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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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brasas, asó la suficiente para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.

      Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño, pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino. Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de saber algo sobre el paradero de Lucy Ferrier.

      —Soy Jefferson Hope —dijo—. ¿No me reconoce?

      El mormón le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de hecho difícil advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este punto, el hombre mudó la sorpresa en consternación.

      —Es locura que venga por aquí —exclamó—. Por sólo dirigirle la palabra, peligra ya mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en la fuga de los Ferrier.

      —No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento —dijo Hope vehementemente—. Algo tiene que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le conjuro por lo que más quiera para que dé contestación a unas pocas preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehúya responderme.

      —¿De qué se trata? —inquirió nervioso el mormón—. Sea rápido. Hasta las rocas tienen oídos, y los árboles ojos.

      —¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?

      —Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo! Parece usted un difunto...

      —No se cuide de mí —repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente pálido, y se había dejado caer al pie del peñasco que antes le servía de apoyo—. ¿De modo que se ha casado?

      —Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la Casa Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron disputándose la posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de Stangerson es la bala que dio cuenta del padre, lo que parecía concederle alguna ventaja; mas al solventarse la cuestión en el Consejo, la facción de Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que ayer vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer. ¿Se marcha usted?

      —Sí —dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente. Parecía cincelado en mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se había tornado su expresión, en tanto los ojos brillaban con un resplandor siniestro.

      —¿A dónde se dirige?

      —No se preocupe —repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió cañada adelante hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen las alimañas su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.

      La predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien impresionada por la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del odioso matrimonio a que se había visto forzada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente languidez. Su estúpido marido, que la había desposado sobre todo porque apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran aflicción por la pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y velaron su cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para su inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y un hombre de aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de harapos, penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola mirada a las mujeres encogidas de espanto, se dirigió a la silenciosa y pálida figura que antes había contenido el alma pura de Lucy Ferrier. Inclinándose sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte, tomó de uno de sus dedos el anillo de desposada.

      —No la enterrarán con esto —gritó con fiereza; y antes de que nadie pudiera dar la señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan peregrino y breve fue el episodio que los testigos habrían hallado difícil concederle crédito o persuadir de su veracidad a un tercero, a no ser por el hecho indudable de que el anillo que distinguía a la difunta como novia había desaparecido.

      Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas, llevando una extraña vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta sed de venganza que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre una fantástica figura que merodeaba por los alrededores y que tenía su morada en las solitarias cañadas montañosas. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra vez, cuando pasaba Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una gran peña, que le hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de arrojarse de bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto la causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron varias expediciones por las montañas con el propósito de capturar o dar muerte a su.enemigo, siempre sin éxito. Entonces decidieron no salir nunca solos o después de anochecido, y pusieron guardia a sus casas. Transcurrido un tiempo ya no le fue necesario mantener estas medidas, pues había desaparecido todo rastro de su oponente, en el que terminaron por creer acallado el deseo de venganza.

      Por lo contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez más del cazador. Su espíritu estaba formado de una materia dura e inflexible, habiendo hecho hasta tal punto presa en él la idea dominante del desquite, que apenas quedaba espacio para otros sentimientos. Aún así era aquel hombre, sobre todas las cosas, práctico. Comprendió pronto que ni siquiera su constitución de hierro podría resistir la presión constante a que la estaba sometiendo. La intemperie y la falta de alimentación adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que muriese como un perro en aquellas montañas, ¿qué sería de su venganza? Y había de morir de cierto si persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las cartas de sus enemigos, de modo que muy a su pesar volvió a las viejas minas de Nevada, con ánimo de reponer allí su salud y reunir dinero bastante a proseguir sin privaciones su proyecto.

      No entraba en sus propósitos estar ausente arriba de un año, mas una combinación de circunstancias imprevistas le retuvo en las minas cerca de cinco. Al cabo de éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su afán justiciero no eran menos agudos que en la noche memorable transcurrida junto a la tumba de John Ferrier. Disfrazado, y bajo nombre supuesto, retornó a Salt Lake City, menos atento a su vida que a la obtención de la necesaria justicia. Un trance adverso le aguardaba en la ciudad. Se había producido pocos meses antes un cisma en el Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los Ancianos de algunos jóvenes miembros que, separados del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah para convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se contaban entre éstos, y nadie conocía su paradero. Corría la especie de que el primero, por haber alcanzado a convertir parte de sus bienes en dinero, seguía siendo hombre acaudalado, mientras su compañero Stangerson nutría el número de los relativamente pobres. Sobre su destino actual nadie poseía, sin embargo, la menor noticia.

      Muchos hombres, por grande que fuera el deseo de venganza, habrían cejado en su propósito ante tamañas dificultades, pero Jefferson Hope no desfalleció un solo instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y ayudándose con tal o cual modesto empleo, viajó de una ciudad a otra de los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Fue cediendo cada año lugar al siguiente, y se


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