Gestionando el multiculturalismo. Jean E JacksonЧитать онлайн книгу.
Introducción
Al llegar en el mes de julio de 1991 al pueblo de Mitú, en el suroriente colombiano, oí a varias personas hablar sobre un grupo indígena de cazadores-recolectores que habían permanecido en el pueblo hasta el mes anterior, cuando fueron trasladados en avión a su territorio, en el vecino departamento de Guaviare.1 El grupo habría salido de su hábitat selvático un año antes, pues se trataba de un caso más de desplazamiento forzado, es decir, de víctimas que se vieron obligadas a huir de la violencia atroz que caracterizaba la región. No hay duda de que este grupo que se identificaba a sí mismo como nukak y que consistía en su totalidad de mujeres y niños, merecía una cálida bienvenida, así como un tratamiento humanitario de parte de la gente del pueblo. Sin embargo, nadie tenía nada bueno que decir sobre ellos. De hecho, cuando respondieron a mis preguntas, me vi sujeta a una manifestación de racismo repugnante por parte de los lugareños, tanto indígenas como blancos. Según manifestaron, los nukaks no eran “realmente gente”, pues robaban bananos y piñas de las fincas y comían carne cruda, algunas veces estando aún viva su presa, entre otras cosas. Peor aún, decían que eran caníbales y que las mujeres pretendían seducir a los esposos de las lugareñas.
Algunos dirían que se había presentado una oportunidad para que yo los educara. Sin embargo, yo no estaba allí para aleccionar a nadie, sino para llevar a cabo investigación etnográfica, y por lo tanto no estaba en condiciones de decirle a la gente lo que yo pensaba de su deplorable comportamiento.
Estas conversaciones con los pobladores de Mitú, algunos de los cuales yo había conocido a lo largo de más de veinte años, las describo más a fondo en el tercer capítulo, pero las menciono aquí porque la estadía de los nukaks en Mitú ilustra muchos de los puntos que planteo en las páginas que siguen sobre las responsabilidades del Estado con respecto a los ciudadanos indígenas del país; la intervención del Estado durante las crisis, especialmente en áreas fuera de su control que estaba desbastando la violencia; el papel de los actores no estatales, particularmente las misiones religiosas y las organizaciones no gubernamentales (ONG); la identidad, derechos e imaginarios indígenas, tanto aquellos que tienen los miembros de la sociedad dominante como los que tienen los indígenas de sí mismos.
Este libro traza la larga trayectoria de mi investigación en Colombia como una manera de explorar la evolución del movimiento indígena del país, un tema que considero de gran interés e importancia. Dado que los pueblos indígenas constituyen solo una pequeña parte de la población nacional, los logros del movimiento son nada menos que extraordinarios. Algunos líderes se convirtieron en personas algo famosas y, como tales, salían en televisión, así como en las portadas de la prensa nacional y, de manera sorprendente, las comunidades indígenas obtuvieron la propiedad colectiva de casi el 30 % del territorio nacional. Esta lucha tuvo lugar durante medio siglo de un conflicto armado violento entre los partidos Liberal y Conservador, la Fuerza Pública del Estado, las guerrillas de izquierda y las fuerzas paramilitares de derecha, así como elementos criminales, sobre todo narcotraficantes. Se trató de una batalla implacable por alcanzar poder, control y territorio, la cual afectó profundamente a las comunidades indígenas (y afrodescendientes) del país. La apasionante historia de estos esfuerzos —cómo empezó el proceso organizativo indígena, cómo encontró su voz, estableció alianzas y le ganó batallas al gobierno y a la Iglesia católica— tiene importantes implicaciones para la causa indígena en el ámbito internacional, así como para comprender los procesos organizativos para reclamar derechos de todo tipo. No ofrezco aquí una historia integral del movimiento indígena que abarque todas las organizaciones, actores y eventos importantes en toda Colombia. Más bien, trato de destacar lo que a mi parecer constituyen ciertas dimensiones cruciales de la lucha indígena a través del examen de un número limitado de casos etnográficos reveladores, la mayoría de ellos derivados de mis cincuenta años de investigación en el país.
