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Caribes. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa


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hambre.

      Le entregó un coco y unos mangos que llevaba en la bolsa, y mientras el anciano los devoraba con ansia se entretuvo en inspeccionar la embarcación buscando una fórmula que le permitiera colocarla sobre las quietas aguas que lamían las rocas a no más de treinta metros de distancia, pero al fin se vio en la obligación de reconocer que el viejo Virutas tenía razón y que serían necesarios como mínimo seis hombres para poner a flote en mitad de la bahía aquel tosco armatoste.

      Todo en él parecía listo para emprender la navegación puesto que contaba incluso con un recio palo que aparecía tumbado sobre la cubierta, la botavara y dos juegos de velas cuidadosamente doblados a proa, pero el conjunto debía sobrepasar con mucho la media tonelada y resultaba ilusorio confiar que entre un muchachuelo y un viejo herido consiguieran ni tan siquiera sacarlo de la cueva.

      –Hay que buscar agua y provisiones –señaló al fin–. Mientras tanto tal vez se nos ocurra algo. ¡Piensa!

      –¡No seas pesado, rapaz! –fue su agria respuesta–. Recuerda que soy carpintero de ribera y llevo cinco días dándole vueltas al asunto. Sería como tratar de cambiar de sitio una montaña. ¿A dónde vas ahora? –se alarmó.

      –A por comida. Dejé un cesto de fruta en la cabaña, y entre los restos del almacén descubrí judías, tocino y algunas cosas que los salvajes nunca prueban.

      –¿Y vas a dejarme solo?

      –Volveré al anochecer.

      –¿Y si no vuelves?

      –Será que me han matado, pero lo dudo. A pesar de todo, estos indios son pacíficos y ni siquiera tienen armas.

      –Avisarán a Canoabó.

      –Es muy posible –admitió–. Pero tardarán por lo menos tres días en regresar.

      –¡No te vayas!

      –¡No seas caguica, viejo! –se impacientó–. Cualquier cosa es mejor que morirse de hambre. –Se encaminó a la salida–. ¡Y piensa!

      Cuando al oscurecer regresó cargado como un burro, el carpintero dormitaba, y al abrir los ojos tuvo que admitir que continuaba sin hallar solución al difícil problema.

      –Al fin y al cabo –masculló roncamente–, casi prefiero acabar aquí a ahogarme en ese mar infestado de tiburones. Ya estoy demasiado correoso como para servirle de desayuno a un pez.

      –Nadie va a comerte, Virutas –fue la firme respuesta del cabrero–. También yo tuve hoy un mal momento, pero ya pasó. Y te necesito para salir de este maldito lugar y llegar a Sevilla.

      –¡No jodas con Sevilla! –replicó el otro con acritud–. Por contentos podríamos darnos si llegáramos tan siquiera a mar abierto. Esto no hay quien lo mueva.

      –¡Eso lo veremos!

      Las tinieblas se habían apoderado ya de la cueva, por lo que decidieron que lo mejor que podían hacer era dormir dejando para la mañana siguiente la búsqueda de una solución factible a su problema, y apenas la primera claridad se filtró por entre la maleza, el canario observó fijamente al anciano que le observaba a su vez desde hacía rato y exclamó, guiñándole un ojo:

      –¡Ya lo tengo!

      El otro se irguió esperanzado.

      –¿Qué?

      El canario sonrió divertido.

      –La solución… Buscaré ayuda.

      –¡Vete a la mierda! –barboteó el carpintero furibundo–. Estamos intentando escapar de unos salvajes que quieren cosernos a flechazos y lo único que se te ocurre es ir a pedirles ayuda. Creo que al fin van a tener razón los que aseguraban que eres tonto.

