Un viaje de novios. Emilia Pardo BazánЧитать онлайн книгу.
gastan?...
—De modo que....
—La mujer que tú necesitas está en León mismo.
—¡En León!... Sí, en efecto acaso allí sea más fácil.... Pero no veo... Las de Arga, tienen ya novio; Concha Vivares sólo es rica en esperanzas, hay una tía que piensa dejarle su herencia: mas de aquí a que estire la pata.... La de Hornillos... no; la de Hornillos sólo tiene pergaminos, y eso no se echa en el puchero....
—Te andas por las alturas... el ramo de señoritas está mal: aguárdate, que voy a decirte....
Levantose Colmenar, y abriendo un cajón de su pupitre, sacó una tira de papel, rancia y amarillosa, cubierta de nombres, que recordaba las listas de proscripción. Y lista era, en efecto: allí estaban inscritos por riguroso orden alfabético los feudatarios de la gran personalidad colmenariana, en las diversas provincias de la Península; había apellidos que tenían al pie una A mayúscula, que significaba adicto; otros señalados con M A, muy adicto, alguno llevaba agregada una D, dudoso.
El prohombre apoyó el dedo índice en uno de las nombres honrados con la M A.
—Te propongo—dijo Miranda—una niña de pocos años, que acaso llegue, y aún pase, de los dos millones de capital.
Abrió Miranda tamaño ojo, y tendió la mano para apoderarse de la bienhadada lista.
—¡Así como suena!—exclamó—. Pero es que no hay como tú para tales hallazgos.
—¿No conoces en León a la persona aquí apuntada?—siguió Colmenar señalando con la uña el renglón de la lista—. ¿Un viejo muy guapo y fornido, muy tieso aún, Joaquín González, el Leonés?
—¡El Leonés! Si no hay cosa que más conozca. Varias veces vino a asuntos al Gobierno civil de León. Claro que le conozco. Y ahora recuerdo; es verdad que tiene una chica, pero en esa sí que no me fijé jamás. Se la ve muy poco.
—Hacen vida modesta. Duplicará el capital en diez años—, ¡para agenciar es mucho hombre el Leonés! Un infeliz, un simplón en lo restante; en política no ve más allá de sus narices el pobre; pero ha sabido crearse una fortuna. No tiene sino esa niña y adora en ella.
—¿Y crees tú que no tendrá ya la chiquilla sus amoríos?
—¡Bah... es tan joven! En presentándote tú... con tu buen trato, y tu práctica en tales lides....
—Será una paleta, fea por añadidura.
—Fue su padre arrogante mozo, y su madre una morena agraciada; ¿por qué ha de ser fea la chica? Ni hay quince años feos. Estará por desbastar, eso sí; pero entre tú y una modista... cuestión de un mes. Mucho más aptas son las mujeres para civilizarse y pulirse que los hombres.. Enséñales el instinto de agradar lo que cien maestros no pudieran.
—¿Y qué dirán de mí todas mis relaciones—sobre todo en León—, viéndome casado con la hija del Leonés?
—¡Bah, bah! eso es cuestión de trasladarse.... En casándoos solicitas bajo cuerda que te lleven a otro sitio... el viejo se queda por allá cuidando de las rentas, y tú y la niña os estáis donde nadie sepa si la engendró un archiduque o el verdugo.... Por de pronto, en la luna de miel sales con tu mujer a dar una vuelta por Europa, y así te libras de las hablillas de la primera temporada. Y date prisa, antes que esa panza se ponga esférica, y ese cabello.... ¡Ay! ¡Y cómo pasa el tiempo! Envejecemos que es un dolor.
Miranda contemplaba la punta de su elegante bota de caña clara, y rascábase la frente cavilando.
—Medio de presentarme en esa casa—pronunció al cabo resueltamente—. Son personas de poco trato, y es preciso... yo no voy a pasearle la calle a la mocosa, supongo.
—Llevarás una visita mía. ¡El viejo te recibirá mejor que al rey!
Y diciendo y haciendo, sentose el prohombre a la mesa atestada de periódicos, cartas y libros, y tomando un pliego de timbrado papel, dejó correr la mano garrapateando el blanco folio con su letra precipitada, ininteligible casi, de hombre abrumado de asuntos. Doblolo, deslizándolo dentro de un sobre, y sin cerrarlo lo entregó a su amigo.