Durante los cinco siglos desde la conquista española, los pueblos indígenas de Colombia —y de otros lugares en América Latina— se han visto forzados a enfrentar explotación, despojo y otras formas de opresión. En teoría, esta situación debería haber mejorado en el siglo XX, dado que los países de la región han abogado por “ciudadanía universal e indiferenciada, identidad nacional compartida e igualdad ante la ley”.2 Sin embargo, aunque ha habido mejoras considerables, de hecho, la realidad es que las desigualdades raciales, étnicas y de clase han continuado a lo largo de este tiempo, revelando una enorme brecha entre los ideales y la realidad. Durante un periodo de liberalización política conocida como la transición democrática,3 a finales del siglo XX, iniciando en la década de 1970 y despegando en la de 1980,4 muchos países promovieron reformas neoliberales,5 que comprendieron un giro hacia el gobierno civil, la reducción de la represión estatal y la promoción del multiculturalismo. Quince repúblicas latinoamericanas instauraron reformas constitucionales dirigidas a frenar la corrupción y a la pérdida de legitimidad,6 las cuales también promovían discursos sobre derechos7 que según se esperaba serían de gran ayuda para resolver la “crisis de representación” por la que pasaban los gobiernos de la región. Al responder también al descontento y movilización generalizados de los grupos indígenas y de los afrodescendientes, el giro hacia la democracia y el multiculturalismo fue impulsado de manera adicional por dos importantes reuniones internacionales celebradas en 1971 y 1977, la primera dedicada a la difícil situación de los pueblos indígenas de la Amazonía, y la segunda, a la represión y explotación de las comunidades indígenas en toda la región.8 La Declaración de Barbados —como se denominó el documento que surgió de estas reuniones— llamó la atención sobre la difícil situación de dichas comunidades, que hasta entonces había permanecido generalmente oculta.
En varios sentidos, la organización del movimiento indígena estimulada por las reuniones de Barbados partió de esfuerzos previos que se hicieron en años anteriores del mismo siglo. Así es como, a medida que los activistas forjaron vínculos con los movimientos ambientales y de derechos humanos internacionales,9 empezaron a poner el relieve en la identidad y la cultura, por los temas en sí y como fundamento de los reclamos políticos y territoriales. En cuanto al tema central de los derechos a la tierra, si bien las organizaciones indígenas demandaban control territorial para promover la subsistencia económica, así como para alcanzar autonomía política y autodeterminación, también llegaron a adoptar una noción culturalista de territorio que destacaba los espacios dentro de los cuales los pueblos indígenas podrían vivir de acuerdo con sus tradiciones, una tendencia que fue reforzada por nociones emergentes de derechos de propiedad intelectual, debido al creciente interés en las plantas medicinales por parte de las compañías farmacéuticas. A finales de los años noventa, tanto la prospección de productos farmacéuticos como las pruebas, las patentes y la comercialización de recursos genéticos humanos ocasionaron protestas indígenas.10
Durante el mismo periodo, los financiadores internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, promovieron reformas políticas y económicas como parte de un paquete neoliberal integral que buscaba reducir el tamaño del Estado corporativista11 y fortalecer a la sociedad civil. En el contexto del cambio político para pasar de la exclusión al plurinacionalismo, se abrieron espacios que incentivaron un debate sobre la definición de democracia, ciudadanía e incluso del propio Estado. Desafiando imaginarios dominantes del ciudadano nacional ideal como aquel de habla española o portuguesa, católico, y “moderno”, nuevas voces reconocieron la diversidad de los países latinoamericanos, ahora celebrando muchas veces su ciudadanía pluriétnica y multicultural. Muchos países redefinieron el estatus jurídico de sus pobladores indígenas, algunos con constituciones que reconocían explícitamente derechos especiales para grupos étnicos y raciales. La demografía, la geografía y la historia política de cada país han moldeado profundamente su respectivo movimiento indígena, así como sus políticas públicas.12 En México, Guatemala, Ecuador y Bolivia, por ejemplo, hay poblaciones indígenas muy considerables que viven tanto en tierras altas como en tierras bajas. En Colombia también se encuentran comunidades indígenas de tierras altas y bajas, pero el porcentaje global de ciudadanos indígenas es bastante menor, pues constituye menos del 4 % del total de la población. Brasil, Venezuela y Argentina