Эротические рассказы

Montenegro. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Montenegro - Alberto Vazquez-Figueroa


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para cortarme el cuello? Aquí mi vida no está segura y lo sabéis. ¿Qué más da la horca que el cuchillo? Empezaba a desesperar y estaba decidida a regresar a mi país, pero ver cómo ese barco se alzaba desde su quilla me otorgó nuevos bríos. Si ahora se queda ahí quien se hunde soy yo.

      –¡Pero el virrey…!

      –¡Al diablo el virrey..,! –estalló la alemana fuera de sí–. Él es quien debería colgar de una verga. –Se volvió a Moisés Salado–: Capitán… ¡Zarpamos!

      La noche del quinto día, y aprovechando uno de aquellos largos períodos de tiempo en que ningún navío frecuentaba el puerto, «El Milagro» rompió amarras por alguna desconocida razón, permitió que la corriente del Ozama le arrastrara mar adentro, y desapareció de la vista de los esbirros del virrey, que, con la primera claridad del alba, se negaban a aceptar la evidencia de tan manifiesto desacato a la suprema autoridad establecida.

      –¡Haced venir a doña Mariana! –rugió fuera de sí el adelantado don Bartolomé Colón.

      –Se fue –replicó secamente el alcaide Miguel Díaz, que continuaba siendo buen amigo y protector de la mujer que le había conseguido el perdón real–. Pero no puede estar a bordo, puesto que había dado estrictas órdenes de que únicamente el capitán Salado y tres de sus hombres pudieran subir a la nave.

      –Y así ha sido, Excelencia –replicó el alférez Pedraza, un oficial de inmensos mostachos que tenía fama de severo y eficaz–. Nadie más se ha aproximado al «Milagro», pero lo cierto es que en su casa tan solo quedan los criados.

      –Buscad entonces a don Luis de Torres.

      –Ya lo hice, Excelencia. Tampoco está.

      –¿Y dónde puede haber ido?

      –Lo ignoro, Excelencia. Lo único que he podido averiguar es que varias carretas salieron al atardecer en dirección a San Pedro.

      –¿Hacia el Este? –se sorprendió don Bartolomé Colón, buen conocedor de las costas de la isla–. Me extraña. Si tienen que armar y aparejar una nave a la que falta casi todo, lo lógico sería hacerlo en una tranquila bahía del Oeste, hacia Punta Salinas o Barahona.

      –¿Creéis que están tratando de confundirnos? –quiso saber el incrédulo alférez Pedraza.

      –Apuesto a que se trata de una añagaza –insistió el adelantado–. Esa mujer es muy astuta, pero no va a salirse con la suya. –Le apuntó firmemente con el dedo–. Coged a vuestros mejores hombres, galopad hacia el Oeste y detenedla.

      –Como Su Excelencia ordene…

      El bigotudo militar dio media vuelta dispuesto a emprender una rápida carrera escaleras abajo, pero apenas había descendido media docena de peldaños cuando don Bartolomé lo detuvo con un gesto.

      –¡Esperad…! Esperad un momento, por favor. Por si acaso, enviad algunos hombres hacia el Este, no vaya a resultar que doña Mariana sea más lista de lo que imagino.

      Pero doña Mariana Montenegro era aún más lista de lo que imaginaba, o quizá lo conocía lo suficiente como para comprender que si bien por una vez cabía sorprenderle llevándose el barco ante sus propias narices, bastante más difícil resultaría que le permitiera aparejarlo sin problemas.

      –Al Norte –fue por tanto su orden cuando el capitán Salado quiso saber qué rumbo debería tomar si conseguía sacar la nave a mar abierto–. Atravesad el Canal de la Mona y esperadnos en la Bahía de Samaná.

      –¡Bien!

      –¿Podréis navegar con tan solo tres hombres y un barco casi desarbolado

      –Se intentará.

      –Recordad que si no llegáis a tiempo nos ahorcarán a todos.

      –Recordad vos que si no llego es porque me habrán devorado los tiburones.

