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Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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      Lo mismo ocurrió en Cartago: ¿quién, fuera de un reducido número, llegó a enterarse de la curación de Inocencio, abogado a la sazón de la prefectura? A esta curación asistí yo y la vi con mis propios ojos. Veníamos de allende el mar mi hermano Alipio y yo, aún no clérigos, pero sí siervos ya de Dios; como era, al igual que toda su familia, tan religioso, nos recibió en su casa y vivíamos con él. Estaba sometido a tratamiento médico; ya le habían sajado unas cuantas fístulas complicadas que tuvo en la parte ínfima posterior del cuerpo, y continuaba el tratamiento de lo demás con sus medicamentos. En esas sajaduras había soportado prolongados y terribles dolores. Una de las fístulas se había escapado al reconocimiento médico, de suerte que no llegaron a tocarla con el bisturí. Curadas todas las otras que habían descubierto y seguían cuidando, solo aquella hacía inútiles todos los cuidados.

      Tuvo por sospechosa esa tardanza, y se horrorizaba ante una nueva operación que le había indicado un médico familiar suyo, a quien no habían admitido los otros ni como testigo de la operación, y a quien él con enojo había echado de casa; apenas ahora le había admitido, exclamó con un exabrupto: «¿De nuevo queréis sajar? ¿Van a cumplirse las palabras de quien no admitisteis como testigo?». Burlábanse ellos del médico ignorante, y procuraban mitigar con bellas palabras y promesas el miedo del paciente.

      Pasaron otros muchos días, y de nada servía cuanto le aplicaban. Insistían los médicos en que le cerrarían la fístula con medicinas, no con el bisturí. Llamaron también a otro médico de edad ya avanzada y muy celebrado por su pericia en el arte, por nombre Ammonio. Examinándole este, confirmó lo mismo que había pronosticado la diligencia y pericia de los otros. Garantizado él con esta autoridad, como si se encontrara ya seguro, se burlaba con festivo humor de su médico doméstico, que había creído necesaria otra operación.

      ¿Qué más? Pasaron luego tantos días sin mejora alguna que, cansados y confusos, tuvieron que confesar que no había posibilidad de sanar sino con el uso del bisturí. Se asustó, palideció sobrecogido de horrible temor, y, cuando se recobró y pudo hablar, les mandó marcharse y no volver a su presencia. Cansado ya de llorar y forzado por la necesidad, no se le ocurrió otra cosa que llamar a cierto Alejandrino, tenido entonces por renombrado cirujano, para que hiciera él la operación que en su despecho no quería que hicieran los otros. Cuando vino aquel y observó, como entendido, en las cicatrices la habilidad de los otros, como honrado profesional trató de persuadirle de que fueran los otros quienes cosecharan el éxito de la operación, ya que habían procedido con la pericia que él reconocía, y añadía que no habría posibilidad de sanar sino con la operación; pero que era opuesto a su conducta arrebatar por una insignificancia que restaba la coronación de trabajo tan prolongado a unos hombres cuyo esfuerzo habilísimo y diligente pericia contemplaba admirado en sus cicatrices. Se reconcilió con ellos el enfermo, y se convino en que, con la presencia de Alejandrino, fueran ellos los que le abrieran la fístula, que de otra manera se tenía unánimemente por incurable. La operación se dejó para el día siguiente.

      Cuando marcharon los médicos, fue tal el dolor que se produjo en la casa por la inmensa tristeza del señor que con dificultad podíamos reprimir un llanto como por un difunto. Le visitaban a diario santos varones, como Saturnino, obispo entonces de Uzala y de feliz memoria; el presbítero Geloso y los diáconos de la Iglesia de Cartago; entre los cuales se encontraba, y es el único que sobrevive, el actual obispo Aurelio, a quien debo nombrar con el honor debido y con quien, considerando las obras maravillosas de Dios, hablé muchas veces de este caso, comprobando que lo recordaba perfectamente 67.

      Además de estos ejemplos, en la misma obra La Ciudad de Dios recogí algunos casos de enfermedades más detalladas y hablé por extenso de algunos médicos y de los medios que entonces había para cuidar. Los conocimientos que poseía no eran muy extensos ni demasiado profundos. Las informaciones médicas provenían del contacto con médicos, a los cuales preguntaba detalladamente con mucho interés sobre cuestiones relacionadas con la medicina. Por tanto, hablé varias veces con términos médicos y alusiones al instrumental médico. Todo ello, sin comparación con la abundante patología de la medicina de Plinni o la de Teodoro Prusciano 68. Tenía mucho afán por introducir en estos temas médicos al Christus medicus en un nivel espiritual, del que voy hablar más adelante, y que constituye uno de los temas centrales de mi doctrina.

