Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
le empuja a entrar en uno de ellos.
—Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?
—Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.
—¿A qué se dedicaban sus pobladores?
—El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca de estaño cuando la espada de bronce empezaba a desplazar al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente. Esa es su marca. Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar de Cyclopides.
Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton se lanzó al instante tras ella con gran energía y rapidez. Para consternación mía el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga, pero mi acompañante no se detuvo ni un instante, persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en ristre. Su ropa gris y la manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le diferenciaban mucho de un gran insecto alado. Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su extraordinario despliegue de facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera, cuando oí ruido de pasos y, al volverme, vi a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero. Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de humo, sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero la inclinación del páramo me la había ocultado hasta que estuvo muy cerca.
No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto que en el páramo no abundan las damas, y recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer que avanzaba en mi dirección lo era, desde luego, y de una hermosura muy poco corriente. No podía darse mayor contraste entre hermanos, porque en el caso del naturalista la tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la señorita Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he visto en Inglaterra y además esbelta, elegante y alta. Su rostro, altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido parecer frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido, resultaba, desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda del páramo. Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano cuando me di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me había descubierto y me disponía a explicarle mi presencia con unas frases, cuando sus palabras hicieron que mis pensamientos cambiaran por completo de dirección.
—¡Váyase! —dijo—. Vuelva a Londres inmediatamente.
No pude hacer otra cosa que contemplarla, estupefacto. Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el suelo con impaciencia.
—¿Por qué tendría que marcharme?
—No se lo puedo explicar —hablaba en voz baja y apremiante y con un curioso ceceo en la pronunciación—. Pero, por el amor de Dios, haga lo que le pido. Váyase y no vuelva nunca a pisar el páramo.
—Pero si acabo de llegar.
—Por favor —exclamó—. ¿No es capaz de reconocer una advertencia que se le hace por su propio bien? ¡Vuélvase a Londres! ¡Póngase esta misma noche en camino! ¡Aléjese de este lugar a toda costa! ¡Silencio, vuelve mi hermano! Ni una palabra de lo que le he dicho. ¿Le importaría cortarme la orquídea que está ahí, entre las colas de caballo? Las orquídeas abundan en el páramo, aunque, por supuesto, llega usted en una mala estación para disfrutar con la belleza de la zona.
Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros jadeante y con el rostro encendido por el esfuerzo.
—¡Hola, Beryl! —dijo; y tuve la impresión de que el tono de su saludo no era excesivamente cordial.
—Estás muy sofocado, Jack.
—Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco corriente y raras veces se la encuentra a finales del otoño. ¡Es una pena que no haya conseguido capturarla!
Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos vigilaban a ambos sin descanso.
—Se han presentado ya, por lo que observo.
—Sí. Estaba explicando a Sir Henry que el otoño no es una buena época para la verdadera belleza del páramo.
—¿Cómo? ¿Con quién crees que estás hablando?
—Supongo que se trata de Sir Henry Baskerville.
—No, no —dije yo—. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque Baskerville me honre con su amistad. Me llamo Watson, doctor Watson.
El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de la joven.
—Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra conversación —dijo la señorita Stapleton.
—En realidad no habéis tenido mucho tiempo —comentó su hermano, siempre con los mismos ojos interrogadores.
—He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar de simple visitante —dijo la señorita Stapleton—. No puede importarle mucho si es pronto o tarde para las orquídeas. Pero, una vez que ha llegado hasta aquí, espero que nos acompañe para ver la casa Merripit.
Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo, granja de algún ganadero en los antiguos días de prosperidad, arreglada después para convertirla en vivienda moderna. La rodeaba un huerto, pero los árboles, como suele suceder en el páramo, eran más pequeños de lo normal y estaban quemados por las heladas; el lugar en conjunto daba impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió la puerta un viejo criado, una criatura extraña, arrugada y de aspecto mohoso, muy en consonancia con la casa. Dentro, sin embargo, había habitaciones amplias, amuebladas con una elegancia en la que me pareció reconocer el gusto de la señorita Stapleton. Al contemplar desde sus ventanas el interminable páramo salpicado de granito que se extendía sin solución de continuidad hasta el horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué podía haber traído a un lugar así a aquel hombre tan instruido y a aquella mujer tan hermosa.
—Extraña elección para vivir, ¿no es eso? —dijo Stapleton, como si hubiera adivinado mis pensamientos—. Y sin embargo conseguimos ser aceptablemente felices, ¿no es así, Beryl?
—Muy felices —dijo ella, aunque faltaba el acento de la convicción en sus palabras.
—Yo llevaba un colegio privado en el norte —dijo Stapleton—. Para un hombre de mi temperamento el trabajo resultaba monótono y poco interesante, pero el privilegio de vivir con jóvenes, de ayudar a moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio carácter y los propios ideales, era algo muy importante para mí. Pero el destino se puso en contra nuestra. Se declaró una grave epidemia en el colegio y tres de los muchachos murieron. La institución nunca se recuperó de aquel golpe y gran parte de mi capital se perdió sin remedio. De todos modos, si no fuera por la pérdida de la encantadora compañía de los muchachos, podría alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa afición a la botánica y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de trabajo, y mi hermana está tan dedicada como yo a la naturaleza. Le explico todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión mientras contemplaba el páramo desde nuestra ventana.
—Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que todo esto pueda ser, quizá, un poco menos aburrido para usted que para su hermana.
—No, no —replicó ella inmediatamente—; no me aburro nunca.
—Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y también contamos con vecinos muy interesantes. El doctor Mortimer es un erudito en su campo. También el pobre Sir Charles era un compañero admirable. Lo conocíamos bien y carezco de palabras para explicar hasta qué punto lo echamos de menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por mi parte hacer esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?
—Estoy seguro de que le encantará recibirlo.
—En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de mencionarle que me propongo hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal vez podamos facilitarle