Caribes. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
a excitarlas, y el canario llegó muy pronto a la conclusión de que muchas comenzaban a mirarle con otros ojos, calculando tal vez que podía convertirse en su única esperanza en el caso de que los guerreros que se habían hecho a la mar tiempo atrás nunca volviesen.
La sola idea de que tal cosa pudiera ocurrir le repelía, puesto que le enervaba imaginar que una de aquellas repugnantes criaturas infrahumanas pudiera tan siquiera rozarle, pero abrigó el convencimiento de que tal posibilidad tardaría bastante tiempo en plantearse, por lo que de momento se limitó a obtener el mayor provecho posible de su nueva y curiosísima situación.
Ya no era tan solo una especie de bestia destinada al engorde, sino alguien en cierto modo valioso, por lo que se apresuró a imponer sus condiciones, y valiéndose de una de las cautivas que dominaba ambos idiomas, le hizo comprender al viejo emplumado que si pretendía que siguiera cumpliendo con su trabajo tendría que concederles, tanto a él como a su compañero, un régimen de cautividad más llevadero.
La necesidad de que preñase a las esclavas debía ser, sin duda, muy imperiosa a los ojos del arrugado hechicero, ya que tras un largo retiro en la cabaña que parecía constituir el santuario de la tribu, aceptó que se les permitiera circular con relativa libertad por el poblado, siempre bajo la atenta vigilancia de tres mujeres fuertemente armadas que se mostraban muy capaces de acabar con ellos a la menor señal de alarma, aunque a decir verdad la pequeña isla no parecía ofrecer demasiados lugares a los que dirigirse, constituyendo en el fondo una especie de agreste presidio natural del que debía resultar imposible evadirse sin el concurso de una sólida embarcación.
Las semanas que siguieron se convirtieron por tanto en un dulce período de relativo bienestar para los españoles; bienestar que se acentuó a partir del momento en que descubrieron en el interior de uno de los chamizos la mayoría de los enseres que transportaban a bordo del «Seviya», entre los cuales aparecía, intacta, la caja del ajedrez.
Ninguna de aquellas primitivísimas criaturas había sido capaz de averiguar cómo se descorría el sencillo cerrojo que la mantenía herméticamente cerrada, por lo que todas sus piezas permanecían en su interior, lo que provocó que, casi de inmediato, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos decidieran tomar asiento bajo un alto paraguatán para enfrascarse en una larga partida que les permitiese evadirse al menos por unas horas del sinfín de increíbles problemas que los acosaban desde hacía meses.
La primera reacción de las caribes fue de asombro y curiosidad ante el insospechado aspecto de aquel cúmulo de extrañas figuritas que habían hecho su aparición como por arte de magia sin que nadie consiguiera averiguar de dónde habían salido, y a ese asombro siguió muy pronto una especie de respetuosa admiración al advertir cómo dos hombres hechos y derechos cuyas vidas corrían, evidentemente, serio peligro, eran sin embargo capaces de permanecer inmóviles durante horas ante el cuadriculado tablero, tan ensimismados como si sus espíritus se encontraran en un mundo muy lejano.
¿Qué hacían y qué significaba todo aquello?
La superstición, innata en todo ser primitivo, entró de inmediato en juego, ya que para sus sencillas mentes no resultaba ni tan siquiera imaginable que aquel complicado altar y el sinfín de diminutos ídolos no constituyeran más que un inocente pasatiempo al que los extraños extranjeros fueran capaces de dedicar tantas horas de sus amenazadas existencias.
El apergaminado brujo fue, aunque se resistiera a aceptarlo, el más fuertemente impactado por un desconcertante comportamiento que escapaba a todas sus previsiones, ya que a través del estudio de las entrañas de un tucán había llegado tiempo atrás a la conclusión de que terribles desgracias estaban a punto de abatirse sobre su pequeña comunidad. De hecho, y por primera vez desde que guardaba memoria, los guerreros no habían regresado de su expedición de cacería a los dos meses de su marcha, y empezaba a temer que el terrible Hur-a-cán que tiempo atrás se abatiera sobre la región pudiera haberles sorprendido en mar abierto.
