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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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en el cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y yerta ningún movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que se afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.

      Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie. Un pequeño detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra Blanco se distingue un camino que cruza el desierto y, ondulante, se pierde en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas de carros y lo han medido las botas de innumerables aventureros. Aquí y allá refulgen al sol, inmaculados sobre el turbio sedimento de álcali, unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura grosera unos, más delicados y menudos los otros. Pertenecieron los primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de mil quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes de llegar al final del camino.

      Tal era el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se ofrecía a los ojos de cierto solitario viajero. La apariencia de éste semejaba a propósito para tamaños parajes. Imposible habría resultado, guiándose por ella, afirmar si frisaba en los cuarenta o en los sesenta años. Era de rostro enjuto y macilento, tenía la piel avellanada y morena, como funda demasiado estrecha de la que quisiera salirse la calavera, y en la barba y el pelo, muy crecidos, el blanco prevalecía casi sobre el castaño. Los ojos se hundían en sus cuencas, luciendo con un fulgor enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si estaba más forrada de carne que el varillaje de los huesos. Para tenerse en pie había de descansar el cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura y maciza osamenta denotaban una constitución ágil y férrea al tiempo. En la flaqueza del rostro, y en las ropas que pendían holgadas de los miembros resecos, se adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y precozmente senil: aquel hombre agonizaba, agonizaba de hambre y de sed.

      Se había abierto trabajosamente camino a lo largo del barranco, y hasta una leve eminencia después, en el vano propósito de descubrir algún indicio de agua. Ahora se extendía delante suyo la infinita planicie salada, circuida al norte por el cinturón de montañas salvajes, monda toda ella de plantas, árboles o cosa alguna que delatara la existencia de humedad. No se descubría en el ancho espacio un solo signo de esperanza. Norte, oriente y occidente fueron escudriñados por los ojos interrogadores y extraviados del viajero. Habían llegado a término, sí, sus correrías, y allí, en aquel risco árido, sólo le aguardaba la muerte. «¿Y por qué iba a ser de otro modo? ¿Por qué no ahora mejor que en un lecho de plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró mientras se sentaba al abrigo de un peñasco.

      Antes de adoptar la posición sedente, había depositado en el suelo el rifle inútil, y junto a él un voluminoso fardo al que servía de envoltura un mantón gris, pendiente de su hombro derecho. Se diría el bulto en exceso pesado para sus fuerzas, porque al ser apeado dio en tierra con cierto estrépito. De la envoltura gris escapó entonces un pequeño gemido, y una carita asustada, de ojos pardos y brillantes, y dos manezuelas gorditas y pecosas, asomaron por de fuera.

      —¡Me has hecho daño! —gritó una reprobadora voz infantil.

      —¿De verdad? —contestó pesaroso el hombre—. Ha sido sin querer.

      Y mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a una hermosa criatura de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatos y bonito vestido rosa, guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban a las claras la mano providente de una madre. La niña estaba pálida y delgada, aunque por la lozanía de brazos y piernas se echaba de ver que había sufrido menos que su compañero.

      —¿Te sientes bien? —preguntó éste con ansiedad al observar que la niña seguía frotándose los rubios bucles que cubrían su nuca.

      —Cúrame con un besito —repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al tiempo que le mostraba la parte dolorida—. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?

      —No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.

      —¡Se ha ido! —dijo la niña—. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa de la tita, y... ¡lleva tres días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no hay agua, ni nada que comer?

      —No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien. Pon tu cabeza junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es fácil hablar cuando se tienen los labios secos como el esparto, aunque quizá vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba. ¿Qué guardas ahí?

      —¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! —exclamó entusiasmada la niña mientras mostraba dos refulgentes piedras de mica—. Cuando volvamos a casa se las regalaré a mi hermano Bob.

      —Verás dentro de poco aún cosas mejores —repuso el hombre con aplomo—. Ten paciencia. Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el río?

      —¡Claro que sí!

      —Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a derechas: el mapa, o los compases, o lo que fuere nos han jugado una mala pasada, y no se ha dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin agua. Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...

      —Y no te has podido lavar —atajó la criatura, a la par que miraba con mucha gravedad el rostro de su compañero.

      —Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego, primor, tu madre.

      —Entonces mi madre está muerta también —gimió la niña, escondiendo la cabeza en el delantal y sollozando amargamente.

      —Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en esta dirección, y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que hayamos prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!

      —¿Nos vamos a morir entonces? —preguntó la niña conteniendo los sollozos, y alzando su carita surcada por las lágrimas.

      —Temo que sí.

      —¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? —exclamó con júbilo la pequeña—. ¡Me tenías asustada! Cuanto más rápido nos muramos, naturalmente, antes estaremos con mamá.

      —Sí que lo estarás, primor.

      —Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo. Apuesto a que nos estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro de agua en la mano, y muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a mí... ¿Cuánto faltará todavía?

      —No sé... Poco.

      Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea norte del horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer a cada momento, habían aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al cabo por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas, las cuales, luego de describir un círculo sobre las cabezas de los peregrinos, fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran busardos, los buitres del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.

      —¡Gallos y gallinas! —exclamó la niña alegremente, señalando con el índice a los pájaros macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar el vuelo—. Dime, ¿hizo Dios esta tierra?

      —Naturalmente que sí —repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo inesperado de la pregunta.

      —Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri —prosiguió la niña—, pero no creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está mucho peor hecha. El que la hizo se ha olvidado del agua y de los árboles.

      —¿Y si rezaras una oración? —sugirió el hombre tras un largo titubeo.

      —No es aún de noche.

      —Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él no le importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la carreta,


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