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Descomposición vital. Kristina M LyonsЧитать онлайн книгу.

Descomposición vital - Kristina M Lyons


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bautizados, liderados por poderosos chamanes que ingerían yagé y se transformaban en pumas que devoraban poblados enteros de cristianos (Ramírez 1996, 90-92). Uno alcanza a imaginarse las miradas temerosas y furtivas de los curas hacia las trochas apenas iluminadas por antorchas esperando desde sus ventanas el salto de algún puma vengativo.

      De los andakíes, como de todas las demás “tribus rebeldes”, se dice que lucharon hasta su muerte colectiva. Pero Heraldo me contó una historia distinta. Después de su último ataque a la ciudad colonial, los andakíes se hicieron imperceptibles a los misioneros y a su séquito militar para eludir la colonización o, lo que es lo mismo, la aniquilación. Desde entonces, los andakíes siguen andando libres por el piedemonte y la planicie amazónicos. Sobrevolando en los helicópteros de las concesiones petroleras, los técnicos de las empresas dicen haber visto fogatas y humo, pero nunca gente ni huellas. Para Heraldo, los andakíes, “indios-aucas”, siguen resistiendo y solo se revelan a los maestros chamanes o taitas con la ayuda del yagé, un alucinógeno vegetal que se toma en ciertas ceremonias indígenas en las que se imparten los secretos de la selva. Quizás los técnicos petroleros vieron los movimientos de esos pumas-aucas que andan a escondidas y se desaparecen en los matorrales con un leve centelleo de su cola. En el capítulo 5 regreso a estos aucas-pumas en mi discusión de la política de la imperceptibilidad y de los modos de descomponerse dentro de la vida de la selva. Cuando se llevó a cabo el primer censo en 1849, la población local —únicamente aquella que vivía en los 20 asentamientos coloniales— se categorizaba entre “racionales” e “indígenas civilizados”. El resto del territorio se imaginaba activamente como inculto e inhabitado, es decir, como territorio baldío, lo que de forma sistemática vació la selva de la existencia de sus habitantes milenarios y convirtió el territorio en un receptor de olas futuras de colonización y de poblaciones desplazadas del interior andino del país.

      La antropóloga María Clemencia Ramírez (2001) caracteriza cinco olas de colonización en el Putumayo, todas ellas asociadas al extractivismo, empezando con la quina y el caucho, luego por el oro, la madera (especialmente los árboles de cedro) y las pieles de nutria, tigrillo, caimán negro y manao en la primera mitad del siglo XX. Aunque la industria del caucho no generó asentamientos permanentes, inició la expansión de la frontera agrícola del país y produjo el genocidio violento y el despojo masivo de los pueblos indígenas, tal como lo han documentado varios historiadores y antropólogos (Bonilla 1969; Taussig 1984; Ariza, Ramírez y Vega 1998). Las primeras vías iniciadas por los misioneros se completaron 30 años más tarde durante la guerra con Perú (1932-1933), cuando se atizó el sentimiento nacionalista hacia la Amazonía como reacción al expansionismo peruano en el territorio colombiano (Santoyo 2002; Palacio 2004). Algunos de los campesinos que conocí me compartieron historias de cómo sus padres habían sido reclutados en regiones vecinas para defender la soberanía de la frontera sur del país y para construir las primeras bases militares y las primeras vías carreteables para vehículos motorizados desde el occidente amazónico hasta los Andes. Luego de la colonización militar (Culma 2013) y la migración de colonos de Nariño en busca de oro, fueron llegando olas de familias desplazadas del interior andino del país. Colombia se vio envuelto en un largo periodo de confrontación entre los partidos Liberal y Conservador, conocido como La Violencia (1948-1960), y surgieron los primeros movimientos de guerrillas liberales y grupos de mercenarios conservadores conocidos como chulavitas. El Putumayo fue receptor de familias campesinas y comunidades indígenas que huían de esa violencia y cuyo acceso a la tierra se hacía cada vez más difícil por la expansión del latifundio. La disolución de los resguardos indígenas en Nariño en la década de los cuarenta y la presión violenta, generalizada y multidimensional contra indígenas y campesinos forzó a los pueblos pasto, embera-katío, embera-chamí, nasa, awá, korebaju, murui, huitoto, boras, kichwasa y guambiano a desplazarse al Putumayo, lo que impactó aún más en los territorios y los movimientos de los pueblos oficialmente reconocidos como ancestrales, como los kofanes, los sionas, los kamsás y los ingas (Villa y Houghton 2005).

