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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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ese instante le sobrevino un horrible cambio de expresión: sus ojos se dilataron extraordinariamente, le colgó la mandíbula inferior y gritó con una voz que jamás olvidaré:

      —¡Echadle de ahí! ¡Por amor de Cristo, no le dejéis entrar!

      Mi hermano y yo nos volvimos hacia la ventana que teníamos a nuestras espaldas y en la que nuestro padre tenía clavados los ojos. Destacándose de la oscuridad, un rostro nos observaba. Pudimos ver el blanco de su nariz en el punto en que la oprimía contra el cristal. Era una cara barbuda e hirsuta, de ojos crueles y salvajes, y de expresión de concentrada malevolencia. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana; pero el hombre había desaparecido. Cuando volvimos junto a nuestro padre, éste había dejado caer la cabeza sobre el pecho, y su pulso ya no latía.

      Durante la noche registramos por el jardín, sin descubrir rastro alguno del intruso, salvo que debajo de la ventana y en un macizo de flores se observaba la huella de un solo pie. De no haber sido por ésta, quizá hubiésemos pensado que eran nuestras imaginaciones las que habían hecho aparecer aquel fiero y salvaje rostro. Sin embargo, muy pronto tuvimos otra prueba más elocuente todavía de que actuaban a nuestro alrededor factores secretos. Por la mañana se encontró abierta la ventana del cuarto de mi padre; sus armarios y maletas habían sido revueltos, y sobre su cómoda estaba clavado un trozo de papel con estas palabras: «El Signo de los Cuatro» garrapateadas en él. Nunca hemos sabido lo que aquella frase significaba ni quién podría ser el misterioso visitante. Hasta donde alcanzan nuestros datos no se llevaron objeto alguno perteneciente a mi padre, aunque lo habían revuelto todo. Como es natural, mi hermano y yo relacionamos tan extraordinario incidente con el miedo que había perseguido a mi padre durante su vida; pero sigue siendo para nosotros un completo misterio.

      El hombrecillo se inclinó para encender otra vez su pipa turca, y dio varias chupadas a la misma, permaneciendo pensativo unos instantes. Todos nosotros nos mantuvimos sentados y absortos escuchando su extraordinario relato. La señorita Morstan se había puesto intensamente pálida al escuchar el breve relato de la muerte de su padre; temí por un momento que fuera a desmayarse. Sin embargo, se rehízo con sólo beber un vaso de agua que yo le escancié calladamente de una jarra veneciana situada en una mesa lateral. Sherlock Holmes se recostó en su sillón con expresión abstraída y los párpados casi cerrados sobre sus ojos centelleantes. Al verle en esta actitud, no pude menos de pensar en cómo durante aquel mismo día se había quejado amargamente de la monotonía de la vida. Aquí por lo menos se le presentaba un problema que exigiría el máximo de su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miraba a unos y a otros con evidente orgullo, al observar el efecto que su relato nos había producido; luego continuó, entre chupadas a su pipa borboteante:

      —Mi hermano y yo, como pueden ustedes imaginarse, fuimos víctimas de una gran excitación por lo que se refiere al tesoro del que mi padre nos había hablado. Excavamos y revolvimos durante semanas y meses en todos los lugares del jardín, sin descubrir rastro alguno del mismo. Era cosa de volverse loco pensando que nuestro padre tenía en la punta de la lengua el lugar del escondite en el instante mismo de morir. Podíamos deducir la magnificencia de las riquezas perdidas por el collar que había extraído del tesoro. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos una pequeña discusión a propósito de aquel collar. Era evidente que las perlas tenían grandísimo valor, y mi hermano se oponía a separarse de ellas, porque, dicho sea entre amigos, también mi hermano sufre poco del vicio de mi padre. También pensó que, si nos desprendíamos del rosario, ello pudiera dar lugar a habladurías, y acarrearnos, por fin, dificultades. Todo lo que yo pude conseguir fue que me permitiese averiguar el paradero de la señorita Morstan para enviarle, en fechas determinadas, una perla suelta, a fin de que de ese modo no pasara, al menos, necesidades.

      —Fue una idea sumamente generosa —dijo nuestra acompañante con gran emoción—, una idea sumamente bondadosa.

