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Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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fiel a la misma.

      En el reverso del autógrafo de las Alabanzas al Dios altísimo se encuentra la Bendición al hermano León, escrita por Francisco a petición de este: aunque tomada casi en su literalidad del libro de los Números (cf. Nm 6,24-27), es un eco de la experiencia que llevó a Francisco al Alverna, y que la estigmatización le está ayudando a transformar 23: el santo le desea al hermano experimentar la cercanía de Dios y su paz, esa paz que él anhela vivamente y que poco a poco se va abriendo paso en su vida por las vías de la identificación afectiva y el seguimiento de Cristo pobre y crucificado.

      Y al bajar del Alverna con sus compañeros, una vez finalizada la Cuaresma, Francisco sintió una necesidad imperiosa de volver en medio de las gentes para anunciarles la alegría del Evangelio y las maravillas de Dios; y en los meses siguientes llevó a cabo toda una campaña de predicación por los pueblos de Las Marcas y de Umbría, no obstante que los estigmas le crearan más de un problema en su firme propósito de permanecer siempre en la condición de menor –pues por ellos las gentes le aclamaban como santo–, y que su precario estado de salud hiciera totalmente desaconsejable dicha campaña.

      A finales de diciembre de1224 o en las primeras semanas de 1225, acaso forzado ya por el agravamiento de sus múltiples enfermedades, Francisco regresa a Santa María de los Ángeles, y, previsiblemente, nació entonces la alegoría de La verdadera alegría como fruto de la experiencia de liberación de la noche que comenzaba a abrirse paso en su espíritu.

      b) «La verdadera alegría» 24

      Desde el punto de vista de su contenido, este escrito tiene un valor autobiográfico solo comparable con el Testamento del santo, aunque su lenguaje sea alegórico-simbólico, pues nos encontramos ante una alegoría que no describe hechos concretos realmente acaecidos, y ni siquiera es la combinación de hechos reales e imaginados. Pero en la base del relato está la experiencia que está viviendo Francisco: la descripción climática –«es noche cerrada, tiempo de invierno y hace mucho frío» (cf. VerAl 8)– es la descripción simbólico-alegórica del alma de Francisco; simbólico-alegóricas son igualmente las heridas que sangran, aunque también reales: sus estigmas, todo su aparato digestivo, sus ojos…: el que habla es un enfermo, y muy enfermo (cf. VerAl 8); Francisco se siente rechazado (cf. VerAl 9-14) y ve puesto en cuestión el sentido mismo de su vida, su fidelidad y la de su fraternidad a la vocación recibida (cf. VerAl 4-6); y en estas circunstancias Dios parece estar ausente: el relato guarda casi un total silencio sobre Dios –cosa absolutamente inusual en los escritos del santo–, al que solo se le invoca como último recurso para lograr la acogida (cf. VerAl 12), y aun esto, que era para él lo más sacrosanto (cf. 2Cel 5; TC 3), resulta frustrado.

      Pero Dios le guiaba en la «noche», y una nueva luz se abrirá en el horizonte cuando consiga ver su desolación y sufrimiento como lugares de la gracia (cf. CtaM 2), cosa que, evidentemente, no se le da sin presupuestos humanos y espirituales, gestados a lo largo de toda su vida: su experiencia afectiva y gozosa de Dios; la desnudez de la confianza en él y en su gracia salvadora y portadora de sentido, desde el saber de la fe; la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado y su seguimiento… Pero La verdadera alegría es, al mismo tiempo, expresión de toda una serie de mediaciones espirituales y psico-antropológicas, entre las que cabe destacar: la desapropiación más absoluta, la pacificación interior, la reconciliación fraterna, que hacen posible el milagro de la aceptación –nada puede ser transformado si no es aceptado–, en la que se implica la totalidad de la persona: aceptación psicológica de la propia grandeza y la propia fragilidad; aceptación existencial de lo logrado y no logrado en los propios objetivos e ideales desde los que uno define el sentido de la propia vida, y aceptación espiritual desde la renuncia a toda pretensión de buscar el sentido de la existencia en sí mismo y desde la confianza en Dios, su fidelidad y misericordia 25.

