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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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barba negra, con el cuchillo relampagueante en la mano. Jamás vi correr con tal velocidad a ningún hombre como al pequeño mercader. Le iba sacando ventaja al sikh.

      Calculé que si cruzaba por delante de mí y llegaba a campo libre podía salvarse aún. Mi corazón sintió piedad, pero otra vez la idea del tesoro me volvió duro y frío. Cuando iba a cruzar por delante de mí, le metí entre las piernas mi fusil de chispa, y aquel hombre dio un par de volteretas sobre sí mismo, igual que un conejo alcanzado por un disparo. Antes que pudiera ponerse en pie, tambaleante, el sikh se le echó encima y hundió dos veces el cuchillo en su costado. El hombre no dejó escapar ni siquiera un gemido, ni movió un solo músculo, quedándose donde había caído. Quizá se desnucó al caer.

      Ya ven ustedes, caballeros, que estoy cumpliendo mi promesa. Les cuento, palabra por palabra, todo, tal y cual sucedió, me sea o no favorable.

      Small se calló, y alargó sus manos esposadas hacia el whisky con agua que Holmes le había preparado. Por mi parte, confieso que aquel hombre me inspiraba ya el máximo horror, no sólo por aquel crimen a sangre fría, en el que había intervenido, sino todavía más por la forma, algo jactanciosa y despreocupada, con que lo había narrado. Cualquiera que fuese el castigo que le esperaba, me dije que no sería objeto de mis simpatías. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados, con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por el relato, pero en sus rostros también se leía la repugnancia. Quizá Small lo observó, porque al proseguir su narración, su voz y sus maneras adquirieron un toque de desafío.

      —Sin duda alguna que aquello estuvo muy mal hecho —dijo—. Yo quisiera saber cuántos hombres, en mi pellejo, habrían rehusado una participación en aquel botín si les hubiesen puesto en la alternativa de cogerlo o dejarse cortar el cuello. Además, una vez aquel hombre dentro del fuerte, se trataba de su vida o de la mía. Si hubiera escapado, se habría puesto en claro todo el asunto, me habrían formado consejo de guerra y, probablemente, fusilado; porque en tiempos como aquellos, la gente es muy poco compasiva.

      —Siga usted con su relato —dijo Holmes con brusquedad.

      —Bueno, entre Abdullah, Akbar y yo lo metimos adentro. Pesaba mucho, no obstante su corta estatura. Mahomet Sing quedó de vigilante en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs habían preparado ya. Quedaba a bastante distancia, en un sitio donde un tortuoso pasillo desemboca en un enorme salón, vacío, cuyos muros de ladrillo estaban desmoronándose. El suelo de tierra se había hundido en una parte, formando un sepulcro natural; depositamos, pues, allí al mercader Achmet, después de cubrir su cadáver con ladrillos sueltos. Hecho eso, volvimos todos a donde se hallaba el tesoro.

      Estaba éste donde Achmet lo dejó caer al verse atacado. El cofre era ese mismo que está abierto ahí, sobre la mesa. En el asa tallada que tiene encima colgaba una llave atada con un cordel de seda. Abrimos el cofre, y la luz de la linterna centelleó en una colección de piedras preciosas como aquellas de que hablaban los libros que leí y que me hicieron ensoñar, cuando era yo un muchachito, en Pershore. Deslumbraban al mirarlas. Después de dar un banquete a nuestros ojos, las sacamos e hicimos una lista de ellas. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera agua, incluyendo uno al que, según creo, llamaban el "Gran Mogol", del que se dice que es, por su tamaño, el segundo de todos los que existen. Había además noventa y siete esmeraldas finísimas y ciento setenta rubíes, algunos de los cuales eran, sin embargo, pequeños. Había también cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas, y una gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres ni siquiera conocía entonces, aunque con posterioridad me he familiarizado con algunos de ellos. Además de todo esto, había cerca de trescientas perlas muy finas, doce de las cuales se hallaban engarzadas en una diadema de oro. Dicho sea de paso, estas últimas habían sido sacadas del cofre y no las encontré en él cuando lo recuperé.

