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Luz de luna en Manhattan. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.

Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan


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algo distinto al miedo.

      Una cosa más que tachar de la lista de Los Retos de Harriet.

      Capítulo 2

      Al otro lado de la ciudad, en la zona de Urgencias de uno de los hospitales más prestigiosos de Nueva York, el doctor Ethan Black y el resto de su equipo cortaban con suavidad y eficiencia la ropa ensangrentada de un hombre inconsciente para dejar al descubierto los daños de debajo. Y estos eran muchos. Suficientes para poner a prueba la habilidad del equipo y garantizar que el paciente recordara aquella noche el resto de su vida.

      En opinión de Ethan, las motos eran uno de los peores inventos del mundo. Desde luego, el peor medio de transporte que existía. Muchos pacientes que llegaban allí por heridas de moto eran varones, y una proporción alta llegaba con heridas múltiples. Aquel hombre no era una excepción. Llevaba casco, pero eso no le había impedido hacerse lo que parecía una herida grave en la cabeza.

      —Intúbenlo y coloquen una vía —dijo Ethan, que daba instrucciones mientras evaluaba los daños.

      El equipo estaba apiñado a su alrededor, buscando coherencia en lo que para los demás habría sido caos. Cada persona tenía un papel y todos tenían claro cuál era ese papel. Allí, en Urgencias, era donde más importante resultaba el trabajo en equipo.

      —Ha perdido el control y chocado de frente con un coche.

      Del pasillo de fuera llegaron gritos, seguidos de un montón de palabrotas pronunciadas en voz lo bastante alta para romper los cristales.

      Uno de los residentes hizo un gesto de sorpresa. Ethan no reaccionó. En ocasiones se preguntaba si se había insensibilizado a las respuestas de otros a las crisis. Trabajar en Urgencias lo ponía en contacto con las emociones humanas más extremas y distorsionaba su opinión de la humanidad y de la realidad. Lo que para él era normal, para otra persona sería una película de terror. Había aprendido temprano en su carrera a no hablar de su trabajo en reuniones sociales, a menos que todos los presentes fueran médicos, aunque, en general, estaba demasiado ocupado como para asistir a reuniones sociales. Entre sus responsabilidades clínicas como médico de Urgencias y su interés por la investigación, su día estaba completo. El precio que había pagado por todo eso era un apartamento que veía muy poco y una exesposa.

      —¿Alguien se está haciendo cargo de la mujer que grita así? —preguntó.

      —Ella no es la paciente. Ha visto cómo apuñalaban a su novio. Él está en la sala 2 con cortes múltiples en la cara.

      —Que alguien la lleve a la sala de espera y la calme —Ethan miró más detenidamente la pierna del hombre, valorando los daños—. Lo que haga falta para que deje de gritar.

      —No sabemos cómo de graves son las heridas.

      —Razón de más para proyectar calma. Dile que su novio está en buenas manos y recibiendo el mejor tratamiento posible.

      Era un sábado por la noche típico. Ethan pensó que quizá debería haber optado por la especialidad de obstetricia y ginecología. Así habría estado presente en los momentos más álgidos de la vida de la gente en lugar de en los más bajos. Habría ayudado a nacer en lugar de luchar por impedir la muerte.

      Habría celebrado los nacimientos con los pacientes. Y en vez de eso, pasaba muchas noches de los sábados rodeado de gente en momentos de crisis. Víctimas de accidentes de tráfico, de disparos de bala, de apuñalamiento, drogadictos que buscaban un chute… La lista era interminable y variada.

      Y él adoraba eso.

      Le gustaban la variedad y el reto. Y los médicos de Urgencias tenían ambas cosas para dar y tomar.

      Estabilizaron al paciente lo bastante para enviarlo a que le hicieran un TAC. Ethan sabía que no podrían valorar plenamente la herida de la cabeza hasta que tuvieran los resultados de esa prueba.