      Con apenas dos foques y la mesana, viento de través y un perfecto conocimiento del mar y de su nave, el capitán Moisés Salado consiguió demostrar que «El Milagro» constituía en realidad un auténtico prodigio de ingeniería, ya que en menos de treinta y seis horas de navegación dejó caer las anclas en la límpida arena de una quieta ensenada de la inmensa Bahía de Samaná.

      Mucho más problemático resultaba el viaje para el resto de la tripulación, abriéndose paso a machetazos a través de la densa maleza de la ancha península, aunque por suerte era aquella una región de escasos accidentes geográficos que los aborígenes habían abandonado buscando más seguro refugio en las escarpadas regiones montañosas o en las profundas selvas del Oeste de la isla, y los únicos enemigos a tener en cuenta eran el agobiante calor, arañas, serpientes y nubes de feroces mosquitos que se arrojaban sobre los expedicionarios como lobos hambrientos.

      Curiosamente, el pequeño Haitiké era el único miembro del grupo que no parecía sufrir el asalto de las miríadas de alados enemigos que al atardecer ocultaban el sol en densas nubes, y cuando por la noche la mayoría de los miembros de la expedición se encontraban postrados sufriendo a causa de la hinchazón producida por el veneno, los atendía sin que en todo su cuerpo se advirtiese una sola señal de picadura.

      La excitación del muchacho al saber que iba a hacerse a la mar a bordo de una nave, que había visto construir tabla por tabla, le impedía conciliar el sueño, aunque a ello contribuyera el hecho de saber que estaba viviendo una peligrosa aventura de la que dependía no solo su propio destino, sino sobre todo el de su madre adoptiva y su aún desconocido padre.

      Para Haitiké, la figura de Cienfuegos siempre había constituido una especie de insondable misterio, ya que todo cuanto sabía sobre él resultaba confuso, sin que nadie se sintiese capaz de aclararle si se trataba en realidad de un ser vivo que andaba vagabundeando por mundos desconocidos, o tan solo un recuerdo que el desmedido amor de doña Mariana había convertido en leyenda.

      La relación del chiquillo y la alemana continuaba siendo hasta cierto punto igualmente inconcreta, ya que si bien ella se esforzaba por quererle como al hijo que hubiese deseado tener con su joven amante, los rasgos del mestizo, y sobre todo su retraído carácter, le recordaban de continuo que pertenecía a otra raza y que una semisalvaje había sido su madre. Su máximo interés seguía centrándose en hacer de él un joven educado según las costumbres de la nobleza europea de su tiempo, con vistas a lo cual le había proporcionado el mejor preceptor de la isla, pero en el fondo de su alma se veía obligada a admitir que se enfrentaba a una criatura muy especial, y existían demasiados detalles en la personalidad de Haitiké que nada tenían que ver ni con el carácter de los españoles, ni con el de los indígenas haitianos. De alguna forma Ingrid Grass presentía que estaba asistiendo al nacimiento de una nueva raza cuyas señas genéticas más acusadas aparecían claramente diferenciadas en aquel huidizo y reservado rapazuelo al que incluso los mosquitos evitaban, y a menudo se preguntaba cómo sería la convivencia en un mundo poblado mayoritariamente por individuos de semejantes características.

      –El tiempo y las sucesivas mezclas de sangre suavizarán los contrastes –le hizo notar don Luis de Torres una noche en que surgió el tema de lo difícil que le resultaba entender al muchacho–. El transcurso de las generaciones dará como fruto una nueva raza más equilibrada y quizá muy hermosa, pero no debéis olvidar que este ha sido el primer choque entre dos formas de vida contrapuestas y eso siempre acaba resultando traumático.

      –¿Realmente creéis que nativos y europeos conseguirán entenderse? –quiso saber la alemana, a quien el tema preocupaba desde tiempo atrás–. Los noto tan distintos…

      –Son distintos –puntualizó el converso–. Y a fuer de sincero, debo admitir que dudo que se entiendan mientras continúen siendo, como decís, nativos y europeos en su estado más puro. Tal vez las cosas cambien cuando se encuentren lo suficientemente amalgamados.

      –¿Amalgamados? –se sorprendió ella por la precisión del término–. ¿Por qué amalgamados…?

      –Porque temo que, pese a lo mucho que se mezclen, siempre resultará posible diferenciar qué parte


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