Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
y sin vida y los muros altos y pelados, se alzaba a nuestras espaldas, triste y solitaria. Nuestra carrera nos llevó a través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo por las trincheras y pozos que los cortaban y se entrecruzaban. Todo aquel lugar, con los montones de tierra desperdigados y sus raquíticos arbustos, tenía un aspecto ominoso y decadente que armonizaba de una manera perfecta con la negra tragedia que lo envolvía.
Al llegar a la cerca exterior, Toby corrió a lo largo de la misma, resoplando ansiosamente por la sombra que aquélla proyectaba y deteniéndose por último en un rincón en el que se levantaba una joven haya. En el ángulo de las dos paredes habían aflojado varios ladrillos, y las grietas así dejadas presentaban un desgaste y estaban redondeadas en la parte inferior, como si hubiesen servido de escalones con frecuencia. Holmes trepó por ellos, yo le alcancé el animal, y él lo dejó caer, al otro lado de la cerca. Al subir yo y ponerme a su lado, me dijo:
—Vea usted aquí la impresión de la mano del hombre de la pata de palo. Fíjese en la manchita de sangre que hay sobre el yeso blanco. ¡Qué suerte hemos tenido con que no haya llovido fuerte desde ayer! A pesar de la ventaja de veintiocho horas que nos llevan, el olor no habrá desaparecido todavía de la carretera.
Confieso que tuve mis dudas pensando en el denso tráfico que habría circulado durante ese tiempo por la carretera de Londres. Pero pronto se apaciguaron mis temores. Toby no dudó ni se desorientó una sola vez, sino que avanzaba pataleando con su curioso caminar bamboleante. No cabía duda de que el penetrante olor de la creosota se sobreponía a todos los demás olores en pugna.
—No vaya usted a figurarse —dijo Holmes— que fio mi éxito en el caso actual a la simple casualidad de que uno de estos individuos haya metido su pie en ese producto químico. Dispongo ya de datos como para seguirles la pista de diferentes maneras. Esta es, sin embargo, la más fácil, y ya que la suerte nos la ha deparado, sería negligente si la desperdiciase. De todos modos, el caso ha dejado con esto de ser el interesante problemita intelectual que se nos prometía. Quizá ganemos con él algún crédito, pero ésta es una pista demasiado palpable.
—El caso encierra mucho mérito —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que los medios con que está consiguiendo sus resultados en este caso me maravillan más aún que los que empleó en el del asesinato de Jefferson Hope. Me parece todo más profundo y más inexplicable. Por ejemplo, ¿cómo pudo describir con tal seguridad al hombre de la pata de palo?
—¡Elemental, querido muchacho, eso fue algo elemental! No deseo dar teatralidad al asunto. Todo en él está a la vista y encima de la mesa. Dos oficiales al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante secreto referente a un tesoro sepultado. Un inglés, llamado Jonathan Small, traza para ellos un mapa. Recordará usted que vimos ese nombre en el que se hallaba en posesión del capitán Morstan. Jonathan Small lo había firmado en nombre suyo y el de sus asociados con el Signo de los Cuatro, como él lo llamaba dramatizando la cosa. Los oficiales o uno de ellos se hace, gracias a este mapa, con el tesoro, y se lo traen a Inglaterra dejando incumplida alguna de las condiciones bajo las cuales lo recibieron. Y yo me pregunto: ¿por qué no retiró el mismo Jonathan Small aquel tesoro? La contestación salta a la vista. El mapa está fechado en una época en que Morstan mantuvo una estrecha relación con presos. Jonathan Small no fue en busca del tesoro porque él y sus asociados estaban en presidio y no podían salir del mismo.
—Pero todo eso son simples hipótesis —dije.
—Son algo más que hipótesis. Es la única hipótesis capaz de explicar los hechos. Veamos si encaja dentro de lo que después ocurrió. El mayor Sholto vive en paz por espacio de algunos años y es feliz con la posesión de su tesoro. Después recibe una carta de la India que le llena de pánico. ¿Qué quiere decir eso?
—Que la carta le anunciaba que los hombres a quienes él había perjudicado estaban en libertad.
