Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez GómezЧитать онлайн книгу.
quiere ver a una persona y un sacristán. De italiano hizo Álvaro d’Ors, y bien. Pero yo coseché aún mayores éxitos en mi papel de sacristán...»[100].
VERANO DE 1931. DESCUBRIENDO LOS CLÁSICOS
El verano de 1931, especialmente caluroso, va a marcar la vida del joven Álvaro al descubrir durante este periodo lo que, con el tiempo, será su vocación profesional. Con 16 años recién cumplidos se marcha solo a Londres para perfeccionar su inglés en la Academia Politécnica. Su nivel debía de ser bastante bueno, dado el interés que había mostrado por los poetas románticos (en especial Shelley y Keats), realmente difíciles de traducir para quien no tenga un dominio más que aceptable de esta lengua[101].
Para seguir los cursos especiales que impartía la BBC se instaló en una pensión céntrica de Kensington, en Philbeach Gardens, regentada por una nieta de William Wordsworth (de la primera generación de poetas románticos ingleses), en la que convivía con dos personajes que parecían sacados de una novela de Agatha Christie: un pianista ciego y un alto cargo de los boy-scouts[102]. Durante ese verano trabó relación con John Brande Trend, a la sazón segundo crítico musical de The Times (el titular era Edward J. Dent), a quien ya conocía por haberse alojado una temporada en la Residencia de Estudiantes:
Era un hombre singular; salido de un college de Cambridge, pero que tartamudeaba más de lo que está bien visto para el snobismo de allí. Era él quien acompañaba a Falla en las estancias de éste en Londres; y me contaba el horror que causaban a nuestro gran músico las escaleras eléctricas del Metro londinense. Asistí yo a alguna de las tertulias de su casa, en las que tanto él como alguno más de los invitados se sentaban juvenilmente sobre la alfombra, y yo me vi obligado a hacer lo mismo[103].
Su horario en la capital inglesa lo recoge en una carta que envía a su madre, aunque se dirige también a sus hermanos:
A las 7,30 entra un hombrón (…) y después de dejarme el agua caliente y de abrirme las ventanas me dice «half past seven» y se va. Yo me levanto, me baño casi todos los días, me arreglo, bajo a desayunar, me voy a clase, después voy al British Museum y luego hacia la una me meto en un Lyons. Esto es una compañía de casas de té y de comidas, bien y baratas y donde tomo mi lunch. Entro, miro mucho la carta y después de unos minutos aviso a una happy —que son las camareras— y le pido, por ejemplo: pan blanco y un huevo poached (no es frito, ni es hervido) con puré de patatas, me lo como y después, con gran asombro, me hago servir unas chuletas o un pedazo de carne de los mayores con algún vegetal. Todo el mundo me mira extrañado de que después de un huevo tome carne; pero quedan más extrañados aún cuando después de la carne pido la cuenta. ¡Aquí todo el mundo almuerza postre y nada más! El señor de delante ha tomado un café y frutillas, el de la derecha, té y pudding y el de la izquierda pudding y frutillas. La happy no se convence pero cuando ve que me levanto me hace la cuenta que pago en la caja. Suele costarme casi siempre alrededor de £6, que viene a ser unas cuatro pesetas. Después voy a algún museo o algún sitio de interés. A las cinco entro en otro Lyons’ y tomo el té, que no es té porque yo pido Beefex concentrado, que es caldo de buey y bocadillo de jamón. Después del té ya no puedo hacer nada, los museos cierran casi todos a las seis, y así es que voy a casa y me entretengo con cualquier cosa hasta las 7,30, hora de la cena[104].
Hasta este momento, da la sensación de que sus intereses de cara al futuro giran en torno a la Filología Inglesa. Pero es en estas circunstancias, alojado en esa pensión de Philbeach Gardens, donde su vida sufre lo que los guionistas de teatro y cine ingleses llaman un plot point; un punto de giro, a partir del cual cambian las circunstancias de la trama porque se ha roto el equilibrio de lo que venía sucediendo hasta entonces: como hemos visto en su propia narración, en los ratos libres que le dejan sus clases de inglés, Álvaro d’Ors se aficiona a ir al Museo Británico, donde le llaman la atención algunos objetos de la Grecia antigua que hay expuestos. Su interés por ellos es tan grande que, a pesar de sus 16 años, consigue que le permitan la utilización de las instalaciones como si se tratara de un «investigador» al uso.
