Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
Al morir Sir Charles hicimos indagaciones acerca de ese joven, y se descubrió que se había consagrado a la agricultura en Canadá. De acuerdo con los informes que hemos recibido se trata de un excelente sujeto desde todos los puntos de vista. Ahora no hablo como médico sino en calidad de fideicomisario y albacea de Sir Charles.
—¿No hay ningún otro demandante, supongo?
—Ninguno. El único familiar que pudimos rastrear, además de él, fue Rodger Baskerville, el menor de los tres hermanos de los que Sir Charles era el de más edad. El segundo, que murió joven, era el padre de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la familia. Procedía de la vieja cepa autoritaria de los Baskerville y, según me han contado, era la viva imagen del retrato familiar del viejo Hugo. Su situación se complicó lo bastante como para tener que huir de Inglaterra y dar con sus huesos en América Central, donde murió de fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de los Baskerville. Dentro de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He sabido por un telegrama que llegaba esta mañana a Southampton. Y ésa es mi pregunta, señor Holmes, ¿qué me aconseja que haga con él?
—¿Por qué tendría que renunciar a volver al hogar de sus mayores?
—Parece lo lógico, ¿no es cierto? Y, sin embargo, si se considera que todos los Baskerville que van allí son víctimas de un destino cruel, estoy seguro de que si hubiera podido hablar conmigo antes de morir, Sir Charles me habría recomendado que no trajera a ese lugar horrible al último vástago de una antigua raza y heredero de una gran fortuna. No se puede negar, sin embargo, que la prosperidad de toda la zona, tan pobre y desolada, depende de su presencia. Todo lo bueno que ha hecho Sir Charles se vendrá abajo con estrépito si la mansión se queda vacía. Y ante el temor de dejarme llevar por mi evidente interés en el asunto, he decidido exponerle el caso y pedirle consejo.
Holmes reflexionó unos instantes.
—Dicho en pocas palabras, la cuestión es la siguiente: en opinión de usted existe un agente diabólico que hace de Dartmoor una residencia peligrosa para un Baskerville, ¿no es eso?
—Al menos estoy dispuesto a afirmar que existen algunas pruebas en ese sentido.
—Exacto. Pero, indudablemente, si su teoría sobrenatural es correcta, el joven en cuestión está tan expuesto al imperio del mal en Londres como en Devonshire. Un demonio con un poder tan localizado como el de una junta parroquial sería demasiado inconcebible.
—Plantea usted la cuestión, señor Holmes, con una ligereza a la que probablemente renunciaría si entrara en contacto personal con estas cosas. Su punto de vista, por lo que se me alcanza, es que el joven Baskerville correrá en Devonshire los mismos peligros que en Londres. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría usted?
—Lo que yo le recomiendo, señor mío, es que tome un coche, llame a su spaniel, que está arañando la puerta principal y siga su camino hasta Waterloo para reunirse con Sir Henry Baskerville.
—¿Y después?
—Después no le dirá nada hasta que yo tome una decisión sobre este asunto.
—¿Cuánto tiempo necesitará?
—Veinticuatro horas. Le agradeceré mucho, doctor Mortimer, que mañana a las diez en punto de la mañana venga a visitarme; también será muy útil para mis planes futuros que traiga consigo a Sir Henry Baskerville.
—Así lo haré, señor Holmes.
Garrapateó los detalles de la cita en el puño de la camisa y, con su manera distraída y un tanto peculiar de persona corta de vista, se apresuró a abandonar la habitación. Holmes, que recordó algo de pronto, logró detenerlo en el descansillo.
—Una última pregunta, doctor Mortimer. ¿Ha dicho usted que antes de la muerte de Sir Charles varias personas vieron esa aparición en el páramo?
—Tres exactamente.
—¿Se sabe de alguien que la haya visto después?
No ha llegado a mis oídos.
—Muchas gracias. Buenos días.
Holmes regresó a su asiento con un gesto sereno de satisfacción interior del que podía deducirse que tenía delante una tarea que le agradaba.
—¿Va usted a salir, Watson?
—Únicamente si no puedo serle de ayuda.
—No, mi querido amigo, es en el momento de la acción cuando me dirijo a usted en busca de ayuda. Pero esto que acabamos de oír es espléndido, realmente único desde varios puntos de vista. Cuando pase por Bradley's, ¿será tan amable de pedirle que me envíe una libra de la picadura más fuerte que tenga? Muchas gracias. También le agradecería que organizara sus ocupaciones para no regresar antes de la noche. Para entonces me agradará mucho comparar impresiones acerca del interesantísimo problema que se ha presentado esta mañana a nuestra consideración.
Yo sabía que a Holmes le eran muy necesarios la reclusión y el aislamiento durante las horas de intensa concentración mental en las que sopesaba hasta los indicios más insignificantes y elaboraba diversas teorías que luego contrastaba para decidir qué puntos eran esenciales y cuáles carecían de importancia. De manera que pasé el día en mi club y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando abrí de nuevo la puerta de la sala de estar.
Mi primera impresión fue que se había declarado un incendio, porque había tanto humo en el cuarto que apenas se distinguía la luz de la lámpara situada sobre la mesa. Nada más entrar, sin embargo, se disiparon mis temores, porque el picor que sentí en la garganta y que me obligó a toser procedía del humo acre de un tabaco muy fuerte y áspero. A través de la neblina tuve una vaga visión de Holmes en bata, hecho un ovillo en un sillón y con la pipa de arcilla negra entre los labios. A su alrededor había varios rollos de papel.
—¿Se ha resfriado, Watson?
—No; es esta atmósfera irrespirable.
—Supongo que está un poco cargada, ahora que usted lo menciona.
—¡Un poco cargada! Es intolerable.
—¡Abra la ventana entonces! Se ha pasado usted todo el día en el club, por lo que veo.
—¡Mi querido Holmes!
—¿Estoy en lo cierto?
—Desde luego, pero ¿cómo...?
A Holmes le hizo reír mi expresión de desconcierto.
—Hay en usted cierta agradable inocencia, Watson, que convierte en un placer el ejercicio, a costa suya, de mis modestas facultades de deducción. Un caballero sale de casa un día lluvioso en el que las calles se llenan de barro y regresa por la noche inmaculado, con el brillo del sombrero y de los zapatos todavía intacto. Eso significa que no se ha movido en todo el tiempo. No es un hombre que tenga amigos íntimos. ¿Dónde puede haber estado, por lo tanto? ¿No es evidente?
—Sí, bastante.
—El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad. ¿Dónde se imagina usted que he estado yo?
—Tampoco se ha movido.
—Muy al contrario, porque he estado en Devonshire.
—¿En espíritu?
—Exactamente. Mi cuerpo se ha quedado en este sillón y, en mi ausencia, siento comprobarlo, ha consumido el contenido de dos cafeteras de buen tamaño y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se marchara pedí que me enviaran de Stanford's un mapa oficial de esa parte del páramo y mi espíritu se ha pasado todo el día suspendido sobre él. Creo estar en condiciones de recorrerlo sin perderme.
—Un mapa a gran escala, supongo.
—A grandísima escala —Holmes procedió a desenrollar una sección, sosteniéndola sobre la rodilla—. Aquí tiene usted el distrito concreto que nos