Una tribu sin hombres, ni era tribu ni era nada. La media docena de muchachitos que pululaban por el poblado aún tardarían años en estar en condiciones de engendrar nuevos caribes que los convirtieran en un pueblo poderoso, y si durante ese tiempo sus vecinos del sur averiguaban su difícil situación, acudirían de inmediato a adueñarse de las mujeres que habían quedado viudas, apoderándose al propio tiempo de todos sus esclavos y pasando a cuchillo al hechicero local para sustituirlo por uno de los suyos.
El futuro se presentaba, por lo tanto, terriblemente incierto, y a ello se añadía ahora la presencia de aquellos peludos forasteros que parecían haber llegado de muy lejos y conseguían la increíble hazaña de que un incontable número de sus dioses nacieran de la nada.
–Ve y pregúntales qué es lo que están haciendo –ordenó a la esclava que más tiempo llevaba entre ellos y con la que el más joven de los cautivos se entendía a la perfección–. Necesito saberlo.
–Intento impedir que me coma la torre –fue la distraída respuesta de Cienfuegos a la pregunta de la haitiana–. Pero tal como están las cosas es como pedir milagros.
La buena mujer tradujo mentalmente la respuesta, la meditó durante el trayecto de regreso a la gran choza, y cuando se encontró frente al anciano hechicero, repitió con manifiesta inocencia:
–Pide un milagro para que no se lo coman.
–¿A quién?
La otra pareció un tanto desconcertada, pero por último replicó lo que se le antojó más lógico:
–A sus pequeños dioses, supongo.
Durante varios días el emplumado brujo se preguntó repetidamente si las minúsculas figuritas que los extranjeros movían tan ceremoniosamente de un lado a otro del extraño altar podrían tener realmente el mágico poder de hacer milagros, y sus dudas se prolongaron hasta el brumoso amanecer en que varias mujeres del poblado le despertaron alarmadas pidiendo que las acompañara a los acantilados que dominaban la costa sur de la isla.
Lo que vio le postró de rodillas.
Llegando del Este, del infinito océano en el que acababa el mundo, surgían de la niebla una pléyade de altísimas naves, mucho mayores que la más amplia de las chozas comunes, deslizándose sobre las aguas como mantenidas por anchas olas de un blanco que hería los ojos, mientras docenas de hermosas banderas y gallardetes de colores ondeaban al viento saludando en la distancia.
¡Era un milagro!
Nadie, nunca, a través de los cientos de años de la historia de los valientes caribes antillanos había oído hablar jamás de inmensas cabañas que patinaran sobre las aguas; níveas alas capaces por sí solas de cubrir todo un bosque, o altivos pendones que rivalizaban en colorido con los más espectaculares guacamayos de la selva.
¿Qué significaba tan insólita aparición?
¿Por dónde había descendido de los cielos semejante prodigio nunca antes soñado?
¿Eran acaso los carros de los dioses de aquellos extranjeros que atendían a sus plegarias viniendo en su busca dispuestos a castigar a quienes les habían torturado e intentaban devorarlos?
Los negros presagios que había creído descubrir en las entrañas del tucán parecían por desgracia concretarse, y a la desaparición de los guerreros había que unir ahora la maldición de los diminutos ídolos extranjeros.
Las mujeres temblaban de miedo.
Los blancos monstruos continuaban aproximándose.
Era como si las nubes del cielo se hubiesen solidificado y eligiesen corretear alocadamente sobre el mar.
Repicó, extraña a todo, metálica y aguda, una campana, la primera de las naves escupió una nube de humo y al poco resonó, lejana, la ronca voz del trueno en un cielo tranquilo.
Dos mujeres se arrojaron de bruces al suelo cubriéndose los cabellos de tierra y otra se hizo sus necesidades encima con un estrépito angustioso.
El maltrecho hechicero tuvo que buscar apoyo en un árbol para no caer redondo perdida completamente su dignidad, y por unos momentos se