La guerra de los mundos. H. G. WellsЧитать онлайн книгу.
manzanas y botellas de gaseosas.
Acercándome al borde del pozo, lo vi ocupado por un grupo constituido por media docena de hombres. Estaban allí Henderson, Ogilvy y un individuo alto y rubio que —según supe después— era Stent, astrónomo del Observatorio Real, con varios obreros que blandían palas y picos. Stent daba órdenes con voz clara y aguda. Se hallaba de pie sobre el cilindro, el cual parecía estar ya mucho más frío; su rostro se mostraba enrojecido y lleno de transpiración, y algo parecía irritarle.
Una gran parte del cilindro estaba ya al descubierto, aunque su extremo inferior se encontraba todavía sepultado. Tan pronto como me vio Ogilvy entre los curiosos, me invitó a bajar y me preguntó si tendría inconveniente en ir a ver a lord Hilton, el señor del castillo.
Agregó que la multitud, y en especial los muchachos, dificultaban los trabajos de excavación. Deseaban colocar una barandilla para que la gente se mantuviera a distancia. Me dijo que de cuando en cuando se oía un ruido procedente del interior del casco, pero que los obreros no habían podido destornillar la tapa, ya que esta no presentaba protuberancia ni asidero alguno. Las paredes del cilindro parecían ser extraordinariamente gruesas y era posible que los leves sonidos que oían fueran en realidad gritos y golpes muy fuertes procedentes del interior.
Me alegré de hacerle el favor que me pedía, ganando así el derecho de ser uno de los espectadores privilegiados que serían admitidos dentro del recinto proyectado. No hallé a lord Hilton en su casa; pero me informaron que lo esperaban en el tren que llegaría de Londres a las seis. Como aún eran las cinco y cuarto me fui a casa a tomar el té y eché luego a andar hacia la estación para recibirlo.
Se abre el cilindro
Se ponía ya el sol cuando volví al campo comunal. Varios grupos diseminados llegaban apresuradamente desde Woking, y una o dos personas regresaban a sus hogares. La multitud que rodeaba el pozo se había acrecentado y se recortaba contra el cielo amarillento. Eran quizá unas doscientas personas. Oí voces y me pareció notar movimientos como de lucha alrededor de la excavación. Esto hizo que imaginara cosas raras.
Al acercarme más oí la voz de Stent:
—¡Atrás! ¡Atrás!
Un muchacho se adelantó corriendo hacia mí.
—Se está moviendo —me dijo al pasar—. Se desenrosca. No me gusta y me voy a casa.
Seguí avanzando hacia la multitud. Tuve la impresión de que había doscientas o trescientas personas dándose codazos y empujándose unas a otras, y entre ellas no eran las mujeres las menos activas.
—¡Se ha caído al pozo! —gritó alguien.
—¡Atrás! —exclamaron varios.
La muchedumbre se apartó un tanto y aproveché la oportunidad para abrirme paso a codazos. Todos parecían muy excitados y oí un zumbido procedente del pozo.
—¡Oiga! —exclamó Ogilvy en ese momento—. Ayúdenos a mantener a raya a estos idiotas. Todavía no sabemos lo que hay dentro de este condenado casco.
Vi a un joven dependiente de una tienda de Woking que se hallaba parado sobre el cilindro y trataba de salir del pozo. El gentío le había hecho caer con sus empujones.
Desde el interior del casco estaban desenroscando la tapa y ya se veían unos cincuenta centímetros de la reluciente rosca. Alguien se tropezó conmigo y estuve a punto de caer sobre la tapa. Me volví, y al hacerlo debió haberse terminado de efectuar la abertura y la tapa cayó a tierra con un sonoro golpe. Di un codazo a la persona que estaba detrás de mí y volví de nuevo la cabeza hacia el objeto. Por un momento me pareció que la cavidad circular era completamente negra. Tenía entonces el sol frente a los ojos.
