaciosas y acogedoras.

      –En la Poseidón, señor. Dos cubiertas más abajo en la zona de babor y…

      –Gracias. Es todo lo que necesito –Sam se abrió paso entre la multitud que ya abarrotaba el atrio, la zona de bienvenida principal de cualquier barco.

      En el Noches de Fantasía el atrio eran dos pisos de escaleras de cristal y madera, ahora cubiertas por guirnaldas de pino. En el centro había un árbol de Navidad gigantesco con miles de lucecitas de colores y adornos que los pasajeros podían comprar en la tienda de regalos. En un extremo había un coro cantando villancicos y, rodeando todo el espacio, kilómetros de más guirnaldas de pino.

      Del techo colgaban cientos de tiras de brillantes luces blancas que simulaban una nevada, y a lo largo de una pared había mesas abarrotadas de galletitas navideñas y chocolate caliente.

      Sam apenas se fijó en todo eso y tampoco se entretuvo esperando el ascensor, sino que fue hacia la escalera más cercana y subió los escalones de dos en dos. Se conocía cada barco de la flota como la palma de su mano, así que no necesitó consultar los mapas que había en las paredes para saber adónde dirigirse.

      La suite Poseidón era una de las más grandes. ¿Por qué Mia se habría molestado en reservar una de dos dormitorios? Y si estaba embarazada, ¿por qué no había ido a hablar con él directamente meses atrás? No tenía respuestas a todas las preguntas que se le pasaban por la cabeza, pero se prometió que resolvería ese misterio cuanto antes.

      Las animadas conversaciones y las carcajadas de los niños y sus padres lo persiguieron por el primer vestíbulo de la zona de babor. Los pasillos de los Cruceros Fantasía eran más anchos de lo habitual y especialmente luminosos, con suelos de teca y placas en cada puerta representando el nombre del camarote en cuestión. Por ejemplo, la puerta de la suite de Mia tenía una imagen de Poseidón subido a una ballena y sujetando su tridente como preparado para atacar a un enemigo. Preguntándose si sería un presagio de lo que iba a suceder, llamó a la puerta y un instante después esta se abrió.

      Cabello largo y pelirrojo. Ojos verdes. Camisa verde. Pantalones blancos. Tripa de embarazada.

      Pero no era Mia.

      Era Maya, su gemela.

      ¿Estaba sintiendo alivio, decepción o las dos cosas? Se la quedó mirando, pero no se le ocurrió nada qué decir.

      Maya, en cambio, lo miró y dijo con brusquedad:

      –Feliz aniversario, capullo.

      Casi al instante Mia apareció detrás de su gemela.

      –Maya. Para ya.

      Su hermana la miró.

      –¿En serio? ¿Vas a defenderlo?

      –¿Defenderme de qué? –preguntó Sam.

      –¿De qué? –repitió Maya fulminándolo con la mirada antes de dirigirse a su hermana–. ¿En serio? ¿Incluso ahora quieres que me haga la simpática?

      Mia tiró del brazo de su hermana.

      –Te quiero, pero lárgate.

      –Muy bien –respondió Maya levantando las manos. Miró a Sam una última vez y añadió–: Pero no me iré lejos…

      –¿Pero qué…? –murmuró Sam mirándola con recelo mientras la mujer se alejaba.

      Ese no era el modo en que Mia había querido manejar la situación, aunque en realidad nada de lo relacionado con ese viaje estaba saliendo como había querido. Por ejemplo, no había tenido pensado llevarse a toda su familia con ella, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto excepto, tal vez, mantener a Maya lejos de Sam.

      –Ya, no puede decirse que sea tu mayor fan –admitió Mia antes de salir al pasillo. Cerró la puerta, se apoyó en ella y miró al hombre de sus sueños.

      O, mejor dicho, al exhombre de sus sueños.

      Era alto. Siempre le había gustado eso de él. Es más, había sido una de las primeras cosas en las que se había fijado cuando se conocieron. Ella medía un metro setenta y cinco, así que había sido genial conocer a un hombre que midiera más de metro noventa. Aquella noche llevaba unos tacones de casi ocho centímetros y aun así había tenido que levantar la mirada para poder mirarlo directamente a los ojos.

      Y eran unos ojos fantásticos, por cierto. Azules, muy muy claros, que pasaban del hielo al fuego en un instante. Tenía el cabello demasiado largo para tratarse del pelo del director de una empresa tan importante, pero era tupido y de un negro brillante y hubo un tiempo en el que le había encantado enredar los dedos en él. E incluso después de todo lo que había pasado, sus dedos aún anhelaban hacerlo.

      Llevaba traje, por supuesto. Sam no tenía un estilo de vestir «relajado». Él lucía sus elegantes trajes sastre como si hubiera nacido para ellos. Y debajo de ese traje azul oscuro de raya diplomática sabía que habría un cuerpo que parecía esculpido por los ángeles.

      El corazón le daba brincos y no era de extrañar. Lo había conocido y se había casado con él en cuestión de dos meses, y aunque el matrimonio había durado técnicamente solo nueve, sabía que podría tardar años en olvidar a Sam Buchanan.

      –¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó él.

      Mia frunció el ceño.

      –Vaya, qué agradable bienvenida, Sam. Gracias. Yo también me alegro de verte.

      –¿Qué pasa, Mia? ¿Por qué está mi exesposa en este crucero?

      Era más «esposa» que «ex», pensó Mia, aunque de eso ya hablarían más adelante.

      –Porque necesitaba verte a solas el tiempo suficiente para hablar.

      Él se pasó una mano por su precioso pelo.

      –¿En serio? ¿Es que no podías haber levantado el teléfono simplemente?

      –¡Por favor! ¿Crees que no lo he intentado? Tu asistente no hacía más que darme largas diciéndome que estabas en una reunión o en el jet de la empresa volando hacia Katmandú…

      –¿Katmandú?

      –O algún sitio exótico muy lejano y, al parecer, fuera del alcance de mi teléfono.

      Sam se metió las manos en los bolsillos.

      –¿Así que vas a hacer un crucero de quince días?

      Mia se encogió de hombros.


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