Al levantarse Miranda para despedirse, acercose a Colmenar, y, hablándole bajo, casi al oído, murmuró:
—Estás bien seguro... bien cierto de lo de... los dos mill....
—¡Me quedé corto! No tienes sino informarte allá. En conciencia, me debes una prima—y al decirlo, reíase el hombre político, y golpeaba a Miranda en las mejillas, cual si de un niño de ocho años se tratase.
Con tan alto patrocinio se presentó Miranda en la pacífica morada del feudatario colmenarista, siendo en efecto recibido cual lo exigía el venir de tal persona recomendado. Naturalmente se propuso no aparecer al pronto como candidato a la mano de Lucía. Sobre ser indelicadeza, fuera carencia de tacto; y además pretendía Miranda ante todo estudiar el terreno que pisaba. Halló ser verdad cuanto le había anunciado el prohombre y aun algo más en lo tocante a bienes de fortuna: vio una casa chapada a la antigua, tosca y popular en sus usos, pero honrada en todo, y un caudal sólido y seguro, diariamente acrecido por la celosa administración del señor Joaquín y su sencillez y parsimonia. Es cierto que el bueno del Leonés pareció a Miranda hombre de tediosa compañía, en todo vulgar e infeliz, corto de alcances, con sus ribetes de mentecato, pero hubo de sufrirlo, y aun de acomodarse a las ideas del viejo, tanto que éste llegó a no poder tomar café ni leer El Progreso Nacional, órgano de Colmenar, sin la salsa de los sabrosos comentarios que Miranda hacía a cada fondo, a cada suelto y gacetilla. Sabía Miranda de memoria el reverso, la cara interna de la política, y explicaba desenfadadamente las solapadas alusiones, las reticencias hábiles, las sátiras finas que en todo periódico importante abundan y son eterno logogrifo para el cándido suscritor provinciano. De suerte que desde su intimidad con Miranda, gozaba el señor Joaquín el hondo placer de la iniciación y miraba por cima del hombro a sus correligionarios leoneses, no admitidos en el santuario de la política reservada. Además de estos gustos que a la relación con Miranda debía, esponjábase el buen viejo—que ya sabemos cuán poco tenía de filósofo—cuando le encontraban las gentes mano a mano con tan bien portado caballero, íntimo del gobernador y familiar comensal de las gentes más encopetadas de la ciudad.
Vio Lucía sin disgusto al cortés y afable Miranda, y reparó con pueril curiosidad el aseo de su persona, su calzado pulcro, sus níveos cuellos, los caprichosos dijes de su reloj y corbata: que toda mujer, compréndalo o no, se paga de exterioridades y menudencias por este estilo. Además, poseía Miranda—y la desplegó—, una ciencia que llamar pudiéramos la de agradar por diversión. Traía a la niña diariamente alguna baratija, para ella desconocida hasta entonces, ya un cromo, ya una fotografía, ya lindas flores, ya números de periódicos ilustrados, ya novelas de Fernán Caballero o de Alarcón; y las graciosas chucherías que por las puertas de la anticuada casa se entraban, como partículas de la vida moderna, eran otras tantas bocas encomiadoras del dadivoso. Acertó éste a ponerse al nivel de conversación de Lucía, y mostrose muy enterado de cosas femeniles, infantiles dijera mejor; y llegó el caso de que la niña le consultase acerca de su peinado, de sus trajes, y Miranda muy serio le dispusiese bajar o subir dos centímetros el talle o el moño. Tales incidentes variaban un poco los iguales días de la doncellita leonesa, prestando atractivo al trato de su disimulado pretendiente.
En León causó al principio sorpresa grande que el currutaco Miranda eligiese por amigo a un señor Joaquín, hombre en cuyos cuadrados hombros parecía soldada y remachada la chaqueta; más presto anduvo la malicia el camino necesario para llegar a racional explicación del fenómeno, y comenzó Lucía a recibir larga broma de sus compañeras, que la aturdían a fuerza de glosar la pasión del señor de Miranda, sus atenciones, sus obsequios y rendimientos. Recibió ella la descarga risueña y sosegadamente, sin un sonrojo, sin perder minuto de sueño, sin que el latir del corazón se le acelerase cuando Miranda, desahogado siempre, repicaba la campanilla o entraba haciendo ruido con las flamantes botas. Como