      –Sé cómo hacerlo –replicó Cienfuegos al tiempo que se ponía en pie de un salto puesto que se diría que la larga noche de descanso le había insuflado nuevos ánimos y se sentía con fuerzas como para comerse el mundo–. Pero ahora lo primero que quiero hacer es dejar un mensaje que únicamente don Luis de Torres o maese Juan De La Cosa puedan interpretar si es que regresan.

      –¿Qué clase de mensaje?

      –Uno que les haga comprender que seguimos con vida.

      –A mí me importa un carajo que nadie sepa si estoy o no estoy vivo. Con que lo sepa yo, basta.

      –¿No tienes amigos?

      –Tú.

      –¿Y parientes?

      –Ninguno, gracias a Dios.

      –¿Siempre has estado solo en el mundo?

      –Mi mundo es demasiado pequeño como para compartirlo. –Acarició la embarcación–. La madera me da cuanto preciso.

      –Siempre imaginé que estabas chiflado, pero ya veo que es más de lo que suponía. Haremos buena pareja. –Se encaminó de nuevo a la salida–. En este caso me ocuparé de dejar un solo mensaje. –Interrumpió el inicio de protesta alzando la mano–. ¡No te inquietes! –le tranquilizó–. Volveré pronto.

      –¿Pero adónde diablos vas?

      –A cavar mi propia tumba.

      –¿Tu propia tumba? –se asombró el otro–. ¿Por qué?

      –Porque tan solo a alguien que me aprecie sinceramente se le ocurrirá la peregrina idea de visitar mi tumba.

      El viejo ni respondió siquiera convencido como estaba de que de entre todos los seres de este mundo con los que podía haberse quedado abandonado en una remota isla hostil, ninguno hubiera resultado jamás tan disparatado e incongruente como el pintoresco canario pelirrojo que se había colado de polizón en su barco pretendiendo ir a Sevilla cuando en realidad navegaban en dirección opuesta.

      Se limitó por tanto a orinar contra un rincón y entretenerse luego en cortar en dos un coco para beberse el dulce líquido y masticar lentamente la pulpa con sus escasas y maltrechas muelas, decidido a no volver a preocuparse por cuanto pudiera ocurrirle, ya que se sentía íntimamente convencido de que su larga existencia había llegado tiempo atrás a su fin, y los días que le estaban concediendo de más eran tan solo Virutas que en cualquier momento se agotarían.

      La triste noche en que la Marigalante, o Santa María, como tan pomposamente la había bautizado el engolado almirante Colón, encalló para siempre y se vio obligado a deshacerla a martillazos después de haber dedicado media vida a construirla y mantenerla, había llegado a la dolorosa conclusión de que estaba despedazando de igual modo su propio esqueleto, y eran ya muy contadas las ceñidas que le quedaban por dar en este mundo.

      Su incontrolado miedo había pasado, porque lo que en verdad le asustaba era el hecho de morir como un perro acurrucado en el sollado de un barcucho oculto en una cueva, aunque pensándolo bien, quizá jamás existió sepultura más adecuada para un carpintero de ribera que aquel mausoleo levantado con sus propias manos.

      Era un buen barco, de eso estaba seguro: un lanchón pesado y algo tosco de líneas que probablemente nunca hubiera ganado la más mísera regata, pero era, desde luego, una nave segura y resistente con la que un piloto como su antiguo patrón, Juan De La Cosa, hubiera sido capaz de alcanzar incluso el puerto de Palos.

      Se sentía orgulloso de ella y al contemplarla una vez más cayó en la cuenta de que no estaba concluida por completo, por lo que cuando el gomero llegó le encontró atareado tallándole en popa con una letra grande y profunda la palabra «Seviya».

      –En honor a ti –señaló–. Aunque sigo convencido de que jamás conseguiremos ponerla a flote.

      –Eso está hecho –fue la optimista respuesta.

      –¿Cómo?

      –Lo verás esta noche.

      Y esa noche, Cienfuegos abandonó la cueva armado hasta los dientes, se deslizó en silencio junto al escondido cementerio en el que ya figuraba


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