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La montaña y el hombre. Georges SonnierЧитать онлайн книгу.

La montaña y el hombre - Georges Sonnier


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en la montaña su patria natural: sin duda porque, a la vez que predispone el espíritu a dichas libertades, asegura su garantía mediante el valor de sus defensas. Citaré de memoria la libre confederación de las comunidades o «escartons» del Briançonnais, nacida en plena Edad Media a un lado y otro de los Alpes, hacia la misma época que el primer núcleo de la Confederación Helvética. ¿No es sorprendente y significativo que la primera democracia de Europa —y sin duda la única verdadera, ya que era la única directa— naciera precisamente en el corazón de los macizos montañosos a la vez más elevados y más compactos de nuestro continente; y que, para colmo, agrupase a hombres de razas diferentes? El ejemplo de Suiza, pacífica pero indomable, particularista pero internacional, es harto elocuente: es perfecto. En cuanto al personaje de Guillermo Tell, histórico o legendario, permanece como símbolo cabal del héroe montañés, enraizado en el genio de su tierra.

      NOTAS

      9 Igualmente, más próximos a nosotros en el tiempo, los mormones de Norteamérica, perseguidos, buscaron refugio en las Montañas Rocosas. Y durante la última guerra mundial, en toda la Europa ocupada los macizos montañosos se convirtieron en amparo de los disidentes y reducto de la «resistencia» a la opresión.

      EL PASO DEL POETA

      Hacia el año de gracia de 1280, el rey Pedro III de Aragón debió escalar el Canigó; unos precisan que le acompañó un numeroso séquito, mientras que, según otros, únicamente dos caballeros iban con él. En la cima había un lago, ¡de donde salió un dragón! Nos gustaría que la ascensión fuese más probable que el dragón, o incluso que el numeroso séquito… Pero con estas reservas, la ascensión no deja de ser verosímil debido a su facilidad, aunque sea larga y fatigosa. Pero también es legítimo suponer que la crónica aduladora embelleciera los hechos y que en realidad el monarca se hubiera limitado a una excursión por la región del Canigó, escalando alguno de sus contrafuertes, pero no más. Tras lo cual, hubiera creído de buena fe poder decir, y permitir decir, que había «subido al Canigó», puesto que se había aproximado a él. La misma noción de cumbre era entonces mucho más vaga que en nuestros días —el nombre de una cima, caso de que lo tuviera, comprendía generalmente sus alrededores—, y su atractivo era a la vez menos imperioso. En suma, nos hallamos una vez más ante lo que se pudiera denominar la «leyenda histórica»; y esta dista mucho de carecer de interés. Pero un acontecimiento mucho más importante, y esta vez de indiscutible autenticidad, iba a producirse unos sesenta años más tarde…

      * * *

      Dante fue el primero en experimentar la intuición genial de los valores poéticos y metafísicos de la altitud, que no había vivido directamente. Correspondería a otro gran poeta, al pasar a la acción, gozar aquella vivencia.

      «Cupiditate ductus ascendi…». Conducido por el deseo de elevarse: admirable frase, que en su simbolismo expresa a la vez el instintivo impulso hacia la cima terrestre y las eternas aspiraciones del alma humana. Sentimientos inseparables que guían el deseo del alpinista y que todo ser, un día u otro, ha debido experimentar más o menos confusamente… El relato de un poeta nos ha dejado su testimonio más cabal.

      El 25 de abril de 1336, Petrarca abandonaba Vaucluse para ir a dormir en una pequeña posada de Malaucène, al pie del Ventoux. Le acompañaban su hermano menor, Gherardo, y dos servidores. Su intención consistía en escalar al día siguiente la montaña, aquella ciudadela avanzada de los Alpes, aislada en medio de los llanos del Comtat y a los que domina por todas partes. Se comprenderá que la mirada de Petrarca hubiera sido muchas veces detenida y cautivada por aquella gran silueta familiar, que ya de niño viera desde Carpentras, y que cierra su horizonte. Pero más insólito es el deseo, tan excepcional en aquel tiempo, de llegar a la montaña misteriosa, y aún más el de intentar su ascensión. ¿A qué habremos de atribuirlo?

