Los conquistadores españoles. Frederick A. KirkpatrickЧитать онлайн книгу.
de un solo volumen, abarcándola como un gran movimiento. Esta limitación de espacio nos ha obligado a comprimir mucho y a muchas omisiones, lamentables algunas de ellas, pero inevitables.
Como el testimonio de Las Casas del trato dado a los indios es muy sospechoso para algunos españoles, y como sus datos son, sin duda, exagerados, no se ha utilizado aquí esa parte de los escritos de Las Casas.
Cualquiera que sea el punto de vista, la época o el lugar desde donde se juzgue la labor de los conquistadores españoles, es preciso contemplarla desde la Torre del Oro sevillana y a través de los ojos de la generación que vio a la cruz hincada en las torres de la Alhambra y, veintisiete años después, la ascensión del rey de España al trono imperial.
F. A. K.
I.
COLÓN
Hizo cosa de grandísima gloria, y tal, que nunca se olvidará su nombre.
GÓMARA
Existe un acontecimiento histórico que todo el mundo conoce. Aun aquellos cuyas aficiones no van hacia la Historia, saben que Cristóbal Colón descubrió Amé rica. Este conocimiento general de un hecho demuestra hasta qué punto aquella singular hazaña ha impresionado a toda Europa y América como el suceso más importante en la historia de los siglos. Pero Colón nos interesa aquí principalmente como el hombre que dio a España un inmenso y opulento territorio más allá del Océano, como el primero de los conquistadores. Halló el camino para aquellos explorado res, descubridores, conquistadores y colonizadores que, en el transcurso de medio siglo, penetraron en un mundo de nueva y fantástica hechura; sometieron a dos extensas monarquías ricas en tesoros acumulados y en filones inexplotados de metales preciosos; atravesaron bosques, desiertos, montañas, llanuras y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y marcaron los límites de un imperio casi dos veces mayor que Europa con una rapidez audaz y casi imprudente, pródiga en esfuerzo, sufrimiento, violencia y vida humana.
Para describir a los que vinieron después de Colón no nos preocupan sus primeras andanzas. Vemos aparecer en escena a estos hombres como capitanes que llevaban a sus seguidores al esfuerzo y a la victoria. Pero la calidad del hombre que abrió el camino para la labor de ellos y reservó esta labor para los españoles y para España, exige un examen más amplio. El lanzarse hacia Occidente con tres pequeñas naves en su exploración oceánica no era el comienzo de su tarea, sino más bien la culminación de esfuerzos continuados durante largos años, al cabo de los cuales un oscuro viajero —proyectista, en apariencia, de un plan quimérico— ganó el apoyo de los más sagaces soberanos que han regido España, de modo que, gracias a su apoyo, llegó a ser «Almirante de las tierras e islas del Mar Océano» y virrey de cuantas tierras descubriera.
Colón, aunque expansivo en la conversación y en los escritos, se mostraba reservado acerca de su vida anterior. Así era también su encomiador biógrafo Fernando, hijo suyo. Pero tanto el padre como el hijo abundan en anécdotas y alusiones —que fueron amplificadas por Las Casas, su segundo biógrafo admirador—; alusiones a sus nobles antepasados, a imaginarios estudios universitarios, a servicios prestados a un «ilustre pariente», almirante francés; a Colón como comandante de un buque de guerra, conduciendo a la lucha a una tripulación temerosa mediante una extraordinaria proeza náutica; a Colón saltando de un barco pirata incendiado («que llevaba quizá a cargo», dice Las Casas) y nadando dos leguas hasta tierra, exhausto por «algunas heridas que había recibido en la batalla».
Cuando Colón, al escribir sus recuerdos, habla de cuarenta años en el mar, de viajes por donde quiera que los buques habían navegado, de enseñanza científica e intercambio con hombres cultos, debemos recordar que el hombre que de esta manera vio su vida anterior a través de una bruma colorida y magnificadora, era el mismo que más tarde sugirió que el Orinoco era uno de los cuatro ríos que fluían del Paraíso terrenal, y prometió preparar, con el oro de las Indias, 100.000 soldados de infantería y 100.000 de a caballo para recobrar el Santo Sepulcro.
La vida aventurera de Colón, trágica y triunfante a la vez, supera en rareza a cualquier fábula y no necesita ser hermoseada.
