La montaña y el hombre. Georges SonnierЧитать онлайн книгу.
Y, por ello, también sin duda, más allá de las imaginaciones mitológicas de la montaña, se desprendió una significación simbólica, común a todos los pueblos y a todas las religiones. ¿Hemos de asombrarnos de ello? Semejante movimiento es natural. La altitud ha tenido siempre valor de símbolo. El alma humana, por instinto, mira hacia las nubes, su dinámica es vertical: es la escalera de Jacob. Y en cuanto a las palabras, cielo es siempre sinónimo de paraíso. A la inversa, los condenados habitan en las profundidades: el infierno, en sentido etimológico. Esta vertical, en su simplicidad soberana, forma toda la arquitectura de la Divina comedia. Pero es importante señalar aquí que los demonios, a quienes el corazón temeroso de los montañeses hacía huéspedes de las cumbres más elevadas, no tienen nada que ver con los condenados de la Gehena. Corresponden a una mitología más o menos ingenua y a la superstición, pero no a la religión.
Releamos la Biblia, el Libro por excelencia, inmenso poema cósmico: «El Eterno dijo a Moisés: “Asciende hacia mí en la montaña…”. Y Moisés ascendió a la montaña de Dios». En la cumbre del Sinaí está entronizado y truena el Eterno, y desde allí dictará su Ley al profeta, al término de una ascensión ritual. Más tarde, Jesús también se retirará a la montaña para meditar y fortalecerse contra todas las tentaciones humanas; en la montaña predicará las Bienaventuranzas, esencia de su doctrina; en la montaña se transfigurará.
El pensamiento religioso de la India y del Extremo Oriente va más lejos todavía: la montaña no es tan solo morada de los dioses, sino que ella misma se hace divinidad. A menudo se trata de la diosa benefactora, la Madre de las nubes, de las nieves, de los ríos y, por consiguiente, la fuente de toda vida. Se produce una identificación.
Pero esto no es todo: en el Tíbet, como en Europa o en México, desde los tiempos más remotos el hombre ha elegido con preferencia los lugares altos para construir sus altares o sus templos. A veces, hace de ellos la mansión de los muertos, levantados así simbólicamente hacia el cielo, sin escapar por ello de la tierra maternal. Y allí donde la montaña no existe, el espiritualismo humano, en su genio, la inventa. Los egipcios, para hablar a sus dioses, hicieron brotar del desierto —llanura absoluta— esas montañas artificiales, absolutas en la pureza de sus líneas, que son las pirámides —su revestimiento original, subrayemos este hecho sintomático, tenía la misión de hacer que la cúspide fuera inaccesible—. Y los cristianos de Occidente los imitaron a su manera, dando a sus iglesias el impulso de cumbres rocosas y a las flechas de estas la forma de agujas. Ruskin pudo escribir en el siglo XIX que las montañas son las catedrales de la tierra. De hecho, las catedrales medievales son las montañas humanizadas de la fe…
En oposición a esta arquitectura sagrada, la legendaria torre de Babel, monumento del orgullo humano destinado a llegar hasta el cielo, es la materialización de una blasfemia. Pero, tanto en el mal como en el bien, el simbolismo vertical de la altitud se mantiene presente.
En cuanto a la historia de Noé, al encontrar en el monte Ararat, una vez finalizado el diluvio, la primera tierra emergida, y al encallar en ella con su familia y sus animales, hace de la alta montaña, harto paradójicamente, el punto de partida de la vida en una reconquista dirigida de arriba abajo.
Podrían multiplicarse los ejemplos, pero de ellos resulta lo siguiente: por muy lejos que nos remontemos en el pasado, encontramos estas interpretaciones y valoraciones simbólicas de una montaña todavía perfectamente desconocida, inexplorada y que, por consiguiente, no era objeto de conquista ni de conocimiento, quedando confinada en el orden de lo irracional. La visión de la montaña es entonces puramente religiosa y poética, en la medida en que la religión es la forma trascendente de la poesía. Su historia comienza en la leyenda. Es decir, en definitiva, en la imaginación humana. Pero, más que de una historia, ciertamente se trata aquí de una larga, una interminable prehistoria, de la cual solo nos separan unas pocas generaciones.