Creo que todos esperaban ver salir a un hombre, quizá algo diferente de los terrestres, pero, en esencia, un ser como los humanos. Estoy seguro de que tal fue mi idea, pero mientras miraba vi algo que se movía entre las sombras. Era de color gris y se movía sinuosamente, y después percibí dos discos luminosos parecidos a ojos. Un momento más tarde se proyectó en el aire y hacia mí algo que se asemejaba a una serpiente gris no más gruesa que un bastón. A ese primer tentáculo siguió inmediatamente otro.
Me estremecí súbitamente. Una de las mujeres que estaban más atrás lanzó un grito agudo. Me volví a medias, sin apartar los ojos del cilindro, del cual se proyectaban otros tentáculos más, y comencé a empujar a la gente para alejarme del borde del pozo. Vi que el terror reemplazaba al asombro en los rostros de los que me rodeaban. Oí exclamaciones inarticuladas procedentes de todas las gargantas y hubo un movimiento general hacia atrás. El dependiente seguía esforzándose por salir del agujero. Me encontré solo y noté que la gente del lado opuesto del pozo echaba a correr. Entre ellos iba Stent. Miré de nuevo hacia el cilindro y me dominó un temor incontrolable, que me obligó a quedarme inmóvil y con los ojos fijos en el proyectil que llegara de Marte.
Un bulto redondeado, grisáceo y del tamaño aproximado al de un oso se levantaba con lentitud y gran dificultad saliendo del cilindro.
Al salir y ser iluminado por la luz relució como el cuero mojado. Dos grandes ojos oscuros me miraban con tremenda fijeza. Era redondo y podría decirse que tenía cara. Había una boca bajo los ojos: la abertura temblaba, abriéndose y cerrándose convulsivamente mientras babeaba. El cuerpo palpitaba de manera violenta. Un delgado apéndice tentacular se aferró al borde del cilindro; otro se agitó en el aire.
Los que nunca han visto un marciano vivo no pueden imaginar lo horroroso de su aspecto. La extraña boca en forma de uva, con su labio superior en punta; la ausencia de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos... Todo ello produce un efecto muy parecido al de la náusea.
Hay algo profundamente desagradable en su piel olivácea, y algo terrible en la torpe lentitud de sus tediosos movimientos. Aun en aquel primer encuentro, y a la primera mirada, me sentí dominado por la repugnancia y el terror.
Súbitamente desapareció el monstruo. Había rebasado el borde del cilindro cayendo a tierra con un golpe sordo, como el que podría producir una gran masa de cuero al dar con fuerza en el suelo. Le oí lanzar un grito ronco, y de inmediato apareció otra de las criaturas en la sombra profunda de la boca del cilindro.
Ante eso me sentí liberado de mi inmovilidad, giré sobre mis talones y eché a correr desesperadamente hacia el primer grupo de árboles, que se hallaba a unos cien metros de distancia; pero corrí a tropezones y medio de costado, pues me fue imposible dejar de mirar a los monstruos.
Una vez entre los pinos y matorrales me detuve jadeante y aguardé el desarrollo de los acontecimientos. El campo comunal alrededor de los arenales estaba salpicado de gente que, como yo, miraba con terror y fascinación a esas criaturas, o mejor dicho, al montón de tierra levantado al borde del pozo en el cual se hallaban, Y luego, con renovado terror, vi un objeto redondo y negro que sobresalía del pozo. Era la cabeza del dependiente, que cayera en él. De pronto logró levantarse y apoyar una rodilla en el borde, pero volvió a deslizarse hacia abajo hasta que sólo quedó visible su cabeza.
Súbitamente desapareció y me pareció oír un grito lejano. Tuve el impulso momentáneo de correr a prestarle ayuda, pero fue más fuerte mi pánico que mi voluntad.
Luego no se vio nada más que los montones de arena proyectados hacia afuera por la caída del cilindro. Cualquiera que llegara desde Chobham o Woking se habría asombrado ante el espectáculo: una multitud de unas cien o más personas paradas en un amplio círculo irregular, en zanjas, detrás de matorrales, portones y setos, hablando poco y mirando con fijeza hacia unos cuantos montones de arena. La carretilla de gaseosas se destacaba contra el cielo carmesí y en los arenales había una hilera de vehículos cuyos caballos pateaban el suelo o comían tranquilamente el grano de los morrales pendientes de sus cabezas.