      En 1336, Petrarca tenía treinta y dos años: la fuerza de la edad. Había llevado una vida brillante, que no tardó en resultarle vana y decepcionante. Hacía nueve años que se había alejado de Laura de Noves, pero continuaba amándola sin esperanza. Mantenía una relación de la que, al año siguiente, le nacería un hijo natural. Insatisfecho, vivía en la contradicción, sentía y deploraba vivamente el desorden de su vida, en profundo desacuerdo con sus aspiraciones espirituales. En suma, atravesaba una crisis moral y se había refugiado en Vaucluse, en una especie de retiro del que esperaba una pacificación espiritual y acaso una certeza. Había elegido entonces por compañero a su hermano Gherardo, que no tardaría en abandonar el mundo para hacerse cartujo en Montrieux, en Provenza, y como corresponsal y confidente al padre Dionisio de Borgo San Sepolcro, un monje toscano. Queda bien claro, pues, por dónde iban sus más profundos pensamientos.

      Así era el hombre que había decidido escalar la montaña de sus años jóvenes. Un cierto gusto le predisponía a ello: cuando era estudiante en Bolonia, disfrutaba haciendo excursiones por las cercanas pendientes de los Apeninos. Pero ahora, su determinación se hace más precisa, y su propio relato nos ayudará a descubrir el sentido que revestía.

      Así pues, al despuntar el día 26 de abril, Petrarca y sus compañeros abandonaron Malaucène. Caminaron a través del bello campo, surcado de valles, del Comtat, tan parecido en su dulzura teñida de aspereza a muchas comarcas italianas. La mañana es buena, fresca. Un ruido de agua discurre por un arroyo, un pájaro se despierta y canta… Así comienza el secreto diálogo entre la naturaleza y el poeta.

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      La morada de los dioses. El Olimpo.

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      O beata solitudo… Monasterio de la Grande Chartreuse.

      Se ha escrito mucho sobre su itinerario. Entremos en este juego, aunque sin creer demasiado en él: su camino debía pasar naturalmente por la fuente vauclusiana y el valle del Groseau, de donde parte un víacrucis que conduce al Puy Haut —nombre actualmente deformado en Piaut—, contrafuerte del Ventoux, a una altitud de setecientos metros. Desde allí, los escaladores debieron seguir la cresta hasta el Pré de Michel, o Bois-BrÛlé (1.094 metros), donde el contrafuerte se suelda a la masa principal del Ventoux. Parece que fue allí donde se encontraron con un viejo pastor, que intentó desanimarles: él mismo había intentado la aventura cincuenta años antes. ¡Todavía estaba temblando! Pero nuestros alpinistas continuaron con bravura. No podemos menospreciarles aduciendo al carácter fácil de aquella ascensión: la facilidad no comienza más que con el hábito. Lo desconocido es siempre temible. A veces se han planteado otras cuestiones que no obtendrán respuesta: ¿Estaba entonces el monte cubierto de bosques que hubieran podido oponer un obstáculo serio a la marcha? Al comenzar la primavera, ¿cubriría aún la nieve la cumbre y las últimas pendientes? Ambos factores pudieron determinar la continuación del itinerario. Pero, una vez más, no es eso lo importante. La marcha de Petrarca se caracterizaba por una cierta fantasía, que a menudo le hacía perder el tiempo; también, por una cierta independencia: con frecuencia elegía un camino propio, abandonando a sus compañeros e incluso dejando a veces las crestas, para atravesar vallejos como el de Maraval. No podemos dejar de evocar aquellos versos del Canzoniere:

      Solo con mis pensamientos, con pasos graves y lentos

      me adentro por los rincones más desiertos:

      mi mirada atenta evita los senderos

      donde algun pie humano haya dejado su huella.

      Finalmente, hacia los mil ochocientos metros, el poeta se reunió con sus compañeros. Y poco después llegaron a la cima, que quizá no fuera sino el Petit-Ventoux, que parece una auténtica cumbre para quien se halla en él. ¿Pero qué importa? Una vez llegado allí, Petrarca se recogió. Y se conmovió al adivinar a lo lejos el gran mar latino y unas montañas que creyó las de Italia. ¡Incluso intentó, en vano, distinguir los Pirineos! Pero no tardaría mucho en abrir un libro del que apenas se separaba: las Confesiones de san Agustín.

      Sus ojos dieron con este pasaje:

      Los hombres van a admirar las


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