      En 1963, la empresa Texaco, Inc. (en ese entonces conocida como Texas Fuel Company) perforó los primeros pozos petroleros en la zona que luego se convertiría en el municipio de Orito. Entre 1963 y 1976, en medio de una “fiebre del petróleo”, se construyeron el Oleoducto Transandino entre Orito y el puerto de Tumaco, en la costa pacífica, y varios tramos fragmentados de carretera que aumentaron la deforestación de la selva y aceleraron la fundación de la mayoría de los asentamientos urbanos del Bajo Putumayo. Aunque hubo algunos esfuerzos estatales de colonización dirigida desde mediados de los años sesenta hasta los setenta, la ola más importante de asentamientos contemporáneos se debió a la expansión de los cultivos comerciales de coca, los cuales llegaron a la región en 1978. La guerra contra las drogas declarada por Estados Unidos redujo la producción de coca en Perú y Bolivia, generando un “efecto globo” que llevó a Colombia a convertirse en el principal productor de hoja de coca en la década de los noventa, además de mantener su antiguo papel en el procesamiento y el tráfico internacional de cocaína. Los cultivos de coca en el Putumayo siguieron aumentando con la creación del Frente 32 de las FARC en 1984 y con la llegada de narcotraficantes de los carteles de Medellín y Cali unos años más tarde. El Cartel de Medellín puso a Gonzalo Rodríguez Gacha a cargo de las operaciones en el Putumayo, junto con los grupos paramilitares conocidos como los “Combos” y los “Masetos”. Estos grupos fueron expulsados del Putumayo en 1991, luego de un intenso ataque de las FARC-EP, así como acciones cívicas de la población local que se resistió a la represión paramilitar de la población civil estigmatizada como comunista. Ese mismo año se fundó el Frente 48 de las FARC, y estas últimas se convirtieron en el único grupo guerrillero de izquierda en el Putumayo, luego de que el M-19 (1980-1982) y el EPL (1983-comienzos de la década de los noventa) salieran del territorio. Bajo la Constitución de 1991, el Putumayo fue erigido como departamento después de haber sido parte de por lo menos 15 jurisdicciones administrativas distintas en los últimos 100 años (Corpoamazonia 2007).15

      La expulsión de los paramilitares por parte de la comunidad pudo haber contribuido a su regreso unos años más tarde, en 1997, cuando las AUC establecieron el Frente Sur Putumayo, perteneciente al Bloque Central Bolívar. Las primeras operaciones de “limpieza social” por parte de los paramilitares —asesinatos selectivos, masacres, desapariciones forzadas y desplazamiento de civiles acusados de ser simpatizantes de la guerrilla— comenzaron poco tiempo después y siguieron ocurriendo hasta la desmovilización oficial de las AUC en 2006. La ocupación paramilitar coincidió con el flujo de recursos del Plan Colombia hacia el Putumayo, los cuales produjeron una intensificación de las fumigaciones aéreas y de la actividad militar, así como un “seguramiento” de la vida cotidiana, en el marco de la política nacional de Seguridad Democrática del gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe.16 Durante los dos periodos presidenciales de Uribe (2002-2010) hubo un aumento indiscutible en las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario por parte de las fuerzas militares y paramilitares (Minga 2008; Ramírez et al. 2010). También hay evidencia abundante de que muchos mandos medios paramilitares no se desmovilizaron o simplemente se reorganizaron en estructuras narcocriminales de alcance nacional como las “Águilas Negras”, los “Rastrojos”, los “Urabeños”, los “Gaitanistas” y los “Constructores” que siguen operando en el Putumayo y en el resto del país. El Gobierno colombiano se refiere a estos grupos como bacrim (bandas criminales emergentes) o, más recientemente, tras la firma del acuerdo de paz con las FARC-EP, como grupos armados posdesmovilización y grupos disidentes. La desmovilización paramilitar en el Putumayo puede resumirse a grandes rasgos de la siguiente manera: el Estado entregó 20 hectáreas de tierra a 100 viudas, la mayoría de ellas víctimas de la violencia paramilitar, para su sustento colectivo. A 15 minutos de allí, 20 paramilitares desmovilizados recibieron 100 hectáreas de tierra para sembrar cacao como parte de su proceso oficial de desmovilización y reintegración a la vida civil. En 2007 visité las dos fincas luego de que fueron fumigadas con glifosato en operaciones de aspersión aérea.

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