Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el equipaje —dijo el mayordomo.
—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía, Sir Henry..., yo soy la responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí y porque yo se lo he pedido.
—¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?
—Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos dejarlo perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es una señal para decirle que tiene comida preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.
—Entonces su hermano es...
—El preso escapado, señor..., Selden, el criminal.
—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se dará cuenta de que si había una intriga no era contra usted.
Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones nocturnas y de la luz en la ventana. Tanto Sir Henry como yo nos quedamos mirando a la señora Barrymore sin esconder nuestro asombro. ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan impasible llevara la misma sangre que uno de los delincuentes más tristemente célebres del país?
—Sí, señor; mi apellido de soltera era Selden y el preso es mi hermano pequeño. Le consentimos demasiado cuando niño y le dejamos que hiciera en todo su santa voluntad, por lo que llegó a creer que el mundo no tenía otra finalidad que proporcionarle placeres y que podía hacer lo que le apeteciera. Más tarde, al hacerse mayor, frecuentó malas compañías y el diablo se le metió en el cuerpo, hasta que a mi madre le destrozó el corazón y arrastró nuestro apellido por el barro. De delito en delito fue cayendo cada vez más bajo, hasta que sólo la clemencia de Dios lo ha librado del patíbulo; pero para mí nunca ha dejado de ser el niñito de cabellos rizados al que cuidé y con el que jugué, como cualquier hermana mayor. Ésa es la razón de que se escapara, señor. Sabía que yo vivía en esta casa y que no me negaría a ayudarlo. Cuando se arrastró una noche hasta aquí, agotado y hambriento, con los guardianes pisándole los talones, ¿qué podíamos hacer? Lo recogimos, lo alimentamos y cuidamos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano pensó que estaría más seguro en el páramo que en cualquier otro sitio hasta que amainara la persecución, de manera que allí se escondió. Pero cada dos noches nos comunicábamos con él poniendo una luz en la ventana y, si respondía, mi marido le llevaba un poco de pan y carne. Todos los días vivíamos con la esperanza de que se hubiera marchado, pero mientras tanto no podíamos abandonarlo. Soy una buena cristiana y ésa es toda la verdad; comprenda usted que si hemos hecho algo malo, no es mi marido quien tiene la culpa, sino yo, porque todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí.
Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las hacía muy convincentes.
—¿Es ésa la verdad, Barrymore?
—Sí, Sir Henry. Del principio al fin.
—Bien; no puedo culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he dicho antes. Vuelvan los dos a su habitación y mañana por la mañana seguiremos hablando de este asunto.
Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la había abierto, y el frío viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy lejos en la oscuridad brillaba aún el puntito de luz amarilla.
—Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto —dijo Sir Henry.
—Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.
—Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?
—Calculo que a la altura de Cleft Tor.
—No más de dos o tres kilómetros.
—Menos, probablemente.
—No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y ese canalla está esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!
La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los Barrymore nos hubieran hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el secreto a la fuerza. Aquel individuo era un peligro para la comunidad, un delincuente implacable que no tenía excusa ni merecía compasión. No hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la oportunidad de devolverlo de nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su carácter brutal y violento, otros tendrían que pagar las consecuencias si nos cruzábamos de brazos. Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa idea hizo que Sir Henry se interesara tanto por aquella aventura.
—Le acompañaré —dije.
—Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos mejor, porque ese individuo puede apagar la luz y marcharse.
Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición. Apresuramos el paso entre los oscuros arbustos, en medio de los apagados gemidos del viento del otoño y del crujir de las hojas caídas. El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a putrefacción. De cuando en cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi cubrían el cielo por completo y en el momento en que salíamos al páramo empezó a caer una lluvia ligera. La luz seguía brillando delante de nosotros.
—¿Está usted armado? —pregunté.
—Tengo una fusta.
—Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre desesperado. Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced antes de que se resista.
—Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta hora de oscuridad en la que se intensifican los poderes del mal?
Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa tristeza del páramo, el extraño sonido que yo había oído ya cerca de la gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó traído por el viento a través del silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego un aullido cada vez más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa. Resonó una y otra vez, todo el aire palpitando con él, estridente, salvaje y amenazador. El baronet me cogió de la manga y palideció tanto que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.
—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?
—No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la segunda vez que lo escucho.
Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros. Aguzamos el oído, pero sin el menor resultado.
—Watson —dijo el baronet—, eso era el aullido de un sabueso.
La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una manera que ponía de manifiesto el terror repentino que se había apoderado de él.
—¿Qué dicen de ese sonido? —preguntó.
—¿Quiénes?
—Los habitantes de la zona.
—Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?
—Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen?
Vacilé un momento, pero no podía escabullirme.
—Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville.
Sir Henry dejó escapar un gemido y luego guardó silencio unos instantes.
—Era un sabueso —dijo por fin—, pero parecía venir de una distancia de varios kilómetros en aquella dirección, según creo.
—Es difícil saber de dónde procedía.
—Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran ciénaga de Grimpen?
—Sí, es ésa.
—Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció también que era el aullido de un sabueso?