      La alegoría de La verdadera alegría refleja el momento en que se abre paso decididamente la alegría verdadera 26, que «no reside en la positividad que uno pueda tener, por más excelente que sea, sino en la negatividad asumida con amor. La verdadera alegría o la libertad perfecta provienen de un amor tan intenso que no solo es capaz de soportar, sino de amar y abrazar alegremente la propia negatividad 27, y tiene como fruto la paz: «Te digo que, si tuviera paciencia y no me turbara, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y la salvación del alma (VerAl 15).

      Francisco no es de los derrotados por el silencio de Dios, el rechazo de los hermanos, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad y las sombras de la existencia; y, así, lo que fluye de su corazón no es un grito de desgarro y rebelión ni una excomunión, sino una profunda experiencia de pacificación y reconciliación que dice que, frente al silencio de Dios y el sufrimiento físico, psíquico y espiritual, hay otra realidad: la del abandono confiado en el amor absoluto de Dios, «aunque es de noche», y la del hombre fraterno 28, fuente de una paz transpsicológica cuyos signos son el amor y la aceptación, que no hay que confundir con ninguno de sus sucedáneos: la aceptación estoica o a golpe de imperativos éticos, la resignación fatalista e irresponsable, el repliegue sobre la propia limitación y el propio sufrimiento, etc.

      El sufrimiento ha sido siempre la piedra de tropiezo para la fe ingenua y ha provocado las últimas preguntas sobre Dios y el hombre: ¿puede existir Dios cuando el sufrimiento y el dolor son el pan de cada día? ¿Se puede ser feliz y plenamente humano en medio del sufrimiento, la enfermedad, el incumplimiento y la frustración de los sueños y expectativas desde las que uno da sentido a su vida? La respuesta de Francisco es clara: no solo se puede, sino que también se «debe» ser feliz no obstante el sufrimiento, en medio del sufrimiento y hasta gracias al sufrimiento; no solo es posible la plenitud humana en el sufrimiento, sino que este tiene, de algún modo, la llave de la dicha y la plenitud humana y espiritual. Cuando el sufrimiento tiende a provocar agresividad, ira, rechazo, su aceptación conserva al hombre en su libertad, y, conquistada la libertad, la vida crece en plenitud en la paz, la comprensión, la acogida, la humildad, la solidaridad. Si se pregunta a Francisco cómo se logra eso, dirá que es gracia de Dios que nace de la desapropiación y se acoge desde la confianza en él, confianza que no necesita saber por qué y para qué suceden las cosas, porque confiar es una relación de amor y la fuente de todo sentido.

      Y como en «la noche de los sentidos» al inicio de su conversión, en la que, cuando los sueños de gloria, las promesas de los placeres empezaban a perder todo gusto para su espíritu, se abrió paso en él una nueva dulzura del alma y del cuerpo al ponerse al servicio de los leprosos (cf. Test 1-2), ahora, en «la noche del espíritu», del dolor y la enfermedad se abre paso una nueva y definitiva dulzura. Desde aquí, La verdadera alegría es el fruto y la coronación de la segunda etapa en el proceso por el que Francisco se vio libre de las garras de la noche.

      La alegoría de La verdadera alegría tiene una particular semejanza con el capítulo 8 de las Florecillas de san Francisco –sin duda, la página más conocida de este libro–, pero no faltan las diferencias entre ambas, la principal de las cuales es esta: mientras La verdadera alegría es un texto marcadamente personal y autobiográfico, el libro de las Florecillas ha hecho de él una mera parábola moral, presentando a un Francisco convertido en una especie de «héroe» que lo puede todo desde su voluntarismo y ascetismo 29.

      c) El «Cántico de las criaturas»

      Ante el empeoramiento de su enfermedad de los ojos, el ministro general, fray Elías, manda al santo que se deje curar por los médicos, y con tal fin determinó llevarlo a Rieti (cf. 1Cel 98-99,101; LP 83). Antes de emprender el viaje, en la primavera de 1225, pasa a San Damián.

      Un ataque de conjuntivitis tracomatosa lo retuvo allí unos cincuenta días, encerrado en un lugar oscuro para verse libre del más mínimo rayo de luz, que le producía fuertes dolores (cf. LP 83). Paradójicamente, fue en San Damián donde comenzó a brillar definitivamente la luz en el horizonte de su espíritu. Tres cosas parecen haber sido determinantes para ello: la cercanía –con toda probabilidad, expresamente buscada por Francisco– de Clara y las hermanas de San Damián, y de los compañeros más queridos del santo, que allí estaban al servicio de las hermanas; la radicalización de la experiencia de la


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