Visitaba ávidamente la ciudad, pero sobre todo el Museo Británico, al que acudía casi todos los días. Allí tuvo lugar mi «conversión» al mundo clásico, y empezando precisamente por el estudio de las figurillas de Tanagra y similares. Mi interés por esa manifestación menor del arte griego fue tal, que, a los pocos días, me encontré con que, a pesar de mi corta edad, me habían confiado las llaves de las vitrinas para poder estudiar esas figurillas con mayor comodidad. Naturalmente, de ese estudio no quedó nada utilizable, pero esa fue la ocasión de que yo me llegara a sentir, es claro que pedantemente, un estudioso del mundo clásico[105].
Estas visitas al Museo Británico van calando en el espíritu del joven estudiante, que encuentra un punto de conexión entre los poetas románticos ingleses y el nuevo mundo en el que se está adentrando. Este enlace lo halla en la famosa poesía de Keats Oda a una urna griega, en la que nuestro protagonista dice que basó su conversión de la poesía inglesa al mundo clásico[106]. Al final de ese poema, Keats identifica la Belleza con la Verdad, lo que confiere a estos versos una especial significación teológica, que muy posiblemente estuviera lejos del pensamiento del poeta romántico, y también del joven estudiante de 1931, pero que no se le pasaría por alto años más tarde:
Me queda la duda de si la identificación de Belleza y Verdad —un concepto de Verdad que, naturalmente, no es el mío, que es el de Verdad revelada— nos la da Keats o se lo hace decir a la urna (...) Si yo fuera el autor de esa oda, suprimiría el entrecomillado: sería yo quien afirmara —como poeta romántico— la identidad de Verdad y Belleza, y diría que eso es lo único que nosotros («we») sabemos y lo único que los lectores («ye») deben saber. Pero no soy el autor de esta poesía preferida por mí, ni mucho menos un romántico[107].
Cuando termina el verano y vuelve a Madrid, lo hace con un firme propósito: quiere dedicarse a trabajar en ese mundo que ha descubierto y que le atrae, de tal manera que el curso 1931-1932, el último de su educación secundaria, lo dedicará casi en exclusiva a estudiar latín y griego. Los románticos ingleses —escribe— quedaron, no olvidados, pero sí postergados[108].
Este cambio en su orientación vital lo percibió claramente su amigo Juan Torroba, quien afirma que «en 1932 terminó el bachillerato de letras, apuntando ya una marcada vocación por la cultura clásica e, incluso, un interés especial por el Derecho Romano»[109].
Los alumnos del Instituto-Escuela que concluían el bachillerato aquel año se hicieron una fotografía de fin de curso en la puerta del centro. La imagen fue tomada el 18 de junio de 1932 y puede verse, en tercera fila, a Álvaro d’Ors, junto a sus compañeros de letras y de ciencias[110].
El fin del bachillerato coincidió con la caída de la Monarquía. Los tiempos que se avecinaban, con las tensiones sociales, políticas y religiosas que se iban a vivir en los años siguientes, no serían los más adecuados para el desarrollo integral de un joven estudiante. Pero también, precisamente por la misma zozobra que impregnaba todo, servirían para dotarle a él (y también a su generación) de una madurez anticipada.
Aunque no fue nunca propenso a hablar de cuestiones relativas a su intimidad espiritual, casi al final de su vida Álvaro hizo una referencia a este asunto, dando cuenta de su estado precisamente en este verano de 1931:
Tenía dieciséis años, y era yo por entonces un muchacho muy estudioso y poco piadoso —que llevaba en el bolsillo su rosario de la primera comunión de hacía ocho años, pero no lo rezaba—, aunque, por la gracia de Dios, ni entonces ni nunca tuve la menor duda de fe, ni me faltó el debido respeto al clero, cuya férula no había sufrido en mi educación[111].
1932. UNIVERSIDAD
El caserón de la calle de San Bernardo de Madrid era la sede de la Universidad Central, “la Central”, como se la conocía en los ambientes universitarios. El mismo edificio albergaba la Facultad de Derecho, en la que Álvaro d’Ors se matriculó para hacer su primer curso en octubre de 1932.
Como tenía aptitudes suficientes y motivaciones para ello, también se inscribiría un año