—O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía de saber cuáles eran sus condenas. No le habría producido sorpresa. ¿Y qué hace entonces? Se protege para defenderse de un hombre que tenía una pierna postiza... un hombre de raza blanca, fíjese bien, porque en cierta ocasión confundió con él a un comerciante blanco, y le disparó con su pistola. Pues bien: en el plano sólo figura un nombre de persona de raza blanca. Los otros son hindúes o mahometanos. No hay ningún otro hombre blanco. Podemos, pues, afirmar con toda confianza que el hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small. ¿Le ve usted algún defecto a este razonamiento?
—No; es claro y conciso.
—Pues bien: situémonos ahora en el lugar de Jonathan Small. Consideremos el problema desde su punto de vista. El hombre llega a Inglaterra con el doble propósito de apoderarse de lo que él cree que le pertenece y de vengarse del hombre que le ha engañado. Averigua dónde vive Sholto, y se pone, muy probablemente, en contacto con alguien de dentro de la casa de éste. Aún no le hemos echado la vista encima a ese Lal Rao. La señora Bernstone me ha hablado de él como de persona más que dudosa. Pero Small no consiguió averiguar dónde estaba escondido el tesoro, porque nadie lo supo, fuera del mayor y de su leal servidor, ya fallecido. De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho de muerte. Fuera de sí por el temor de que se lleve a la tumba su secreto, desafía a la vigilancia, se abre camino hasta la ventana del moribundo, y lo único que le impide entrar en la habitación es la presencia de sus dos hijos. Sin embargo, loco de odio contra el difunto, entra aquella misma noche en la habitación de éste, registra sus papeles particulares, con la esperanza de encontrar algún papel que hable del tesoro, y deja, por último, un recuerdo de su visita en la breve frase de la cartulina. Sin género alguno de duda, Jonathan Small lo había planeado todo por adelantado, y si hubiese podido matar al mayor, habría dejado sobre el cuerpo esta indicación, como señal de que no se trataba de un asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro asociados, de algo que se parecía mucho a un acto de justicia. En los anales del crimen, por muy extraños y caprichosos que parezcan, existen bastantes conceptos de esa clase, que suelen proporcionar valiosas indicaciones acerca de quién es el criminal, ¿Sigue usted mi razonamiento?
—Con toda claridad.
—¿Qué podía hacer, en vista de eso, Jonathan Small? No tenía otro recurso que el de vigilar los esfuerzos que se realizaban para encontrar el tesoro. Es posible que se ausentase de Inglaterra, para regresar de tiempo en tiempo a ella. De pronto, se produce el descubrimiento en la buhardilla, y Jonathan es informado de inmediato. Volvemos a encontrarnos con la presencia de algún cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, es impotente para subir hasta la habitación alta de Bartholomew Sholto. Sin embargo, se lleva con él a un socio, por demás raro, que supera esa dificultad, pero que hunde un pie desnudo en la creosota, y entonces aparece Toby y la necesidad de una caminata de seis millas para un funcionario a media paga con el tendón de Aquiles lesionado.
—Pero quien cometió el crimen fue el socio, y no Jonathan.
—Probablemente. Y lo cometió con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera como fue y vino por el cuarto, una vez que estuvo dentro. Ningún rencor sentía él contra Bartholomew Sholto, y habría preferido que lo hubiese maniatado y amordazado. No tenía ninguna gana de poner en peligro su cabeza. Pero ya no podía evitarlo: los instintos salvajes de su compañero se habían desbordado y el veneno había hecho su obra. Jonathan Small dejó su señal, descolgó al suelo del jardín el cofre del tesoro y luego se descolgó él mismo. Los acontecimientos, hasta donde yo puedo descifrar, se desarrollaron de este modo. Por lo que a la apariencia personal de Jonathan Small se refiere, debe de ser de edad mediana y seguramente que muy atezado, después de haber cumplido condena en un horno como el de las islas Andamán. Por lo ancho de su zancada puede fácilmente calcularse su estatura. Sabemos también que tiene barba. La abundancia de su pelambre fue lo que más impresionó a Thaddeus Sholto cuando lo vio a través del cristal de la ventana. Creo que no hay nada más.
—¿Y su socio?
—Bueno; creo que eso no se trata de un gran misterio. Pero ya lo sabrá todo muy pronto... ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Fíjese en cómo flota esa nubecilla, igual que la pluma rosada de algún flamenco gigantesco. Y cómo ahora emerge el borde rojo superior del