Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. ShklarЧитать онлайн книгу.
eternidad está en el momento», y la energía que desplegamos en nuestra vida, la creatividad que llevamos dentro, es la verdadera justificación de nuestra existencia46. Nuevamente, la personalidad en su conjunto, no las virtudes de libro de texto, es la que nos hace felices y buenos47. Cada uno de nosotros está bendecido por un «daimón» interior que podemos desarrollar, pero que nunca cambia. Aunque esto supone un cierto grado de fatalismo, no termina en el pesimismo, sino en el reconocimiento de que la expresión es la mayor ambición del hombre48.
Sin embargo, esta serena indiferencia de la intuición poética ante los problemas de la metafísica, no era habitual. Muchos románticos tendían a adoptar el método de Herder: reformar la filosofía imponiendo una nueva concepción de la vida. La imaginación creativa, la poesía, estaban para suplir las necesidades de un «anhelo metafísico». La imaginación no era una cualidad que el clasicismo valorase enormemente. De hecho, Hobbes, uno de los pilares de la crítica neoclásica inglesa, había sostenido que la ficción nunca debía «exceder las posibilidades de la naturaleza»49. Sin embargo, para los románticos, la imaginación no solo era una «fantasía»; era el núcleo de todos los poderes humanos, racionales y emocionales, de donde surgía la acción creativa. Era, por definición, esa fuerza en el hombre que podía completarlo de nuevo, e incluso recrearlo en una forma más alta. La imaginación, sus creaciones, su originalidad –estos eran los elementos divinos del hombre, la cualidad primaria de Prometeo–. No podemos olvidar los orígenes religiosos de estas ideas. El hombre piadoso se veía conmocionado positivamente por estas pretensiones50. Era la aspiración humana a ser Dios. «Sostengo que (la Imaginación)», escribió Coleridge, «es el Poder vivo y el primer Agente de toda Percepción Humana, como una repetición de la mente finita del eterno acto de creación en el infinito Yo Soy»51.
Scheleiermacher, que al igual que Coleridge se consideraba un hombre absolutamente religioso, hablaba del «divino poder de la imaginación, que solo puede liberar al espíritu y llevarlo más allá de la coerción y limitaciones de cualquier tipo»52. Esto, sin embargo, solo es retórico. La cuestión real es, ¿cómo? Solo dos autores románticos, Schiller y Shelley, fueron capaces de conjeturar una respuesta realmente convincente –la misma respuesta, de hecho, por lo que nos vemos tentados a conjeturar si «Shelley no será el Schiller inglés»53–. Al contrario que algunos románticos, ninguno abusó de la filosofía como tal. Schiller solo quería hacer la ética kantiana más viable. Aceptó el escenario kantiano de perfección moral, pero dudaba de que la razón pudiera llegar al fin que le correspondía. Lo que se necesitaba era alguna facultad que «pudiera abrir el camino… del ámbito de la mera fuerza, al imperio de la ley»54. En el «impulso del juego» encontró un medio hacia la moralidad. Pero Schiller no se detuvo aquí. Incluso aunque acepta la idea kantiana de «la oposición radical y primitiva entre naturaleza y razón», no podía resignarse a ella55. La vida estética donde el hombre se hace uno reemplazó insensiblemente al ideal kantiano.
El «impulso del juego» es para Schiller lo que la imaginación creativa era para la mayoría de los románticos –la necesidad de crear belleza–. Une «los sentidos y los impulsos formales», nuestra necesidad de variación e identidad» y, de hecho, pone en armonía «nuestra perfección y nuestra belleza»56. Su fin, la belleza, se convierte en «nuestro segundo creador», pues su pretensión es cultivar el conjunto de todos nuestros poderes sensuales e intelectuales en la armonía más plena posible»57. Por eso, «el hombre solo es realmente hombre cuando está jugando»58. Debemos «dar el salto al juego estético» para terminar «la guerra entre razón intuitiva y especulativa» que había dejado «del propio hombre… solo un fragmento»59. Solo así podremos alcanzar la humanidad. Y la humanidad es el ideal real de Schiller, un estado de perfección que solo lograron los griegos, «combinando la plenitud de la forma con la plenitud de su contenido, creativo y filosófico, tierno y energético a un mismo tiempo…, uniendo toda la juventud de la fantasía con la masculinidad de la razón en una humanidad espléndida»60.
