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No me toques el saxo. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

No me toques el saxo - Rowyn Oliver


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hacerlo en ninguna ocasión y eso que no se ha perdido ninguno de nuestros conciertos en lo que llevamos de verano y me da que agosto no va a ser muy diferente.

      Meneo la cabeza y aprieto los labios intentando que no se me note que la sonrisa tonta que aparece en mi cara de vez en cuando tiene que ver con ella. Ella que está ahí, que ha venido a verme de nuevo.

      Bueno, quizás no debería ser tan creído, me digo. Quizás no es a mí en concreto a quien viene a ver. Puede haber otras explicaciones, que hoy por hoy no me importan demasiado. Lo que sé es que la tengo delante, otra vez, ahí, mirándome, evaluándome y yo sé que esta noche lo voy a volver a hacer... Ahí va otra vez mi solo y antes de empezar mis ojos vuelven a clavarse en los de ella y... lo hago: toco para ella.

      Siento cómo la adrenalina corre por mis venas. Sigo el ritmo con el pie, meneo la cabeza, me emociono y la pasión sale a través de mis dedos hasta apretar cada clavija con la presión necesaria. Soplo y se produce la magia.

      Mis dedos parecen fundirse sobre el metal y mi saxo y yo somos uno.

      Amo este instrumento, y amo al mío en particular. Jamás pensé poder conseguir uno semejante, es lo más preciado que tengo. Después de tantos años, la magia que produce es impagable.

      Termino mi solo algo mareado, esta noche lo he dado todo. Sobre mi hombro izquierdo veo a Eduard, el batería. Se luce y la canción acaba con Carlos desgañitándose y enloqueciendo a los centenares de personas que se han reunido en la plaza para disfrutar de la fiesta.

      —Moltes gracis, sou cohonuts.

      Carlos da las gracias y no puede pasar por alto de decir lo cojonudos que son por habernos aguantado.

      —¡Bona niiiiiit!

      Da las buenas noches y nos despedimos, no sin que antes Carlos mencione uno por uno a todos los componentes del grupo que esta noche hemos estado sobre el escenario.

      —En la batería, el maestro de maestros: ¡Eduuuuuuu Cloquell!

      Las chicas se vuelven locas con su solo de batería a modo de despedida y lucimiento personal. Después va la guitarra con Miquel y el bajo con Adrià. Y, por último, mi turno.

      —Y a mi derecha, el mejor saxofonista de toda la isla: ¡¡¡Litoooo Valloriiiiiii!!!

      Vuelvo a lucirme con un arranque pasional que dura unos diez segundos. Carlos se despide entre vítores y aplausos. La gente va on fire, el alcohol hace que nos amen, aunque intentaré fingir que me creo que es porque hemos tocado de puta madre. Salgo el primero por el lateral del escenario y cojo todo el aire que puedo. La noche es sofocante y mi camisa roja está empapada. Me seco el sudor de la frente con las toallas que hemos dejado preparadas detrás del escenario y me lanzo sobre las botellas de agua.

      Un cuarto de hora después respiramos tranquilamente sentados cerca de la parte trasera del escenario. Cada uno de los miembros del grupo Bright lemons lleva un cubata en la mano, menos yo, que me he decidido por una cerveza.

      Hoy estamos tan hechos polvos que ni siquiera hemos metido el equipo en los coches antes de tomarnos nuestro merecido descanso.

      Voy a largarme pronto, mi abuela no ha tenido una de sus mejores semanas y no quiero llegar a casa muy tarde.

      Entonces, mientras escucho de fondo la voz entusiasta de Carlos y observo cómo las gotas de condensación resbalan por el vaso de plástico de mi caña, un rostro aparece en mi mente.

      Suspiro y cierro los ojos.

      La veo con claridad, y es que es imposible olvidar esos ojazos negros. Bueno, seguro que no son negros, pero a mí me lo parecen cuando en cada concierto la miro desde arriba. Está en primera fila, los focos la iluminan y yo me siento extrañamente contento de que esté delante de mí para verme tocar.

