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La guerra de los mundos. H. G. WellsЧитать онлайн книгу.

La guerra de los mundos - H. G. Wells


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a eso de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.

      Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.

      Comienza la lucha

      El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.

      Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando, pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.

      El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.

      En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.

      —No los van a matar si pueden evitarlo —dijo el lechero.

      Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato. Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el transcurso del día.

      —Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observe—. Sería interesante saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.

      Se acercó a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.

      —Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.

      Rió jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.

      —El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino — agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!

      Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños, sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.

      Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia. Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.

      —Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos —expresó uno.

      —¡Bah!—dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.

      —¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.

      —¿Es verdad que no tienen cuello? —dijo de pronto un tercero.

      Repetí la descripción que hiciera un momento antes.

      —Pulpo —dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.

      —No es un crimen matar bestias así —manifestó el que hablara primero.

      —¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos? —preguntó otro—. No se sabe lo que son capaces de hacer.

      —¿Y dónde están las balas? No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora sin perder ni un minuto.

      Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación para buscar tantos diarios matutinos como hubiera.

      Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las iglesias de Horsell y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los soldados con quienes hablé no sabían nada: los oficiales estaban muy ocupados y no quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la presencia del ejército, y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en las afueras de Horsell a cerrar sus casas y salir de ellas.

      Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho, el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío.

      Alrededor de las cuatro y media fui a la estación para adquirir un diario vespertino, pues los de la mañana habían publicado una descripción muy poco detallada de la muerte de Stent, Henderson, Ogilvy y los otros. Pero no encontré en ellos nada que no supiera.

      Los marcianos no se mostraron para nada. Parecían muy ocupados en su pozo y se oía el resonar de los martillazos, mientras que las columnas de humo eran constantes.

      Aparentemente, estaban preparándose para una lucha.

      “Se han hecho nuevas tentativas de comunicarse con ellos, mas no se obtuvo el menor éxito”, era la fórmula empleada por los diarios.

      Un zapador me dijo que las señales las hacía un soldado ubicado en una zanja con una bandera atada a una vara muy larga. Los marcianos le prestaron tanta atención como la que prestaríamos nosotros a los mugidos de una vaca.

      Debo confesar que la vista de todo este armamento y de los preparativos me excitó en extremo. Me torné beligerante y en mi indignación derroté a los invasores de diversas maneras. Volvieron a mí parte de los sueños de batalla y heroísmo que tuviera durante mi niñez. En esos momentos me pareció una batalla desigual. Los marcianos daban la impresión de encontrarse totalmente indefensos en su pozo.

      Alrededor de las tres comenzaron a oírse las detonaciones de un cañón que estaba en Chertsey o Addlestone. Me enteré de que estaban cañoneando el bosque de pinos donde había caído el segundo cilindro, pues deseaban destruirlo antes que se abriera. Mas eran ya las cinco cuando llegó a Chobham el cañón que habría de usarse contra el primer grupo de marcianos.

      A eso de las seis, cuando estaba tomando el té con mi esposa en la glorieta y hablaba con entusiasmo acerca de la batalla que se libraba a nuestro alrededor, oí una detonación ahogada procedente del campo comunal. A esto siguió una descarga cerrada. Luego se oyó un estruendo violentísimo muy cerca de nosotros y tembló la tierra a nuestros pies. Vi entonces que las copas de los árboles que rodeaban el colegio “Oriental” estallaban en llamas rojas, mientras que el campanario de la iglesia se desmoronaba hecho una ruina.

      La parte superior de la torre había desaparecido y los techos del colegio daban la impresión de haber sido víctimas de una bomba de cien toneladas. Se resquebrajó una de nuestras chimeneas como si le hubieran dado un cañonazo, y un trozo de la misma cayó abajo arruinando un macizo de flores que había junto a la ventana de mi estudio.

      Mi esposa y yo nos quedamos anonadados. Después me hice cargo de que la cumbre de Maybury Hill debía estar al alcance del rayo calórico ahora que no estaba el edificio del colegio en su camino.

      Al comprender esto tomé a mi esposa del brazo y sin la menor ceremonia la llevé al camino. Después llamé


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