Pero esto está muy lejos de Kant, no solo de la letra, como pensaba Schiller, sino también del espíritu de su filosofía. La separación absoluta entre el deber y todo motivo emocional es la base de la ética kantiana, Kant nunca habría permitido la mediación de la belleza en la educación moral. Insistía en que el deber podía enseñarse mediante el ejemplo que, en su opinión, despertaría una respuesta racional incluso en el villano más depravado61. «¡La majestuosidad del deber no tiene nada que ver con el disfrute de la vida!»62. Schiller simplemente pospuso la regla del deber indefinidamente y Hegel tenía mucha razón al señalar que había liberado a la filosofía de la ética del deber63. Aunque admiraba a Schiller, ni Hegel –ni ningún otro filósofo– podía aceptar la idea de que la cultura estética es la verdad y el último fin del hombre, y que el artista es el único educador de la humanidad.
Shelley hizo con Godwin exactamente lo que Schiller hizo con Kant. Aceptando la moralidad desinteresada como el verdadero fin del hombre, procedió a mostrar que la razón no puede lograr por sí misma ese fin, sino que precisa de la ayuda de la imaginación creativa, de la poesía. Pero, finalmente, encontró en la poesía fines que trascendían a la propia moralidad:
La ética organiza los elementos que la poesía ha creado y propone modelos y ejemplos de vida civil y doméstica: no es por falta de doctrinas admirables, si los hombres odian y desprecian y censuran y engañan y se subyugan uno a otro. Pero la poesía actúa de una manera distinta y divina… La poesía levanta el velo que cubre la belleza oculta del mundo y hace aparecer los objetos familiares como si no lo fueran… El gran secreto de la moral es el Amor, o bien un salir de nuestra propia naturaleza para identificarnos con la belleza que existe en un pensamiento, acción o persona ajenos. Un hombre, para Ser excelso, debe imaginar intensa y comprehensivamente, debe ponerse a sí mismo en el lugar de otro y de muchos otros, debe aceptar como propios los placeres y dolores de toda su especie. El gran instrumento del bien moral es la imaginación y la poesía administra el efecto actuando sobre la causa. La poesía amplía la circunferencia de la imaginación64.
Como Schiller, Shelley pensaba que no era mediante la oración, sino mediante la verdadera conciencia de la belleza, como el arte hacía buenos a los hombres. «Me horroriza la poesía didáctica», escribió65. Aunque Prometeo encadenado celebra la revolución godwinista del hombre frente a la injusticia y el prejuicio social, su héroe está concebido primordialmente como un «personaje poético», la perfecta imagen de la nobleza titánica. Shelley también vio a los artistas como los grandes reformadores de la sociedad, como alguien más allá de su época. El poeta también participa en «el eterno, el infinito y el Uno» y la poesía «redime ante la escasez de visitas divinas que recibe el hombre»66, es decir, la belleza no solo es el instrumento de reforma, es el reflejo de una armonía universal en forma individual. Como Schiller, tenía la sensación de que la razón había traído discordia a los hombres y la sociedad: «Tenemos más sabiduría moral, política e histórica de la que podemos reducir a la práctica: queremos que la facultad creativa imagine lo que sabemos…, queremos la poesía de la vida; nuestros cálculos han sobrepasado su concepción, hemos comido más de lo que podemos digerir»67. Por eso, la poesía puede salvarnos, pues «nos obliga a sentir que nosotros… percibimos»68. La poesía era algo más que una reconstituyente, un placer o guía a la acción. Era «la verdadera imagen de la vida expresada en su verdad eterna»69. Este idealismo estético ha sido la contribución más profunda y duradera del romanticismo. De hecho, Sir Herbert Read regresa a la idea de educación de Schiller a través del arte como nuestra única esperanza, y Albert Camus encuentra comodidad en un mundo desolado en las célebres palabras de Shelley, «los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo»70.
No todos los románticos fueron capaces de llegar a este nivel de controversia. La mayoría de ellos simplemente rechazaban la filosofía y hacían aclamaciones asistemáticas por la poesía. No hay nada cierto en los aforismos de Friedrich Schlegel y Novalis. «La poesía comienza donde termina la filosofía», señalaba el primero71. Y «cuanto más poético, más verdadero», concluía el último72. La antigua