Nació en 1451, hijo de un tejedor de Génova, que durante algún tiempo había tenido una taberna. Practicó el comercio de su padre, pero también verificó algunos viajes mediterráneos desde el antiguo puerto de Génova, como marinero o al cuidado de las mercancías. A los veinticinco años se unió a una expedición más larga y más atrevida, a Inglaterra. Apenas habían pasado los cinco barcos genoveses al oeste del estrecho de Gibraltar, cuando los atacó, a la altura del cabo de San Vicente, un corsario francés. Dos naves genovesas fueron incendiadas; tres escaparon a Cádiz. Los hombres que se arrojaron de los barcos en llamas fueron salvados por unos botes portugueses. Colón fue uno de los genoveses que se libraron, aunque no se puede saber si fue uno de los nadadores; pero cuando, poco antes de su muerte, habló de su llegada «milagrosa» a la Península, recordaba con ésta la extraña aventura que le llevó allá y que constituyó el primer paso inopinado en su concepción de un viaje hacia Poniente a través del Atlántico.
Tras haber completado, a principios de 1477, a bordo de un buque genovés, el interrumpido viaje a Inglaterra, Colón se instaló en Lisboa y colaboró con su hermano Bartolomé en el trazo de cartas marítimas. También se ocupó en el comercio y en la vida del mar haciendo un viaje a Génova y uno o más a la Guinea portuguesa, donde entró en contacto con los negros habitantes de extrañas tierras, realizando provechosas transacciones comerciales por trueque y un lucrativo tráfico de esclavos.
Asistiendo a la misma iglesia, conoció a una dama portuguesa que luego tomó como esposa, Isabel de Moñiz, cuyo padre —el primer gobernador de la isla de Porto Santo, próxima a Madeira— había dejado recuerdos de viajes atlánticos, que fueron releídos ávidamente por Colón. En Lisboa y en Madeira, donde residió algún tiempo, se vio envuelto en el movimiento de los descubrimientos oceánicos que durante sesenta años dimanaron de Portugal. Año tras año, los portugueses se abrían paso más hacia el Sur a lo largo de la costa occidental de África. Al Oeste habían ocupado las islas Azores y se habían esforzado por lograr descubrimientos aún más remotos. Colón llegó a la conclusión, según dice su hijo, de que debían existir muchas tierras al Oeste, y esperaba encontrar en el camino de la India alguna isla o tierra firme desde la cual pudiera realizar su principal designio, al estar convencido que entre la costa de España y el límite conocido de India debía haber muchas otras islas y tierras firmes. Oyó hablar de trozos de madera labrada que flotaban en el Océano, de enormes cañas y árboles raros arrastrados hasta la playa en Porto Santo o en las Azores, así como botes; y una vez hasta dos cadáveres de anchos rostros, diferentes en su aspecto a los cristianos. Corrían historias de Antilia, de la isla de San Brandón, de la isla de las Siete Ciudades y de las islas descubiertas por los marineros, que no perdían de vista el Oeste.
Más tarde, en el convento de La Rábida escuchó los relatos de los marineros sobre señales de tierra (y hasta tierra misma) que habían sido vistas a occidente de Irlanda. Desde luego, muchos mapas señalaban islas muy al Oeste en el Océano inexplorado.
Tanto Fernando como Las Casas cuentan que Colón, por medio de un florentino residente en Lisboa, consultó a Toscanelli, famoso geógrafo de Florencia. Éste contestó enviándole una copia de una carta en latín que había escrito a un sacerdote portugués en 1474. Esta carta, que ha sido conservada, habla «del muy breve camino que hay de aquí a las Indias, donde nace la especiería». Y a Catay (China septentrional), país del Gran Kan. El mapa que iba junto a esta carta no se conserva, pero las notas sobre el mapa, que están unidas a la carta, añaden que desde Lisboa a la ciudad de Quinsay (Kwang Chow) hay 1.625 leguas, «de la isla de Antilia, vobis nota, hasta la novilísima isla de Cipango... son 2.500 millas... la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y de piedras preciosas: sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales». Las cifras de Toscanelli reducen la circunferencia terrestre en un tercio y exageran la extensión oriental de Asia.
Las Casas, sin salir garante de la verdad de su aserto, nos refiere como cosa probable un relato que era creído generalmente tanto por los primeros acompañantes de Colón como por los habitantes de Haití (Española) cuando Las Casas se