      Después de contar nuestros tesoros, volvimos a ponerlos en el cofre y los llevamos hasta la puerta de la muralla para mostrárselos a Mahomet Singh. Allí renovamos solemnemente nuestro juramento de mantenernos leales los unos a los otros y a nuestro secreto. Decidimos esconder nuestro botín en lugar seguro hasta que el país estuviese de nuevo en paz, y luego dividirlo entre nosotros en partes iguales. Nada se adelantaba dividiéndolo en aquel momento, porque si encontraban en nuestro poder piedras de tanto valor, ello daría lugar a sospechas, y en el fuerte no había manera de vivir aislados ni había tampoco lugar en que pudiéramos guardarlas. En vista de ello, llevamos el cofre a la misma sala en que habíamos sepultado el cadáver, y allí, debajo de determinados ladrillos del muro mejor conservado, hicimos un agujero y ocultamos en él el cofre. Anotamos con gran cuidado el lugar, y yo tracé, al día siguiente, cuatro planos, uno para cada uno de nosotros; al pie de ellos coloqué el Signo de los Cuatro, porque habíamos jurado que cada uno actuaría en interés de todos, de forma que nadie resultase beneficiado. Con la mano en el corazón, puedo asegurar que yo no he quebrantado nunca aquel juramento.

      Bueno; no hace falta que yo les diga a ustedes, caballeros, cómo terminó la sublevación de la India. Cuando Wilson tomó Delhi y sir Colin hizo levantar el asedio de Lucknow se quebró el espinazo del asunto. Iban llegando tropas de refresco, y Nana Sahib huyó al otro lado de la frontera. Una columna móvil, al mando del coronel Greathed, avanzó hasta Agra y ahuyentó de allí a los pandis. Parecía que iba volviendo la paz al país, y nosotros cuatro empezamos a creer que iba acercándose el momento en que podríamos largarnos tranquilamente con nuestra parte del botín. Sin embargo, nuestras esperanzas quedaron en un instante destruidas al vernos apresados como asesinos de Achmet.

      La cosa ocurrió de esta manera. Cuando el rajá entregó sus piedras preciosas a Achmet, lo hizo porque lo juzgaba hombre digno de confianza. Sin embargo, los orientales son gente recelosa; ¿qué hizo, pues, el rajá? Llamó a un segundo criado, de mayor confianza todavía, y le encargó el papel de espía del primero. A este segundo personaje se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiese como a su sombra. Aquella noche fue siguiendo a Achmet, y le vio entrar por la puerta de la muralla. Naturalmente, pensó que Achmet había encontrado refugio en el fuerte, y él mismo lo solicitó al día siguiente, pero no pudo encontrar rastro alguno de aquél. Esto le pareció tan sorprendente que se lo comunicó a un sargento de rastreadores, quien lo pasó a oídos del mayor. Se llevó a cabo, rápidamente, una investigación y se descubrió el cadáver. De esa manera, en el momento mismo en que pensábamos que estábamos a salvo, nos vimos presos y tuvimos que comparecer ante un tribunal bajo la acusación de asesinato, tres de nosotros, porque aquella noche estábamos de guardia en la puerta, y el cuarto, por saberse que había acompañado al muerto. En el proceso no se habló para nada de las joyas, porque el rajá había sido depuesto y había huido de la India; por ello, nadie tenía un interés particular en ellas. Sin embargo, quedó claramente establecido el asesinato, y se tuvo la certeza de que todos estábamos complicados en el mismo. Los tres sikhs fueron condenados a cadena perpetua, y yo a muerte, aunque más tarde se conmutó mi sentencia por la misma pena de los demás.

      La situación en que nos encontramos entonces era bastante extraña. Los cuatro nos vimos con una cadena en la pierna y con muy pocas probabilidades de salir jamás en libertad, siendo así que cada uno de nosotros era poseedor de un secreto que, de haber podido servirnos del mismo, nos habría permitido vivir en un palacio. Era como para roerle el corazón: tenían que aguantar los puntapiés y bofetadas de cualquier funcionario subalterno y vivir comiendo arroz y bebiendo agua, siendo así que aquella fortuna espléndida se hallaba siempre disponible, fuera de los muros de la cárcel, para cada uno de los cuatro, esperando, simplemente, que la recogiésemos. Quizás aquello me hubiese arrastrado a la locura, de no haber sido siempre un hombre muy tenaz. Me sostuve, pues, y dejé tiempo al tiempo.

      Por último, juzgué que había llegado la ocasión. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de Madrás a la isla de Blair, en las Andamán. En este presidio son pocos los convictos blancos, y como yo me porté bien desde el principio, pronto llegué a ser una especie de privilegiado. Me dieron una choza en Hope Town, que es un lugar enfermizo plagado de fiebres situado en las laderas del monte Harriet, y me dejaron vivir casi independientemente. Es aquel un lugar melancólico y atacado por las fiebres. Más allá de nuestros pequeños calveros, la región se hallaba infestada de indígenas salvajes y caníbales,


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