      Ella no lo sabe, pero cuando mejor toco es cuando la veo y doy lo mejor de mí. No sé desde cuánto tiempo, lo sé, pero es así. Tomo un trago y pongo los ojos en blanco. No voy a admitir en público, ni en voz alta, algo tan cursi en la vida, pero no por eso deja de ser cierto. Siento un extraño subidón cuando toco para mi chica misteriosa, aquella que, aunque sé que a veces se queda después de un concierto, me es imposible de alcanzar. Simplemente tiene el don de desaparecer cuando me decido a buscarla para decirle un hola.

      Bueno... de haberla encontrado, seguramente en el último segundo hubiese sido incapaz de hablarle. Hay inseguridades que aún pesan demasiado. Aunque seguramente a ella no le importaría que la saludara. Sé que viene por nosotros, para vernos tocar.

      Cuando me mira, lo hace con atención. Su interés es innegable. Me escucha con una concentración casi inquietante. Creo que es porque vive la música con tanta intensidad como la vivo yo. Lo sé porque no me sonríe nunca, o nunca de la manera que lo ha hecho hoy. Supongo que algo tendrá que ver que esté con sus amigas. ¿Y si hoy que está de buen humor la busco?

      Me termino la cerveza y pienso en cómo podría ir. Lástima que todo lo que pensamos y se reproduce en nuestra mente, jamás llega a materializarse en la vida real.

      Creo que debería dejar de soñar despierto.

      Estrujo el vaso de plástico vacío donde estaba mi cerveza y lo lanzo hacia una papelera cercana. ¡Tres puntos!

      —Me piro —digo en un arranque de vitalidad.

      Me levanto de las escaleras golpeando mis rodillas.

      —No tío, no puedes irte.

      Carlos protesta y yo sé por qué. Me largo antes de que intente hacerme olvidar a Patricia con una de las grupis que nos siguen de concierto en concierto.

      —Lo siento.

      Patricia es mi ex. Nunca he tenido demasiado tino con las mujeres. Quizás porque aparento algo que no soy. Un hombre demasiado seguro de mí mismo, cuando en realidad nado en un pozo de inseguridades del que no conseguí desprenderme ni con terapia. Por eso se me hace extraño desear de nuevo a una mujer, cuando sé que en mi caso es más que probable que se rían de mí y no me aporten nada bueno.

      —Quédate tío, es muy pronto.

      Meneo la cabeza.

      —Vamos —me dice Eduard guiñándome un ojo—. ¿Seguro que quieres irte sin intentar ver a tu amiga?

      Vacilo.

      Todos sabemos de quién habla, pero saludarla, lamentablemente no entra en mis planes.

      —Mmmm...

      —Te lo estás pensando, ¿eh? —me anima Carlos.

      Tiene razón, es muy pronto y con mi insomnio crónico no estaría mal escuchar a nuestros compañeros de Ses Bubotes que ya han calentado motores con un par de canciones.

      —De acuerdo, pero voy a dejar el saxo en la furgo —les digo.

      Me despido de ellos sin asegurarles que volveré, aunque es probable que lo haga.

      Tras el escenario y a un par de calles, me adentro en el descampado donde he aparcado mi furgoneta. Es un campo de tierra, lleno de rastrojos, mal iluminado por los focos que ha puesto el ayuntamiento. De todas maneras, se debe dar gracias por ello, pues el pueblo se llena de coches de aquellos que llegan de los demás pueblos de la isla y aparcar es prácticamente misión imposible sin colapsar las estrechas calles.

      Avanzo por el improvisado parquin. Hace calor y vuelvo a tener sed. No es de esas noches de bochorno desmesurado, pero sí que no me vendría mal estar delante de un ventilador o bien posicionado frente al aire acondicionado de mi habitación.

      A escasos metros veo el todoterreno de Carlos. En él podrán guardar el equipo sin preocuparse y volver tranquilamente a casa a la hora que les dé la gana.

      Son las tres de la madrugada y mientras sostengo en la mano el estuche de mi saxofón decido que no debería buscarme problemas... definitivamente me voy a casa.

      Podría intentar buscar a la chica de ojos


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