NOTAS
3 Y los brujos elegían lugares elevados para sus celebraciones sabáticas…
ENTRE LA HISTORIA Y LA LEYENDA
Apenas franqueadas, habitadas por pueblos salvajes profundamente separados de los de las llanuras y sometidos a condiciones de vida primitivas y precarias, las montañas quedaron como un apartado misterioso y sombrío de las civilizaciones que se desarrollaban a sus pies. A lo sumo, algunos grandes valles y ciertos desfiladeros fueron lugares de paso, pacíficos o guerreros. Pero la marea humana que a veces recorría la montaña no hacía más que rozarla, batir sus linderos con un contacto que no tendría consecuencias, que no dejaba ni recibía huella alguna. ¿Qué podemos saber de ella, a través de tantos siglos oscuros? Si algunos la conocieron, no nos dejaron testimonio. Y así vemos que, a los ojos de la historia, la acción no es nada sin el relato que la perpetúe; de hecho, se encuentra bajo la estrecha dependencia de la literatura. Y a través de esta vamos a abordarla.
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Durante el siglo VI antes de nuestra era, un osado navegante cartaginés traspuso las Columnas de Hércules —el estrecho de Gibraltar— y, lanzándose a las olas del Atlántico, costeó el Africa occidental, hasta las proximidades del ecuador. Es el famoso «periplo de Hannón», del que tan solo nos queda una breve relación griega. Desde el océano, Hannón vislumbró una cumbre muy alta, que algunos comentaristas han identificado como el monte Camerún. ¡Extraño descubrimiento de una montaña por un marino, que no podía aproximarse a ella! Solo aparece al fondo, fugitiva del relato, como en sobreimpresión.
Dos siglos más tarde, hacia el año 400, se produjo la famosa expedición de los diez mil, narrada por Jenofonte en su Anábasis. Aquí la montaña es afrontada y duramente experimentada por aquel ejército en retirada a través del Asia Menor, que debió forzar su paso y luchar al mismo tiempo contra las tribus hostiles y contra los elementos. Remontando el valle del Tigris, los diez mil se adentraron en el macizo de Armenia, donde les aguardaban, con la nieve y el frío, los más crueles sufrimientos. Con todo, acabaron alcanzando, a más de dos mil metros de altitud, la cima desde donde libremente podrían descender hacia el mar, dulce y maternal. Lo vieron desde la cumbre: «¡Thalassa, Thalassa!», exclamaban exultantes. Grito casi visceral, porque para ellos se trataba ciertamente de la vida recobrada. Embargados por la alegría, gran parte de los rudos soldados de Jenofonte no pudieron contener sus lágrimas.4
Tito Livio relata que, también en el siglo IV, Filipo II de Macedonia escaló en Tesalia, con fines guerreros, el monte Haemus, observatorio excepcional. No hemos llegado todavía al alpinismo por pura afición. Pero, sea cierta o falsa esta noticia —Tito Livio no es a veces demasiado creíble—, sin duda se trata de uno de los primeros relatos históricos referentes a una ascensión.
Un siglo más tarde, nos encontramos de nuevo ante la leyenda mitológica, narrada por el poeta Apolonio de Rodas: la de los Argonautas, que, de regreso de la Cólquida, tomaron el valle del Danubio antes de atravesar los Balcanes o los Alpes orientales para llegar a Istria. Remontando seguidamente el curso del Po y luego uno de sus afluentes, «se encontraron —escribe el poeta— en medio de los lagos de que está lleno el país de los celtas y se expusieron, sin saberlo, a ser arrojados al océano, de donde no hubieran regresado jamás».5 Esta descripción nos induce a creer que los lagos en cuestión no podían ser más que los de Suiza. En todo caso, la topografía de los Alpes era ya muy bien conocida, en líneas generales, en el siglo III antes de nuestra era. El mismo Apolonio de Rodas describe el panorama del Olimpo; y casi nos atreveríamos a creer que se apoya únicamente en su imaginación…
A menudo se ha resaltado el gusto de los griegos por la montaña: se trataba de un pueblo que habitaba un país de relieve muy atormentado. No puede decirse otro tanto de los romanos, hombres de llanura, a quienes la montaña solo inspiraba en principio temor y repulsión. Si no tuvieron más remedio que aproximarse a ella, poco a poco, la franquearon bajo la exigencia de necesidades guerreras. Mediante altares, templos y columnatas, rematadas por estatuas o sin ellas, aquellos constructores de vías consagraron los principales pasos de los Alpes a divinidades propiciatorias. La toponimia conserva más de un vestigio de aquella costumbre. Monts Jovet y collados de Joux se refieren a Júpiter; Lautaret o Autaret nos recuerdan los altares que otrora se levantaron