      Los casos que encontré eran diversos y, cuando los necesitaba, llamé a médicos, como hice en una situación particular con un joven de quince o dieciséis años, como narré:

      Hubo un joven en mi convento que, al llegar a la edad de la pubertad, comenzó a sentir un dolor intensísimo en los órganos genitales. Los médicos, por más que procuraron descubrir la causa de tales dolores, no pudieron hallarla; solo observaron que su órgano estaba replegado hacia dentro de tal modo que ni cortado el prepucio, el cual colgaba con inmoderada largura, podía aparecer; después apenas pudo ser descubierto. Sudaba un humor acre y viscoso que le producía un fuerte ardor en la ingle y los testículos. Este agudísimo dolor no era continuo, mas cuando lo sentía lloraba como un desesperado, mesándose los miembros como suele ejecutarse en los frenéticos y en los intensísimos dolores corporales. Con todo, su mente no se perturbaba. Después, poco a poco, en medio de sus gritos, perdía el sentido y se tendía en el suelo, quedando con los ojos abiertos sin ver a nadie de los que estaban con él y sin moverse al punzarle. Pasado un corto espacio de tiempo, como despertando de un sueño, y sin sentir ya dolor alguno, contaba las cosas que había visto. Después de algunos días volvía a sentir lo mismo. En todos estos ataques, o casi en todos ellos, tenía visiones, y en ellas decía haber visto a dos hombres, uno de edad avanzada y otro joven, los cuales le explicaban o manifestaban las cosas que él contaba haber visto y oído 69.

      Hablé sobre la doble función de la medicina, «curar las enfermedades y mantenernos en forma» 70, y, por tanto, de una función profiláctica, y otra curativa. «Unas son, en efecto, las prescripciones médicas para conservar la salud –se dan a los sanos para que no enfermen–, y otras las que reciben quienes ya están enfermos para que recuperen la salud que perdieron» 71. Defendí la noción de la medicina en términos de cualquier cosa que proteja o restablezca el bienestar del cuerpo 72.

      Al mismo tiempo expuse los límites hasta donde puede llegar la ciencia médica: «Se dice que la medicina conoce la salud, pero no conoce las enfermedades, y, sin embargo, las enfermedades se diagnostican mediante las técnicas de la medicina» 73.

      Comenté algo sobre el principio de totalidad y también sobre la función del médico con una comparación con Cristo, que «es médico y sabe que hay que amputar el miembro gangrenado, no sea que, a partir de él, se gangrenen otros. Se amputa un dedo porque es preferible tener un dedo menos a que se gangrene todo el cuerpo. Si de este modo hace un médico humano en virtud de su arte; si el arte de la medicina elimina alguna parte de los miembros para que no se gangrenen todos, ¿por qué Dios no va a amputar en los hombres lo que sabe que está gangrenado, para que alcancen la salud?» 74.

      Sobre la relación entre médico y enfermo, después de una de mis enfermedades 75, di un ejemplo en un sermón:

      Cuando un enfermo pide al médico lo que le gusta en un momento dado, y ha hecho venir al médico precisamente para que, mediante él, se le proporcione la sanidad, pues no hubo otra causa para hacer venir al médico sino lograr la salud. Y, por eso, si quizá le gustan las frutas, si le gustan las cosas frías, prefiere pedirlas al médico y no a su siervo. De hecho, para perjuicio de su salud puede ocultar su petición al médico y pedirlas al siervo; ciertamente, el siervo obedece al señor más a una señal de dominación que para remedio de la salud. En cambio, el enfermo prudente, que ama y aguarda su salud, elige pedir al médico eso mismo que le gusta en un momento dado, de forma que, negado por el médico, nada reciba a voluntad, sino que más bien crea a este en orden a la salud. Veis, pues, que aun cuando el médico no da algo al pedidor, no lo da precisamente para dar, pues precisamente para proporcionar útil sanidad no proporciona lo inmoderadamente querido 76.

      Además, reflexioné sobre la confianza en las decisiones humanas de los médicos,


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