      También sabía que era difícil anticipar lo que mostraría el TAC. Había visto pacientes con daños visibles mínimos que resultaban tener grandes hemorragias internas y otros con heridas aparatosas que tenían una hemorragia interna sorprendentemente pequeña.

      Avisó a los neurocirujanos y habló con la novia del paciente, que había llegado asustada, con un abrigo encima del pijama y terror en los ojos. En urgencias, todo era concentrado e intenso, incluidas las emociones. Había visto quebrarse y sollozar como niños a hombres que se enorgullecían de ser duros. Y había visto rezar a gente que no creía en Dios.

      Había visto de todo.

      —¿Se va a morir?

      Ethan escuchaba aquella pregunta varias veces al día, y casi nunca estaba en posición de dar una respuesta definitiva.

      —Está en buenas manos. Podremos darle más información cuando tengamos los resultados del TAC —dijo.

      Se mostraba amable y tranquilo, y le aseguró que estaban haciendo todo lo que se podía hacer. Se daba cuenta de lo importante que era saber que la persona a la que quieres recibía los mejores cuidados, así que se tomó la molestia de explicarle lo que ocurría y sugerirle que llamara a alguien para que le hiciera compañía.

      Cuando por fin entregaron al hombre a los neurocirujanos, Ethan se quitó los guantes y se lavó las manos. Probablemente no volvería a ver al paciente. Aquel hombre había salido de su vida y seguramente nunca sabría cómo había contribuido él a mantenerlo con vida.

      Más tarde quizá lo visitara para ver sus progresos, pero a menudo estaba demasiado ocupado con el siguiente caso prioritario que llegaba para pensar en los que habían pasado ya por allí.

      Susan, su colega, lo apartó con el codo y se quitó también los guantes.

      —Ha sido emocionante. ¿Nunca sientes tentaciones de aceptar un trabajo de medicina de familia? Podrías vivir en una ciudad pequeña hermosa, cuidando a tres generaciones de la misma familia. Abuelos, padres y un montón de nietos. Pasarías el día diciéndoles que dejaran de fumar y perdieran peso. Posiblemente nunca verías una gota de sangre.

      —Eso era lo que hacía mi padre —repuso Ethan. Y él nunca había querido tal cosa. Sus elecciones solían ser tema de debate siempre que iba a su casa. Su abuelo no dejaba de decirle lo que se perdía al no seguir a una familia desde el nacimiento hasta la muerte. Ethan contestaba que él era el que se encargaba de mantenerlos con vida para que pudieran volver con sus familias.

      —Tantos meses trabajando juntos y no sabía eso —Susan se frotaba bien las manos—. ¿O sea que ya sois dos generaciones de médicos?

      Hacía más de un año que trabajaban juntos, pero casi todas sus conversaciones eran siempre del presente. Urgencias era así. Se vivía el momento en todos los sentidos.

      —Tres generaciones. Mi padre y mi abuelo trabajaron ambos en medicina de familia. Tenían una consulta en la parte norte del estado de Nueva York —dijo.

      Y él, con cinco años, se sentaba en la sala de espera y veía pasar a una fila de gente por la puerta a hablar con su padre. En ocasiones se había preguntado si el único modo de ver a su padre era ponerse enfermo.

      —¿Y tu madre?

      —Es pediatra.

      —¡Caray, Black! No tenía ni idea. O sea que lo llevas en el ADN —Susan arrancó una toalla de papel del dispensador con tanta fuerza, que casi lo arrancó de la pared—. Eso lo explica.

      —¿Qué explica?

      —Por qué siempre actúas como si tuvieras que demostrar algo.

      Ethan frunció el ceño. ¿Aquello era cierto? No. Claro que no.

      —Yo no tengo que demostrar nada.

      —Tienes que estar a la altura de todos ellos —ella lo miró comprensiva—. ¿Por qué no te uniste a ellos? Doctores Black, Black y Black. Aunque ahí hay mucho Black. No me lo digas, te encanta la cálida sensación de trabajar en Urgencias


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