El ojo en la mira. Diamela EltitЧитать онлайн книгу.
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sColección dirigida por Graciela Batticuore
El ojo en la mira
Diamela Eltit
Eltit, DiamelaEl ojo en la mira / Diamela Eltit. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2021.Libro digital, EPUB - (Lector&s / 13) aISBN 978-987-4161-60-41. Memoria Autobiográfica. 2. Literatura. 3. Política. I. Título.CDD 808.8035 |
Colección Lector&s
Primera edición, Ampersand, 2021
Derechos exclusivos reservados para todo el mundo
Cavia 2985, 1 piso (C1425CFF)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
www.edicionesampersand.com
© 2021 Diamela Eltit
© 2021 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand
Edición al cuidado de Diego Erlan
Corrección: María Nochteff
Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst
Maquetación: Silvana Ferraro
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-987-4161-60-4
Agradecimientos en el tiempo de este libro a
Álvaro Matus
Índice de contenido
Miro a Diego de diez meses, sentado en su cuna. Tiene entre sus manos un iPad apagado. De pronto, ve el reflejo de una (su) imagen en la pantalla. Levanta la cabeza, asombrado, después se inclina para mirar la imagen reflejada en el vidrio. Levanta la cabeza una vez más y de inmediato la baja hasta que su cara cae enteramente sobre la pantalla. Mientras lo miro, sigue absorto sin saber que se observa a sí mismo. Pienso en Narciso en la fuente, en la ninfa Eco, en la imagen, en las certezas del yo, en su traición recurrente.
Pienso en el narcisismo y recuerdo mi lectura de Freud. Leí su obra cuando tenía unos dieciséis o diecisiete años. Un vecino me prestó los libros que, me parece, tenían dos columnas por página. Así leí y leí a Freud. Lo leí tal como se recorre una novela. Me produjo asombro, recuerdo, La interpretación de los sueños; me impactaron sus análisis, marcados por la audacia. Me pareció que ejercía una analítica extremadamente ficcional, necesaria. Pero lo que más me impresionó fue entender cómo articuló una teoría: su punto de partida, la hipnosis, y su punto de llegada, el lenguaje y la formulación del inconsciente. Desde luego, leí sin la pretensión de entender, en el sentido más conceptual o disciplinar del término, la precisión y el alcance específico de cada uno de sus supuestos. Pero la lectura de los libros me permitió percibir el complejo engranaje de su trama teórica. Recuerdo que estaba empecinada en continuar el relato, recorrer los casos, detenerme ante su agudo foco en torno a tejidos familiares, pensar nombres. Con la lectura de Freud se instaló en mí la certeza de la lectura como una zona de riesgo. Ese riesgo que porta el despliegue de la creatividad. Los sólidos tramos conceptuales necesarios para elaborar una interpretación.
Más tarde, en un seminario, cuando estudiaba en la Universidad de Chile, ingresé de manera penosa (tengo que reconocerlo) a Lacan y su estadio del espejo. Recuerdo todavía leer los Escritos, que portaban una densidad conceptual que me sobrepasaba. Ya no leía de manera descontrolada como lo había hecho con Freud, lo hacía como parte de mi programa de estudios y esa condición marcó toda la diferencia. En cambio, su libro primero, acerca de la psicosis paranoica, pude leerlo sin quiebre alguno, alerta al movimiento de su relato. Fue interesante comprobar los cruces de imaginarios con las hermanas Papin, las sirvientas que conmocionaron a Francia en las primeras décadas del siglo XX. Lacan y Genet las pensaron y las escribieron de maneras diversas, desde sus distintas prácticas. Pero hubo una coincidencia entre ellos.
Mientras observo la imagen de Diego, me detengo en la tecnología, en la mirada, en la extrañeza del rostro, en el salto al vacío ante la superficie ambigua del espejo. Pero también pienso en el narcisismo como el fantasma o la realidad o la evidencia que nos acecha a los escritores y que nos vuelve acaso reconocidamente vulnerables. El tiempo del espejo está siempre ahí, al acecho. Y la madre-literatura se aleja, como lo señaló Gabriela Mistral en su poema “La fuga”. Una madre que se escabullía detrás de otro monte y otro: “O te busco, y no sabes que te busco, / o vas conmigo, y no te veo el rostro”.
Sé que las lecturas se agolpan, se cruzan, se precipitan, se superponen, se olvidan. Los libros transitan por la memoria de una manera atemporal porque muchos llegaron para quedarse, siempre a pedazos o en pedazos o por pedazos. De la misma manera en que Marcel Proust pensó la memoria detonada por los sentidos, la lectura en mí funcionó como una explosión analógica de un libro rebotando en otro y en otro, hasta que pude decidir cuál vía, qué escritura, cuál era la decisión con la letra que realmente me parecía indiscutible.
Diego, de diez meses, me ha permitido iniciar este libro con su imagen (todavía para él desconocida) buscándose en la pantalla. Los espejos-fuentes ahora están incrustados en un iPad.
Fui afortunada. No tuve dudas acerca de dónde radicaba el centro de mi deseo o la manera de “ser y estar en el mundo”. O quizás debería decir “en mi mundo”. Supe desde una edad iniciática el poder que había alcanzado en mí el encuentro con la escritura literaria. Emprendí la lectura como una abierta necesidad y urgencia. La lectura me permitió el transcurso de los tiempos de otros tiempos en mi tiempo. Mi abuela pensaba que de tanto leer me iba a quedar ciega. Me lo decía: te vas a quedar ciega.
Quizás la lectura operó como una forma de fuga de mi real. Es posible. O, como lo señala el psicoanálisis, en cuanto sublimación; no sé por qué me parece improbable, pero en esa fuga pude pensar, ampliar espacios, imaginar, en cierto modo viajar (simbólicamente) y distinguir. Fui hija única. El otro, las otras, la compañía, el juego, los escondites, la vida, la traición, la muerte y el mundo estaban, a su manera, en los libros que leía. La lectura nunca se detuvo ni fue opacada como necesidad primordial. Los libros salían de todas partes. Iban y venían.
Recuerdo cómo leí o leímos con mis compañeros de curso en la secundaria Trópico de Cáncer. Nuestro profesor de literatura operaba de la misma manera en que lo hacía Don Quijote con los libros prohibidos por la Inquisición: los nombraba, los describía y los quemaba por ser inconvenientes. Con esa misma táctica, él nos comentó que había leído un libro muy importante, pero que nosotros no podíamos leer porque tenía un “alto contenido sexual”. Citó el título y a su autor, Henry Miller. Al día siguiente la novela circulaba de mano en mano. Por una parte, se conjugaban las prohibiciones de los tiempos, y por otra, las estrategias para esquivarlas.
Admirábamos totalmente a nuestro profesor de literatura. La novela Trópico de Cáncer casi se desarmó de tanta lectura.
En mi barrio, en el que convivíamos clases medias de diversos ingresos,