      El hombrecito agitó la mano en actitud suplicante y dijo:

      —Nosotros veníamos a ser albaceas suyos; así fue como yo consideré el asunto, aunque mi hermano Bartholomew no acababa de verlo bajo esa luz. Poseíamos bastante dinero y yo no deseaba más. Agregue a eso que habría sido de muy mal gusto dar a una joven un trato tan mezquino. Le mauvais goût méne au crime. Los franceses tienen un modo muy claro de expresar estas cosas. Llegó a tal punto nuestra diferencia de opinión sobre la materia, que juzgué preferible instalarme en habitaciones propias.

      Abandoné, pues, Pondicherry Lodge llevándome conmigo al viejo khitmulgar y a Williams. Sin embargo, ayer me enteré de que había ocurrido un acontecimiento de extraordinaria importancia. El tesoro ha sido hallado. Busqué en el acto la manera de comunicarme con la señorita Morstan, y, sólo queda ya que marchemos en coche a Norwood y reclamemos nuestra parte. Anoche le expuse mi criterio al hermano; de modo que seremos visitantes esperados, aunque no bienvenidos.

      El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió sentado en su lujoso canapé, gesticulando. Nosotros tres permanecimos silenciosos, con los pensamientos fijos en el nuevo curso que había tomado el misterioso asunto. Holmes fue el primero en ponerse en pie, diciendo:

      —Caballero, ha obrado usted bien desde el principio hasta el fin. Es posible que, a cambio de ello, podamos hacerle nosotros algún pequeño servicio proyectando algo de luz sobre lo que sigue siendo para usted oscuro. Pero, tal como la señorita Morstan observó hace un rato, es ya tarde, y lo mejor que podemos hacer es acabar el asunto sin más tardanza.

      Nuestro nuevo amigo enrolló muy pausadamente el tubo de su pipa turca y sacó detrás de una cortina un abrigo muy largo de cuello y puños de astracán, que sujetaba con alamares. Se lo abrochó hasta arriba, a pesar de que la noche era bochornosa, y completó su atavío encasquetándose una gorra de piel de conejo con orejeras, de modo que no quedaba visible ninguna parte de su cuerpo fuera de su rostro gesticulante y enjuto.

      —Mi salud es algo frágil —nos señaló, pasando delante de nosotros por el corredor—. No tengo más remedio que conducirme como una persona enfermiza.

      Nuestro coche nos esperaba fuera de la casa, y era evidente que todo estaba previamente convenido, porque el cochero arrancó sin tardanza y a buen paso. Thaddeus Sholto habló sin cesar, con una voz que sobresalía por encima del traqueteo de las ruedas.

      —Bartholomew es hombre inteligente —dijo—. ¿Cómo creen ustedes que descubrió dónde estaba oculto el tesoro? Había llegado a la conclusión de que estaba encerrado en alguna parte dentro de casa; entonces calculó todo el espacio cúbico de la misma, realizó mediciones por todas partes y no dejó ni una sola pulgada fuera. Entre otras cosas, se encontró con que la altura del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando unas con otras las alturas separadas de las habitaciones y dejando un margen amplio para los espacios entre ellas, cosa que comprobó por medio de calas, el total no daba más que setenta pies.

      De modo, pues, que faltaban cuatro que no se encontraban por parte alguna. Esos cuatro pies sólo podían estar en lo alto de la construcción. En vista de ello, abrió un agujero en el techo de listones y yeso, del cuarto y último piso, y allí, como no podía menos, descubrió encima otra pequeña buhardilla que había sido tapiada y de la que nadie tenía conocimiento. En el centro se encontraba la caja del tesoro, descansando en dos vigas. La descolgó por el agujero y allí está. Bartholomew calcula el valor de las alhajas en no menos de medio millón de libras esterlinas.

      Al oír pronunciar esa cifra gigantesca nos miramos todos unos a otros con ojos dilatados. Si lográbamos asegurar los derechos de la señorita Morstan, ésta se convertía de pobre institutriz en la heredera más rica de Inglaterra. Claro que cualquier amigo leal tenía que regocijarse de tales noticias; sin embargo, me avergüenza confesar que el egoísmo se apoderó de mi alma y que sentí que el corazón me pesaba corno si se me hubiera convertido en plomo. Balbuceé unas pocas palabras entrecortadas de felicitación y permanecí sentado y abatido, con la cabeza inclinada, sordo al chachareo de nuestro nuevo amigo. Este era, evidentemente, un hipocondríaco indiscutible, y yo me daba cuenta, como en sueños, de que estaba espetando una interminable lista de síntomas de enfermedades y suplicando informes acerca de la composición y la eficacia de innumerables potingues de curandero, algunos de los cuales llevaba en el bolsillo,


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